martes, 28 de diciembre de 2010

EL LEGADO DE CARLOS ANDRÉS PÉREZ

Rodolfo Terragno

Eran chilenos que, si no hubiesen huido, se habrían consumido en las hogueras de Augusto Pinochet. Eran uruguayos que estaban vivos porque Gregorio Álvarez no había tenido oportunidad de prenderlos. Éramos argentinos perseguidos por los Videla, los Massera y los Agosti de aquella Argentina aciaga.
Carlos Andrés Pérez (presidente de Venezuela entre 1974 y 1979) nos salvaguardó a todos.
De no haber sido por él, y su ministro Diego Arria, se habría hinchado aun más las macabras bolsas de las dictaduras del sur, llenas de “desapariciones forzadas”, ejecuciones subrepticias y feroces torturas. Como asesor de aquel gobierno, me correspondí elevarle al Jefe de Estado, periódicamente, noticias sobre la represión en la Argentina. El solía compartir tal información –y otra que le llegaba de fuentes diversas—con Jimmy Carter. Fue a raíz de su contacto con los EE.UU. que trabé amistad con Bob Pastor, asesor para Asuntos Interamericanos de Carter. Bob impulsó en el Capitolio la “enmienda Humphrey-Kennedy”, por la cual el Departamento de Defensa dejó de proveer equipos y asistencia militar a la Argentina.
Pérez desempeñó, en esto, un papel protagónico.
Carter le recomendó, sin embargo, no sumarse a las sanciones de los Estados Unidos contra la Argentina. La tesis del gobierno norteamericano era que, mientras el Departamento de Estado acosaba a la dictadura, otro país debía lograr avances por la vía del diálogo.
Pérez y su embajador en Buenos Aires, Ernesto Santander, realizaron gestiones a favor de numerosos desaparecidos. A la vez, durante la visita de Jorge Rafael Videla a Caracas, en 1977, el presidente venezolano se valió de un memorando –que yo preparé junto con Tomás Eloy Martínez y otros argentinos exilados– y mostró al dictador su preocupación por las “aparentes” violaciones seriales de los derechos humanos en la Argentina.
Las vidas salvadas por tales gestiones fueron pocas, dada la magnitud de los crímenes cometidos por el régimen y la descentralización del aparato represivo.
Pérez, de cualquier manera, hizo todos los esfuerzos posibles para ayudar a la pacificación de la Argentina. Algunos lo acusaron de “doble estándar” porque, mientras condenaba las violaciones de los derechos humanos en el Cono Sur, restablecía relaciones con Cuba y mantenía vínculos estrechos con la Unión Soviética y China. Sus críticos presumían que a aquel social-demócrata sólo lo preocupaban los crímenes de la derecha.
Yo sentí que Pérez procuraba influir allí donde hubiera (o él creyese que había) posibilidad de tener algún efecto. Supuso que ése era el caso de la Argentina, y actuó en consecuencia.
No sólo por eso debe ser reconocido.
Promovió la cultura como nadie . La Fundación Gran Mariscal de Ayacucho, creada por él, becó a decenas de miles de estudiantes. Pérez creó, también, la Biblioteca Ayacucho, y confió la dirección literaria a un notorio desterrado uruguayo: Ángel Rama. Esa deslumbrante editorial pública imprimió obras precolombinas; documentos históricos, clásicos de las letras iberoamericanas y una colección de teatro rioplatense.
En materia económica, Pérez fue intervencionista . Nacionalizó el petróleo y el hierro; creó Petróleos de Venezuela (PDVSA) y prohibió el despido arbitrario.
Hay quienes, por desconocimiento, dicen que en su segundo gobierno (1989-1993) hizo un “giro al neoliberalismo”. El segundo fue distinto del primero, pero no por una mutación ideológica. El barril de petróleo que, a principios de los 80 costaba 54 dólares, a fines de los 90 había bajado a 11 dólares.
En su segundo mandato, Venezuela pasó a recibir 20 por ciento de lo que entraba una década antes. En esas condiciones, el ajuste no era un vuelco doctrinario; era una necesidad.
Las restricciones causaron, como era natural, que esto provocara el descontento social y el fracaso de la gestión.
Pérez sobrevivió a fallidos golpes de Estado, pero no a una decisión judicial que lo destituyó por presunta corrupción. Él, que había contribuido al derrocamiento de Somoza, apostaba a que Violeta Chamorro –más que Daniel Ortega— establecería en Nicaragua una democracia ortodoxa y estable. Empleó entonces fondos reservados de su gobierno, no en provecho personal sino para conceder apoyo financiero a Chamorro. Fue por eso que se la condenó.
En la Argentina, donde se ignora adónde van los fondos reservados –y se sospecha que no es a fortalecer democracia alguna– aquella condena habría resultado exótica.
Sin embargo, quienes sólo tienen “memoria final”, recuerdan la caída y borran sus luchas, su vocación progresista y el ardor con el que defendió los derechos humanos.

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