Elías Pino Iturrieta
El Nacional
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La crisis de desabastecimiento es ya un hecho incontrovertible, pero especialmente entre la clientela de la oposición. El equilibrio no se encuentra en el mercado. No hay mesura en los estantes. Ni con tarjeta electrónica aparece la paciencia. Se pierden las horas en las colas de las bodegas tras el empeño de encontrar cordura. O se ganan, según sea la orientación de los señores de la fila. Ni siquiera aparecen esos bienes en la lista de los productos regulados, mucho menos en el registro de las mercancías importadas, especialmente si provienen de ciertos conciliábulos establecidos en Miami. Pero a los usuarios no les falta Dios: hay otros productos en abundancia. Por ejemplo, la murmuración y la calumnia, cada vez más al alcance de la mano por la influencia de la prisa o por el consejo de intereses inconfesables. Nada de qué preocuparse, en todo caso, porque no se trata de reacciones inesperadas en situaciones de turbulencia. Son moneda corriente cuando se experimentan los desgarramientos de una división de la sociedad. ¿No existe esa división en la actualidad?
Tratar el tema es peligroso, porque se puede considerar que el opinador se erige como sujeto imperturbable y vanidoso que observa desde el palco las maromas suicidas del prójimo y se va a descansar en paz cuando termina la función mientras el resto del circo vive en la agonía. Por desdicha, la función no termina a una hora determinada de antemano, ni se pueden dejar de lado las angustias colectivas, ni pretende uno tener vara infalible para juzgar a los demás. La cosa es más complicada, realmente difícil de analizar, pero también oportuna para llamar la atención sobre su calidad necesariamente transitoria, sobre cómo tendrá que pasar algún día después de dejarnos los huesos molidos, la reputación trompicada y maltrecha la vida. Algo tendrá que salir, pensado cabalmente o como producto de la casualidad, para que lleguen vicisitudes nuevas y distintas.
Pero si lo sucedido tuvo importancia, si el futuro le pasa cuentas al pasado, es evidente que los hombres de la actualidad tendrán que enfrentarse mañana a las consecuencias de su conducta. No creo que se trate de una inquietud capaz de quitarles el sueño a los ciudadanos corrientes, a quienes no tuvieron oportunidad de tomar las grandes decisiones del lapso, sino a los líderes a los que correspondió lidiar con los sucesos desde la cúpula e influirlos con su presencia y desde su interés. No solo toparán con el tribunal del porvenir por su notoriedad, sino también porque fueron o quisieron ser responsables del rumbo que los hechos tomaron. Las pasiones pierden el fuelle, los huracanes se aquietan, la calma se sobrepone a la tempestad y entonces llega la hora de las facturas ineludibles. Se habla pomposamente del juicio de la historia, pero quizá resulte mejor hablar de la memoria de los ciudadanos corrientes que tenían puestas sus esperanzas en lo que sucedía e hicieron lo que pudieron para que se convirtieran en realidad. Ellos calcularán la estatura de esa dirigencia, ellos pesarán sus pequeñeces y sus aciertos, ellos darán la patada histórica.
Y ahora aterricemos. Aunque ingredientes propios de una situación proclive a la combustión, buena parte de las diferencias y de las asperezas aludidas al principio se deben al cálculo de algunos dirigentes de la oposición. Muchas de tales posiciones son compartidas por el pueblo, que no necesita que los líderes soplen desde sus reuniones herméticas para incrementar la candela, pero salta a la vista la existencia de maniobras divisionistas, encubiertas la mayoría, que no puede agradecer una sociedad a la cual interesa como materia de urgencia la terminación de una dictadura; que no se compadece, por ejemplo, con el esfuerzo llevado a cabo por los estudiantes en la búsqueda de un mejor destino. A esos estudiantes no les dará la posteridad una patada histórica, sino la obligación de una memoria agradecida hasta el infinito. Pero, para dejar la grandilocuencia a estas alturas, cuando el papel no da para más, se puede uno parar frente al espejo a imaginar que también los opinadores somos susceptibles de un puntapié olímpico.
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