Alberto Barrera Tyszka
Visto con cierta distancia, todo el manejo oficial de la visita de Felipe González al país resultó francamente pueril. Por no decir descaradamente culillúo e infantil. No puede ser que una revolución que se autopromociona con tanta pompa guerrillera, con tanto tono de combate y con tanta amenaza de lucha frontal, termine volviéndose agüita, insulto ladeado, descalificación trapera y silencio, ante la presencia de una figura política internacional. Porque, para bien o para mal, el expresidente español sigue siendo una referencia en el planeta. Y a estas alturas luce un poco absurdo que el socialismo del siglo XXI declare persona non grata a un líder del socialismo mundial. La jugada es un error. Más que definir a González, define al gobierno.
El desproporcionado esfuerzo oficial por desacreditar a cualquier probable adversario ha adquirido, en esta ocasión, una dimensión ridícula. Que todos los altos funcionarios se hayan dedicado a confrontar la visita, que varias instituciones supuestamente imparciales y de servicio público hayan participado en la campaña, que hasta el Tribunal Supremo de Justicia se haya pronunciado en contra del exmandatario español… no es una victoria. Por el contrario, ofrece un retrato de una élite patética, sin dirección política clara, cuya única alternativa parece ser siempre la misma: improvisar una guerra.
El oficialismo no ha comprendido que la satanización no es un recurso infinito. Los métodos también envejecen. Se gastan. El auditorio no puede ver eternamente el mismo procedimiento narrativo y seguir sorprendiéndose como si estuviera ante una fabulosa novedad. La fábrica bolivariana de pasados tenebrosos se está agotando. De manera instantánea, los hijos de Chávez nos demostraron que Chávez fue un tonto o un cínico, que jamás se dio cuenta de que Felipe González era un canalla, terrorista, mafioso, corrupto, pro franquista, asesino… o que, aun sabiendo todo eso, no le importó y lo invitó al Palacio de Miraflores. ¿De qué pudo conversar durante más de cinco horas con ese monstruo? Es una reacción muy simple.
Es una reacción muy simple. Ahora resulta que, repentinamente, acaban de descubrir un cofre secreto que contiene un expediente, también secreto, que muestra la oscura y siniestra trayectoria de Felipe González. Y como chiquillos salen aullando a acusarlo. Pero no tienen las esféricas para encararlo de frente, de manera directa. Por eso presenciamos, entonces, las niñerías más insólitas de toda la semana: los tuitazos.
Que me perdonen los compatriotas afectos al chavismo, pero esto de ver a los líderes de la revolución organizando batallas en las redes sociales me parece una cursilería edulcorada, una bobería galáctica, un platanazo con mayúsculas. Ellos, que son tan duros y feroces por Twitter, ¿acaso no son los mismos que callaron ante las toneladas de comida podrida? ¿No son los mismos que guardan un discretísimo silencio ante todas las denuncias de corrupción? ¿Por qué no organizan un tuitazo para exigirle a Maduro que, por fin, diga los nombres de las empresas de maletín que le robaron miles de millones de dólares al pueblo?
Cuando se leen esos mensajes, tan llenos de valor y de furia, casi como si estuvieran escritos desde la Sierra Maestra, cualquiera también se pregunta por su contraparte, por sus silencios. ¿Por qué se niegan a hablar de los problemas del país? ¿Por qué ocultan y disfrazan la represión y la censura? ¿Por qué no comentan sobre el implicado en la masacre de Yumare que tenía carnet del Sebin y era escolta de un ministro? ¿Por qué no quieren debatir el informe de Provea sobre los derechos humanos?
El gobierno ha encontrado su épica en Twitter. La defensa de la patria cabe en 140 caracteres. En realidad, son expertos en la guerra de generación celular, la que se desarrolla en el teclado de los teléfonos móviles. El oficialismo está lleno de héroes virtuales. Es el Alto Mando del tuitearismo del siglo XXI. Lo de rodilla en tierra solo es una metáfora. Ellos hacen la revolución con la punta de los dedos
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