martes, 30 de junio de 2015

¿LA REGOLFIZACION DE LAS RELACIONES COLOMBO-VENEZOLANAS?



 
 
 
 
 
 
 
 
 
Leandro Area
 
 
Desde 1989 hasta la llegada de Chávez al poder en 1999 e inclusive durante el primer año de su mandato mientras aprendía apenas a gatear en los farragosos caminos de la política no conspirativa ni golpista, las relaciones colombo-venezolanas vivirán el momento de mayor esplendor en toda su historia si por ello entendemos cooperación y agenda constructiva con participación de las comunidades involucradas. Hoy poco y pocos nos acordamos de ello perdiendo así nuestra capacidad para comparar y asombrarnos al entender lo mal que andamos en la actualidad también en ese aspecto.
En ese entonces parecía ya superada la vieja noción de “tensa calma” acuñada en los años 60 para caracterizar y definir nuestra relación con Colombia cuando surgió con fuerza y por primera vez lo que después sería un vicio común y  compulsivo: la archinombrada delimitación de las áreas marinas y submarinas al norte del golfo de Venezuela. El archipiélago de Los Monjes mereció en el pasado tratamiento singular y definitivo.
A través de la magia de la política y de su brazo más próximo y desarmado, la diplomacia, se logró desgolfizar, despretrolizar digamos, esa relación entre vecinos, “hermanos” los llamarían exageradamente algunos, dándole rango de primer orden a lo fronterizo y sacándolo así del limbo histórico en que se encontraba y en el que vuelve a estar. Dejó de ser lo vecinal pues, en esa década, aquél “Tercer País” del que hablaba Uslar Pietri y se le dio carácter de actor fundamental en la relación binacional, anteriormente también gobernada, exclusiva y exageradamente, desde y por el binomio Caracas-Bogotá.
En suma, al desgolfizar la relación, ésta se desmilitarizaba y  el elemento bélico, brazo armado de la política, ocupó y se ocupó de lo que le corresponde estrictamente dentro de la Constitución de los Estados democráticos, a saber: la seguridad y la defensa nacional.
Existía además una agenda internacional y regional de post guerra fría y de post dictadura en el continente, llena de optimismo y de cierto esplendor económico y comercial, y esperanza en que los valores de la democracia, la libertad y la justicia social podían prevalecer a través del diálogo, sobre guerras y conflictos. Dentro de ese marco más general es que habría que entender el gigantesco esfuerzo que realizaron Colombia y Venezuela luego de haber estado, dos años antes nada más, en 1987, al borde de una guerra.
Seguían los problemas fronterizos, cómo no. El contrabando, el secuestro, el aliviadero de la guerrilla y sus ataques dentro de territorio venezolano, el narcotráfico de allá más que el de acá, que de eso andábamos en pañales todavía, del hampa común siempre tan activa e imaginativa y la pobreza, que engendra y anida a todos los males anteriores. Pero en verdad, a pesar de esas crónicas realidades, se respiraban aires de progreso, de trabajo conjunto y de esperanzas en que aquellos sueños comunes, de tanto peso sobre nuestros hombros eran posibles y que con voluntad política se podían cristalizar.
Pero llegaron Chávez y Uribe y dentro de circunstancias históricas específicas dieron al traste con todo lo hecho anteriormente sin necesidad siquiera de sacar del clóset el tema de la delimitación de áreas marinas y submarinas, con la salvedad, sea dicho, de la hojarasca aquella que se levantó en 2007 con la supuesta propuesta de solución que Chávez anunciara en su Aló Presidente 292, desde Yaracuy, que dicen los malpensados, entre los cuales me encuentro, que era a cambio del permiso que Uribe le estaba otorgando para que sirviera como mediador en el conflicto entre el Estado colombiano y las FARC-EP. Los rasgos personales y psicológicos de ambos, las distancias ideológicas y de perspectiva política, sus acercamientos o lejanías con los Estados Unidos, su postura frente a la guerrilla colombiana, en fin, sus amigos y sus enemigos, mantuvieron en jaque esa relación otrora medianamente institucional ahora asunto estrictamente visceral.
Saliendo Uribe del gobierno, frustrado por no haber podido ser presidente una tercera vez, apareció Santos, su alumno más aventajado e implacable ministro de Defensa, que de buenas a primeras se reinventó una imagen y rompió con su progenitor y su ideario a través de aquella máxima según la cual en Chávez había descubierto a su mejor amigo. El Golfo seguía quieto.
Con el fallecimiento del ahora comandante eterno, aparece el ungido Nicolás Maduro y la relación entre ambos países entra en una barrena crítica que gradualmente nos ha traído al basurero en que se ha convertido hoy. De la agenda esperanzadora aquella que iniciaron Pérez y Barco, hace 26 años, ya no queda ni el recuerdo. Ahora lo que tenemos es que el conflicto bilateral ha ganado terreno y se ha militarizado progresivamente una relación que era en lo fundamental civil y democrática. Esto es natural dentro de una dictadura disimulada, ya casi nada, de democracia como  lo es el régimen venezolano. Frente a ello Colombia ha tenido que responder con guante de seda a los dislates del madurismo, tragándose todos los sapos posibles, para así evitar, entre otras cosas, que al gobierno venezolano, en su calidad de acompañante del proceso de paz, se le ocurra sabotear esas  negociaciones.
Colombia está a todas éstas atada de manos frente a los desmanes del gobierno venezolano que la chantajea. Santos,  al igual que frente a los desmanes de la guerrilla, ante el  gobierno venezolano calla, otorga, deja hacer, pasar, torea tanta afrenta, esquiva reclamar tanta deuda sin pagar o mal pagada, baja el tono frente a deportaciones de connacionales, a afirmaciones destempladas, a insultos, a culpabilizaciones, a supuestos magnicidios urdidos desde allá o en combinación con terceros, el eje Miami-Madrid-Bogotá. Y aún así y con todo el tema del golfo estaba quieto ahí, en remojo, en el cofre de los maniquíes dormidos.
Hoy el telón se abre y empieza la comedia. A meses de celebrarse unas elecciones parlamentarias que pintan más bien  de plebiscito frente a la gestión de Maduro, de manera sorpresiva y unilateral, se crean y activan unas Zonas Operativas de Defensa  Integral Marítima e Insular (ZODIMAIN) con las que se alborota un avispero en Guyana, en Colombia, aquí adentro y más allá, sacando a la luz nuevamente por ejemplo el viejo fantasma patriotero, militar, electoral, conflictivo y guerrerista de la delimitación pendiente con Colombia. Tal controversia existe y suponíamos que el tema se estaba manejado por aquellos a quienes institucionalmente les corresponde, que son las Comisiones Presidenciales de Negociación creadas y vigentes desde 1990. Que no se puede, en todo caso, a la torera y unilateralmente fijar límites sobre áreas en litigio sin el consentimiento del vecino, que para eso están los mecanismos diplomáticos establecidos por el Derecho internacional.
Se han encendido otra vez las alarmas en la relación colombo-venezolana. Se redactan notas de protesta, se bautiza el nuevo ministro de Defensa colombiano con una visita a la Guajira, los opinadores cargamos nuestras plumas, se desempolva el viejo diccionario de los insultos, frases y coletillas que creíamos ya olvidadas o superadas tras más de medio siglo conversando sobre lo mismo, que sin llegar a conclusiones definitivas nos ha evitado el llegadero de una guerra ¿Y les parece poco?
¿Qué será lo que está en juego hoy? ¿La militarización de las relaciones colombo-venezolanas, la aparición de una nueva agenda, ya no global, sino punto por punto, golfizada, crispada, peligrosa y sin la intervención posible de terceros, bomba de tiempo? ¿O será tan solo un trapo rojo  con fines de auxilio electoral frente al descalabro del sistema chavista y que se desvanecerá una vez realizadas las elecciones de diciembre?
Lo cierto es que el Golfo de Venezuela ha servido de mercancía geopolítica para demasiadas aventuras. La de Chávez lo fue. En el caso de Maduro, no sé.
 
Leandro Area

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