sábado, 19 de marzo de 2016

CON  LA MANO EN EL CORAZÓN

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      JAVIER CERCAS


Esto no es un artículo ad hominem. Un artículo ad hominem no está escrito para atacar un argumento sino a una persona, y no hay nada más vil que eso. Pero, quizá porque la mala fe podría interpretarlo como un artículo ad hominem, yo he tardado casi tres años en resolverme a escribirlo. Me disculpo: fue un paréntesis pusilánime.
La historia que contaré es doble. Yo sitúo la primera parte hacia la segunda mitad de 1979, todavía durante la Transición. Antes de continuar debo decir que en política casi siempre he sido lo peor que se puede ser, lo más soso y aburrido –un maldito socialdemócrata, un puñetero liberal de izquierdas–, pero por entonces, con 17 años, iba de ácrata, revolucionario y contracultural. Aquella tarde asistí a una conferencia de Xavier Rubert de Ventós en Girona. Aunque a esa edad yo sólo había leído, de sus escritos, El arte ensimismado y artículos sueltos aquí y allá, Rubert ya era para mí una rock-star del pensamiento (ahora recuerdo que, de camino hacia el evento, le vi a través de la puerta del bar Los Claveles, y me quedé un rato allí, al acecho, mirándole comerse unos calamares a la romana).
La conferencia no me decepcionó. El filósofo habló de política y, 35 años después de escucharle, aún puedo reproducir, si no sus palabras, sí el sentido de sus palabras. Rubert vino a decir, con su estilo nervioso, irónico y provocador, que, en democracia, la política no debe ser épica ni sentimental sino aburrida y sosa, que hay que dejar la épica y los sentimientos para el arte y la vida privada, que la política es prosa y no poesía, que la tarea del político no consiste en intentar traer el cielo a la tierra sino sólo en mejorar la tierra –en esa humildad estriba su grandeza–, que el político no debe prometer la felicidad: debe conformarse con facilitar las condiciones para que cada uno la busque por su cuenta.
Cuando Rubert terminó de hablar, se hizo un silencio pétreo en la sala; lo rompió el escritor Antoni Puigvert –entonces, me temo, un muchacho casi tan ingenuo como yo–, quien lamentó, desolado, que Rubert quisiera arrebatarle la emoción a la política, dejarnos a todos sin utopía. “Mira, chaval”, vino a responderle Rubert, “a mí lo que me emociona es ver al alcalde de Barcelona peleándose para que todas las viejecitas de la ciudad puedan usar a un precio ridículo el transporte público. Eso es la política”. La verdad: salí eufóricodespreciando las abstracciones sentimentales y narcisistas y convencido de la sensatez heroica del empeño en mejorar la vida minúscula de gente concreta.
Esa es la primera parte de la historia; la segunda ocurrió hace poco, en septiembre de 2012, justo al inicio del llamado proceso soberanista catalán, cuando un grupo de independentistas organizó frente al palacio de la Generalitat un acto de adhesión a Artur Mas a su vuelta de una reunión fracasada con Rajoy y antes de que convocase las elecciones que debían conducirnos al firmamento de la independencia. Para entonces, tras algunos vaivenes políticos, Rubert era ya el principal teórico del independentismo, un independentismo en teoría laico y práctico, desprovisto de la ganga romántica y sentimental del viejo nacionalismo. Digo en teoría porque, según recogieron muchas televisiones, allí estaba Rubert aquel día, en primera fila, rodeado de cortesanos, con la mano en el corazón, con una sonrisa de emocionada gratitud y casi con lágrimas en los ojos, después de cantar Els segadors, mientras todos aplaudían al líder carismático.
Fue un día tristísimo. Durante años he pensado que lo fue porque estaba viendo a una rock-star de mi adolescencia incurriendo en el mismo error del que él nos había librado cuando era joven y estaba lleno de inteligencia y vitalidad; ahora sé que no es así: ahora sé que estaba triste por mí, por la gente de mi quinta, porque comprendí que ahora nos iba a tocar a nosotros explicarles a los chavales la verdad –que el cielo no existe, que las utopías siempre traen el infierno, que la política es prosa y no poesía, razón y no sentimiento, que lo esencial no son los grandes ideales sino la minúscula gente concreta–, y sobre todo estaba triste porque comprendí que, por mucho que nos esforzásemos, ninguno de nosotros sería capaz de explicarlo mejor de lo que 35 años atrás lo explicaba Rubert.

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