Demetrio Boresner
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A lo largo de la historia humana, el conflicto y el consenso han constituido un dúo inseparable. Hasta las guerras más vastas y trágicas han conllevado la disposición de los bandos enemigos de acordar treguas y de intentar negociaciones bajo ciertas circunstancias. Negociar (o “dialogar”) con el enemigo o adversario no debe ser considerado como señal de cobardía o deslealtad, mientras quede claro que el propósito no es la rendición sino la búsqueda de una paz equilibrada, con concesiones mutuas.
Toda lucha política se lleva a cabo ante los ojos de un vasto público espectador y crítico. Ante la opinión mediática o pública nacional –y sobre todo, internacional– queda en automática desventaja o minusvalía el que comience por decir “no” a un diálogo, como también el que se niegue a participar en procesos electorales, aunque estos sean de transparencia dudosa. Más recomendable –y universalmente reconocida– es la actitud de quienes aceptan ir a la mesa, aunque sea con reservas, y que se retiren de ella con dignidad cuando el otro bando se muestre intratable o evidentemente insincero. Hay que demostrar que la ruptura es culpa del “otro”.
Como lo señaló el líder israelí Yitzhak Rabin al acordar el proceso de paz con Yaser Arafat, “uno no negocia con amigos sino con enemigos”. También dijo que todo acuerdo suscrito con un enemigo o adversario debe conllevar la capacidad de “causarle agudo dolor” si incumple lo acordado. Ninguna posición negociadora o dialogante es sólida si no va respaldada por una eficaz fuerza persuasiva y/o disuasiva. Por ello, los que van a la mesa de negociación necesitan el respaldo contundente de otros que actúen en “la calle”.
Estas tres ideas –la honorabilidad del diálogo como tal, la importancia de la opinión pública mundial, y la necesidad de que la negociación tenga respaldo de fuerza “callejera”– parecen aplicarse plenamente a la actual situación venezolana. Ello debería estar claro para políticos responsables y expertos, y es preocupante que nuestra oposición democrática esté en peligro de fallar con respecto al tercero de estos factores. El principio de “hacer lo uno sin dejar de hacer lo otro” o de la “unidad de los contrarios” debería funcionar armoniosamente para hacer posible que los de la mesa y los de la calle se complementen en una dialéctica y efectiva estrategia conjunta de “diálogo con respaldo de fuerza”. La subjetividad desencadenada de algunos dirigentes y sus seguidores amenaza la estrategia mencionada y pone en peligro la unidad democrática y, con ello, el porvenir de Venezuela. Es de urgente necesidad que actúe una instancia de alta categoría moral para reconciliar a líderes de la mesa y de la calle y recordarles que tan necesarios son los unos como los otros, ya que objetivamente sus esfuerzos coinciden en la misma finalidad liberadora.
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