ANIBAL ROMERO
El día de mañana, jueves 18 de junio, se cumplirá el bicentenario de la batalla de Waterloo, evento que selló la derrota definitiva de Napoleón. Tal resultado abrió las puertas al Congreso de Viena ese mismo año, un encuentro singular tanto por sus orígenes como por sus consecuencias, en el que las potencias vencedoras y la nueva Francia borbónica construyeron una estructura de paz que en lo fundamental duró un siglo, hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914.
La historia de la batalla de Waterloo y sus antecedentes inmediatos es bien conocida. Habiendo escapado de su exilio forzoso en la isla de Elba, Napoleón desembarcó en Francia y reconquistó el poder, inaugurando el breve período conocido como “los cien días” hasta el choque militar de Waterloo, lugar ubicado en la actual Bélgica. Esos 3 meses exigieron un último y extremo esfuerzo de parte de una Francia agotada luego de 25 años de guerras casi incesantes, que empezaron desde la Revolución de 1789.
Lo más asombroso no fue realmente que lo que restaba del notable carisma napoleónico hubiese extraído esas llamas finales de energía, de las mismas entrañas de un pueblo cansado y ansioso de paz. Lo verdaderamente sorprendente es que la victoria en Waterloo fue lograda a duras penas por parte de la coalición de británicos y prusianos. Como lo comentó el duque de Wellington, jefe de las fuerzas británicas, una vez que se produjo la derrota militar francesa, la batalla de Waterloo se decidió por escaso margen y las cosas hubiesen podido con facilidad marchar de otra manera. Todo lo cual sugiere que la mera presencia personal de Napoleón en el campo de batalla proporcionaba un estímulo intangible pero muy poderoso a los contingentes franceses.
Sin embargo, creo que puede afirmarse con bastante seguridad que, aun si hubiese triunfado en esa ocasión postrera, Napoleón hubiese ciertamente ganado otra batalla pero casi inexorablemente habría perdido una nueva guerra general. Ya Europa entera estaba decidida de manera irrevocable a ponerle fin a su figura política y a las ambiciones imperiales de Francia. Tanto Inglaterra como Prusia, Austria-Hungría y Rusia, las grandes potencias conservadoras del momento, habían aprendido a lo largo de severas pruebas militares y políticas que era imposible contener a Napoleón dentro de una estructura de equilibrios. La esencia de la fuerza napoleónica era la desmesura y su dinámica la guerra. No había forma de negociar una paz estable con un fenómeno radical, que por definición escapaba a los contornos de la ortodoxia política y las prácticas diplomáticas anteriores a la Revolución Francesa.
Millones de muertos poblaban las tierras de Europa y millones de franceses se juntaban a los cadáveres de sus enemigos. Las enormes fuerzas históricas desatadas por el proceso revolucionario francés, y luego canalizadas a través de la sobresaliente y excepcional personalidad de Napoleón, ya se habían desgastado; las llamas estaban extinguiéndose y para 1815 quedaba solo un breve impulso destinado a consumirse sin retorno. Francia estaba exhausta, y dice Stefan Zweig en su estupenda biografía sobre Joseph Fouché, que para el momento en que Napoleón retornó a París y comenzó otro reclutamiento de lo que quedaba de la juventud francesa para otra batalla y otra guerra, comenzaron a aparecer pasquines clandestinos en la ciudad, que se mofaban cruelmente del empeño bélico del emperador.
Uno de esos pasquines, citado por Zweig, decretaba en nombre de Napoleón: “Artículo I. Habrán de serme entregadas trescientas mil víctimas al año para nuevas batallas. Artículo II. En caso necesario elevaré esta cifra a tres millones. Artículo III. Todas estas víctimas me serán enviadas por correo para la gran carnicería”. La burla no podía ocultar el sentimiento de fatiga, hastío y exasperación de un pueblo desangrado, que al igual que el resto de Europa deseaba recobrar un tiempo de tranquilidad y dedicarse a sus actividades privadas, luego de las tormentas experimentadas por más de dos décadas.
Lo que en particular me llama la atención del fenómeno napoleónico es, como ya apunté antes, la carencia de un sentido de las proporciones, la ausencia de mesura por parte de un personaje que no contento con haber sacudido todos los cimientos de la política internacional de su época, y adquirido sobre el continente europeo de ese entonces un dominio supremo, no fue jamás capaz de detenerse, de conformarse, de dedicarse exclusivamente a una tarea de construcción y poner un límite a sus conquistas militares.
Es evidente que la Gran Bretaña siempre se interpuso a sus designios, y el bloqueo naval trastornó de modo implacable los ambiciosos proyectos napoleónicos. A su vez y paradójicamente, la intransigencia británica condujo a Napoleón –como en forma análoga ocurrió con Hitler tiempo más tarde– a buscar una excusa para la invasión a Rusia en 1812, confrontación que junto a la guerra en España constituyó el mayor de los desatinos del emperador francés en lo militar y lo político. La invasión napoleónica a Rusia, inmortalizada por Tolstoi en su novela La guerra y la paz, fue un desastre sin precedentes, una catástrofe como pocas en la historia de la guerra hasta ese momento.
Personajes como Napoleón y Hitler, sin pretender desde luego igualarles en todos los aspectos, ponen de manifiesto una dinámica que empuja a violentar lo que el gran Carl Von Clausewitz llamó “el punto culminante de la victoria”, concepto que tiene un significado estratégico y también filosófico, pues se refiere a la aptitud para saber detenerse en la guerra, para trazar una línea roja y no traspasarla, para concebir unos límites políticos y éticos y respetarles. Este tipo de personajes de aspiraciones ilimitadas, como Napoleón y Hitler, se diferencian nítidamente de otros, como, por ejemplo, los emperadores Augusto y Adriano en la Roma antigua, y estadistas como Metternich y Bismarck en tiempos no tan lejanos, que supieron medir con sensatez y mesura el ámbito de la acción exitosa, con base en una comprensión más sensata del curso de la historia calibrado en dimensión humana.
Precisamente en esa extraordinaria obra épica que es La guerra y la paz, Tolstoi dibuja un marcado contraste entre Napoleón, de un lado, y de otro el jefe de las fuerzas rusas, el príncipe y mariscal de campo Mijail Kutuzov. La novela de Tolstoi es magnífica y merece una lectura atenta y cuidadosa. Pero además de la hermosa historia de Natalia Rostova, de la digna y trágica figura del príncipe Andrés Bolkonski, de la vitalidad de tantos otros personajes y escenas, se destaca a mi parecer el retrato de Kutuzov, que posiblemente fue trazado por Tolstoi en función de sus diferencias de temperamento, visión del mundo y modo de actuar con relación a Napoleón.
Kutuzov personifica la humildad ante el misterio de la vida y el curso de los acontecimientos históricos. De hecho, Kutuzov encarna la filosofía de la historia que Tolstoi esboza en el epílogo a la obra, en el que argumenta que las más de las veces, y en no poca medida, los seres humanos no controlamos sino una mínima parte del complejo proceso histórico del que formamos parte, y que aun esa mínima parte está sujeta a una significativa dosis de azar e incertidumbre, así como, según el gran escritor ruso, a los designios divinos. En otras palabras, con Kutuzov, Tolstoi intenta transmitir una lección de humildad bien entendida, de comprensión de nuestras limitaciones y de prudencia ante los desafíos, con frecuencia demasiado complejos y compuestos de múltiples e inmanejables variables, que causan los vaivenes de la historia.
Napoleón logró inmensas hazañas a enorme costo. Más allá de la imagen heroica en torno a su carrera, algunos todavía pretenden reivindicarle como una especie de pionero de la unificación de Europa. No creo que, para mencionar un caso, los rusos de hoy y de ayer estarían de acuerdo con semejante perspectiva de las cosas.
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