CAP: UN HOMBRE DEFECTUOSO
Moisés Naim
Carlos Andrés Pérez fue un venezolano excepcional y un gigante moral y políticamente superior a la gran mayoría de sus acusadores.
Carlos Andrés Pérez (CAP) murió desterrado, con su reputación dañada, su partido político en ruinas y su intento de modernizar a Venezuela fracasado. Es fácil imaginar que la acusación que más le dolía es que sin él, y sus muchos errores, Hugo Chávez y la tragedia histórica que este representa se hubiesen podido evitar.
No hay dudas de que Carlos Andrés Pérez es culpable de muchas de las acusaciones que se le hacen. Pero tampoco hay dudas de que este hombre tan defectuoso fue un venezolano excepcional y un gigante moral y políticamente superior a la gran mayoría de sus acusadores. ¿Se imagina usted a alguno de quienes lo defenestraron políticamente -el teniente coronel, los intelectuales, los dueños de los medios de comunicación, sus columnistas, los grupos económicos o los demás líderes políticos del momento- tomando voluntariamente medidas que reducen su poder? Carlos Andrés Pérez podía nombrar a dedo a gobernadores y alcaldes. En cambio, promovió reformas que permiten a los ciudadanos elegirlos directamente, lo cual obviamente redujo su poder.
Al llegar en 1989 a su segunda presidencia, heredó un sistema económico que le daba al Gobierno -y a él- todo el poder sobre la economía. El Gobierno decidía qué empresas podían tener acceso a dólares baratos y cuáles no. Qué periódicos y canales de televisión podían importar insumos y a qué precio. A qué precio se podían vender desde los huevos hasta el hielo. No es de extrañar que los medios de comunicación y los grandes grupos económicos vivían postrados a los pies del Gobierno. Pérez abolió este perverso sistema.
La mayor eficiencia económica y la eliminación de la inmensa corrupción que es inevitable en este sistema constituyeron un gran avance. Pero este avance también ocurrió a expensas del poder presidencial. Casi instantáneamente, quienes antes mendigaban por cargos, divisas o aumentos de precios utilizaron su nueva libertad para atacar inmisericordemente a Pérez y su gobierno. Como los tiburones que huelen la sangre en el agua, los más diversos actores -desde los más primitivos gorilas a los más sofisticados ‘notables’, de los políticos más oportunistas a los empresarios más avezados- se lanzaron contra él. La avidez por el poder, el dinero, o viejos resentimientos y, en algunos casos, la ideología actuaron como potentes estímulos para pequeños políticos, súbitamente transformados en los formidables agresores que lograron sacar a Pérez del juego. Este, convencido de que las reglas de la democracia había que respetarlas a toda costa, los dejó hacer. Se rehusó a utilizar los instrumentos del poder -tan comunes en la Venezuela de antes y en la de hoy- para defenderse de sus enemigos. “Como no soy un acumulador de resentimientos, me equivoqué al suponer que todos actuábamos así y que las diferencias y duelos políticos nunca serían duelos a muerte”, dijo en 1993 en su último discurso como presidente. Y añadió: “No he perseguido a nadie… Sin embargo, contra nadie se ha desatado una campaña tan sistemática, larga y obsesiva como la que se ha ensañado contra mí y mi gobierno. La he soportado con la convicción de que en las democracias son siempre preferibles los abusos de la oposición que los abusos del gobierno”.
¿Se imaginan a sus más recientes imitadores actuando así? ¿Cuántos presidentes latinoamericanos puede usted nombrar que, ante una campaña política para sacarlos del poder, lo entregan voluntariamente y salen del palacio presidencial para ir a la cárcel solo motivados por el ánimo de proteger las reglas que separan la vida en sociedad de la barbarie?
Su pasión por la democracia no terminaba en los linderos de su patria. Los demócratas de Latinoamérica, del Caribe y hasta España y Portugal han dado fe de que la eficaz intervención de Carlos Andrés Pérez fue determinante en los momentos más críticos de sus luchas.
Este hombre tan defectuoso murió viendo cómo en su país sus ideales son pisoteados a diario y su legado es despreciado hasta por quienes se beneficiaron de su obra. Pero los hechos son tercos y, tarde o temprano, afloran. La historia lo reivindicará como uno de los grandes líderes continentales del siglo XX. Paz a sus restos.
Carlos Andrés Pérez (CAP) murió desterrado, con su reputación dañada, su partido político en ruinas y su intento de modernizar a Venezuela fracasado. Es fácil imaginar que la acusación que más le dolía es que sin él, y sus muchos errores, Hugo Chávez y la tragedia histórica que este representa se hubiesen podido evitar.
No hay dudas de que Carlos Andrés Pérez es culpable de muchas de las acusaciones que se le hacen. Pero tampoco hay dudas de que este hombre tan defectuoso fue un venezolano excepcional y un gigante moral y políticamente superior a la gran mayoría de sus acusadores. ¿Se imagina usted a alguno de quienes lo defenestraron políticamente -el teniente coronel, los intelectuales, los dueños de los medios de comunicación, sus columnistas, los grupos económicos o los demás líderes políticos del momento- tomando voluntariamente medidas que reducen su poder? Carlos Andrés Pérez podía nombrar a dedo a gobernadores y alcaldes. En cambio, promovió reformas que permiten a los ciudadanos elegirlos directamente, lo cual obviamente redujo su poder.
Al llegar en 1989 a su segunda presidencia, heredó un sistema económico que le daba al Gobierno -y a él- todo el poder sobre la economía. El Gobierno decidía qué empresas podían tener acceso a dólares baratos y cuáles no. Qué periódicos y canales de televisión podían importar insumos y a qué precio. A qué precio se podían vender desde los huevos hasta el hielo. No es de extrañar que los medios de comunicación y los grandes grupos económicos vivían postrados a los pies del Gobierno. Pérez abolió este perverso sistema.
La mayor eficiencia económica y la eliminación de la inmensa corrupción que es inevitable en este sistema constituyeron un gran avance. Pero este avance también ocurrió a expensas del poder presidencial. Casi instantáneamente, quienes antes mendigaban por cargos, divisas o aumentos de precios utilizaron su nueva libertad para atacar inmisericordemente a Pérez y su gobierno. Como los tiburones que huelen la sangre en el agua, los más diversos actores -desde los más primitivos gorilas a los más sofisticados ‘notables’, de los políticos más oportunistas a los empresarios más avezados- se lanzaron contra él. La avidez por el poder, el dinero, o viejos resentimientos y, en algunos casos, la ideología actuaron como potentes estímulos para pequeños políticos, súbitamente transformados en los formidables agresores que lograron sacar a Pérez del juego. Este, convencido de que las reglas de la democracia había que respetarlas a toda costa, los dejó hacer. Se rehusó a utilizar los instrumentos del poder -tan comunes en la Venezuela de antes y en la de hoy- para defenderse de sus enemigos. “Como no soy un acumulador de resentimientos, me equivoqué al suponer que todos actuábamos así y que las diferencias y duelos políticos nunca serían duelos a muerte”, dijo en 1993 en su último discurso como presidente. Y añadió: “No he perseguido a nadie… Sin embargo, contra nadie se ha desatado una campaña tan sistemática, larga y obsesiva como la que se ha ensañado contra mí y mi gobierno. La he soportado con la convicción de que en las democracias son siempre preferibles los abusos de la oposición que los abusos del gobierno”.
¿Se imaginan a sus más recientes imitadores actuando así? ¿Cuántos presidentes latinoamericanos puede usted nombrar que, ante una campaña política para sacarlos del poder, lo entregan voluntariamente y salen del palacio presidencial para ir a la cárcel solo motivados por el ánimo de proteger las reglas que separan la vida en sociedad de la barbarie?
Su pasión por la democracia no terminaba en los linderos de su patria. Los demócratas de Latinoamérica, del Caribe y hasta España y Portugal han dado fe de que la eficaz intervención de Carlos Andrés Pérez fue determinante en los momentos más críticos de sus luchas.
Este hombre tan defectuoso murió viendo cómo en su país sus ideales son pisoteados a diario y su legado es despreciado hasta por quienes se beneficiaron de su obra. Pero los hechos son tercos y, tarde o temprano, afloran. La historia lo reivindicará como uno de los grandes líderes continentales del siglo XX. Paz a sus restos.
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