miércoles, 8 de octubre de 2014

HOBBES DESATADO



   ANIBAL ROMERO

Para solo dar un ejemplo, la Gran Bretaña experimentó alrededor de 900.000 muertes en 4 años de guerra, entre 1914 y 1918. Para entonces la población del reino rondaba los 45 millones de personas. El prolongado desastre en las trincheras, una gigantesca y delirante carnicería que liquidó a la flor y nata de la juventud británica de entonces, no fue sin embargo vista por el público, sino intuida desde lejos o sentida de cerca solamente si retornaba algún familiar o amigo herido, o se conocía la noticia de una muerte, a veces sin que se recuperase el cuerpo. No había entonces televisión, ni mucho menos los masivos instrumentos de comunicación instantánea que hoy nos resultan tan familiares e indispensables. Debido a ello, los horrores del frente de batalla, los desatinos estratégicos de los altos mandos, la sumisión y miopía de los políticos y el inimaginable sufrimiento de las tropas, acaecían en una especie de aislamiento con respecto a las sociedades que sostenían con patética tozudez la conflagración.
Durante la Segunda Guerra Mundial cambiaron las cosas, debido a la expansión de la radio y de los noticieros cinematográficos, y desde luego a que el conflicto no perdonó a los civiles en sus ciudades. Pero fue realmente la guerra de Vietnam la primera en que la difusión de las imágenes a través de la televisión, alcanzando a una amplísima audiencia, tuvo impacto crucial sobre el ajuste de percepciones y formación de la opinión de la gente acerca del sentido y costos del enfrentamiento, con decisivas consecuencias políticas.
En nuestros días, asumimos como normal recibir una información directa y prácticamente instantánea acerca de multitud de eventos alrededor del planeta, sin quizás percatarnos de los variados y complejos efectos psicológicos, políticos y culturales en un sentido amplio que tal fenómeno tecnológico produce.
En ese orden de ideas, el planteamiento que deseo articular en estas breves notas es el siguiente: nuestro tiempo se caracteriza por la preeminencia de un miedo global y difuso combinado con una sensación de impotencia de la razón.
Intentaré explicarme recurriendo a Hobbes. Como es sabido, la filosofía política hobbesiana, encarnada en sus tres grandes obras: Elementos de derecho natural y político, El ciudadano y Leviatán, se sustenta en una relación clave entre miedo y razón.
De un lado, el miedo ante las amenazas a nuestra autopreservación es la pasión que nos hace entrar en razón, empujándonos a admitir una autoridad superior que nos brinde protección a cambio de obediencia. De otro lado, es el orgullo o la soberbia la pasión que nos confunde y nos lleva por el camino de la autodestrucción, al extraviarnos con respecto a lo que indica una razón bien balanceada y en armonía con nuestro verdadero interés. El miedo es entonces el factor que nos hace racionales, en tanto que el orgullo, lo que los antiguos griegos denominaban hubris, nos pierde al alimentar nuestro deseo de someter a otros, de nutrir los enfrentamientos en lugar de buscar un arreglo de convivencia.
La realidad actual, potenciada por la tecnología de las comunicaciones, nos invade sistemática y permanentemente con situaciones que generan miedo. Las guerras habitan como nunca antes en los hogares de la gente a través de la televisión y la Internet. De allí que muchas sociedades que antes recibían noticias de eventos lejanos hoy los experimentan en directo. Pero las guerras son apenas un aspecto del amplio rango de fenómenos que a diario nos influyen y suscitan un miedo a la vez cercano y difuso, distinto al miedo que Hobbes analizaba en sus obras.
Ciertamente, el fondo de ese miedo hobbesiano era el ansia de autopreservación; no obstante, Hobbes tenía en mente principalmente lo que llamó una “guerra de todos contra todos” localizada, es decir, el escenario de una guerra civil en el que desaparece la autoridad única que establece y hace cumplir reglas comunes, abriendo las puertas a la anarquía y la amenaza perenne a la vida.
El miedo de hoy es más complejo que el dibujado en Leviatán, y como ya dije más difuso, aunque su capacidad de afectarnos de manera concreta sea en ocasiones muy patente. Pueden mencionarse, entre otros ejemplos, el miedo representado por las epidemias, el cambio climático o los efectos de verdaderos colapsos civilizatorios, como el que ahora contemplamos en el Medio Oriente.
El miedo al virus del ébola está cundiendo en Europa, donde ya se detectó un primer caso de contagio (en Madrid, hace pocos días), en tanto que el tema del cambio climático y el avance del Estado Islámico, manifestación extrema del radicalismo fundamentalista, son algunos de los asuntos que forman parte de una especie de percepción de amenaza que acosa crecientemente a los habitantes de un mundo frenético, en el que las noticias viajan en segundos en tanto que las existencias individuales se aferran a las rutinas de siempre, confiando en que de un modo u otro lo que pareciera anunciarse se quedará en las pantallas de los televisores y las laptops.
Quisiera dejar claro que no subestimo los potenciales efectos que de hecho pueden derivarse de fenómenos como los mencionados.
Lo que me interesa destacar es el impacto generalizado, masivo y difuso que amenazas a veces muy lejanas empiezan a ejercer en los espíritus de inmensas masas de personas alrededor del planeta, sin que necesariamente evaluemos con la debida ponderación qué tan grave es el riesgo de que se trata en cada caso.
Pero es allí donde las imágenes juegan su papel desestabilizador. Las decapitaciones que los militantes del Estado Islámico realizan y luego suben a la Internet, para que todos podamos verlas en su crueldad infinita, multiplican exponencialmente hechos que difícilmente ocurrirían a gran escala, y menos aún en lugares situados a miles de kilómetros del Medio Oriente, transformándoles en palpables pesadillas que sentimos demasiado vecinas.
Para Hobbes, el miedo era la ruta a la razón. Para nosotros, sin embargo, la salida racional ya no puede centrarse en confiar en una autoridad constituida que nos proteja a cambio de nuestra obediencia, pues el miedo es difuso y las amenazas escapan a los confines de los Estados nacionales, que no pocas veces se muestran atenazados ante situaciones que no respetan fronteras, en particular las inexistentes “fronteras” electrónicas. No tenemos salida racional ante los nuevos miedos, como aspiraba Hobbes con relación al suyo. Por ello afirmé antes que vivimos en tiempos de miedos difusos e impotencia de la razón.
La perplejidad, una desagradable sensación de incomodidad psicológica, el ansia implacable frente a lo que sabemos peligroso pero a la vez inasible, son las características de un mundo que ha cambiado, sin proponérselo, el rumor gradual pero a la vez perceptible del sufrimiento en pasadas guerras, por una avasallante tormenta de imágenes amenazantes y con fuentes intangibles. Hobbes se ha desatado.

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