miércoles, 16 de marzo de 2016

DE VICTORIAS Y DERROTAS

         Leandro Area

Sobre victorias y derrotas, que en traducción universal resultan ser casi siempre sinónimos estrafalarios de éxitos y fracasos, quiero dejar por escrito en este espacio utilizando la tiza que me facilita su clemencia para borrar y perdonarme si me equivoco. Sobre ellas pienso murmurar, discurrir y proponer. Espero llegar a alguna parte.

Intentar definirlas es ya de por sí  un hecho controversial y laborioso. Clasificarlas es aventura absurda, casi que mórbida, pero dejar de pensar en ellas es al mismo tiempo improbable. “Ser o no ser”, que vendría a representar uno de sus binomios comparativo de parentesco preferido y tradicional, análogo potencial aunque insatisfactorio, no tiene tampoco límites precisos que pudieran ayudarnos en nuestra empresa definitoria pues es tal de inmensa y elusiva su territorialidad que muchas veces la existencia humana se encuentra adherida de manera implacable a sus designios sin nosotros poder ser sino testigos. De asuntos de esa índole estamos pues hablando. Casi que exagerando, del destino. Más complicado aún si se piensa que se pudiera ser y no ser al mismo tiempo, victorias y derrotas complementarias y no necesariamente excluyentes, cambiando profundamente las reglas de ese juego o tragedia en su versión clásica, dándole primacía ahora al estar sobre el cansado y moral ser aquel de Shakespeare.

En adición de complejidades, que las hay para todos los gustos, imagino que ya antes de nacer existen células o mecanismos especialísimos que nos advierten de la existencia de sus microscópicos laberintos. Ya viven de antemano y si no se les inventa de tal forma que alcanzan hasta para paladares insaciables o exóticos, por urgentes o retorcidos  que estos sean.

 Para colmo, no hay quien de buenas a primeras se salve de sus abrazadoras llamaradas que aunque tú no las busques, ellas te encontraran. Solo el ejercicio inhumano de la más absoluta abstinencia y abandono, que son terror y olvido de uno mismo, camino de la trascendencia arguyen, nos liberaría, supongo, de su absorbente energía esclavizadora. Unas y otras son alimentos vitales y venenosos, mercancías escabrosas, que componen el mercado de nuestras elevaciones y vergüenzas que se resumen en el menú infinito de lo divino y lo monstruoso, en todos sus matices, de lo que vamos siendo y haciendo, mientras andamos de paso por la vida.

Las hay, agrego, para todos aquellos que se las gozan o padecen, directa o indirectamente, miran o admiran, pues no hay envidia que no consiga presa ni interés que no encuentre negocio, que hasta la guerra vende, ni se diga la muerte. Es tal su variedad, que no hay punto cardinal que allí no se consuma y coincida, pues pareciera que la vida transcurre entre ambos paralelos. Los almanaques de la historia tienen todos sus días marcados con la tinta indeleble de sus ocurrencias, reales o ficticias, que hasta el nacimiento de algún Santo o Beato, queda allí registrado en interés de alguien.

Las victorias vuelan hacia arriba mientras que las derrotas descienden a los infiernos del Dante, por ejemplo. No es lo mismo un descalabro militar que una victoria política o viceversa, sobre todo y más allá de lo evidente, por las fechas, el momento, las circunstancias y las implicaciones de las mismas; por el ámbito vital de su ocurrencia. Por ello es que sobran las dudas para escoger el instrumento para medir su impacto y significaciones.

Existen siempre al menos dos versiones distintas sobre los hechos que las componen y sobre sus cronologías específicas, actores, lugares y repercusiones. Nadie tiene el monopolio de su verdad porque ninguna es cierta de un todo y por completo. Todo depende de quién cuente lo acontecido y tantas veces lo manipule al antojo del poder. Las derrotas son huérfanas, íngrimas y feas, nadie quiere retratarse con ellas, mientras que a las victorias les sobran los pretendientes; son bellas y distantes, se hacen acompañar por chaperonas y andar con ellas es siempre muy chic.

En buena parte de los casos a los principales actores involucrados en su trama se les ha convertido en iconos, arquetipos, hitos de la humanidad, tesoros ejemplares de lo que se debe o no hacer, de lo bueno y de lo malo, de lo bello y de lo horrible, de la sabiduría y la compasión o de la maldad y la vergüenza, humanas todas ellas.
Es de hacer notar que los motivos, indumentarias y perfiles de héroes y villanos han ido transformándose a lo largo del tiempo. De lo sublime hemos pasado en nuestra gelatina histórica a lo impensable, de los gloriosos en la acción a los corruptos, de los filósofos y otros exploradores de la verdad a los que adoran dar golpes de Estado u otras tropelías semejantes, de un buen gobernante a un narcotraficante. Los escenarios también han evolucionado y así hemos pasado de los campos de batalla a las alfombras rojas, de las democracias a una llamada telefónica, de una carta de amor que nunca llega a un frigorífico tuit apuradito de 140 caracteres y no más.

En cuanto a la duración y efectos especiales, hay también para todos los instrumentos que tienen como hobby medir el tiempo. Las victorias parecen durar menos que las derrotas, las  primeras son como la champaña o el perfume exquisito y las segundas como las interminables esperas en el consultorio de un dentista. Ello puede deberse a que las derrotas son difíciles de digerir, constituyen plato pesado, picante, grasoso, de lento y doloroso reconocimiento. Los triunfos por su parte son como los caramelos: engordan, provocan risa, contentura y descuidos, lamentables a veces.

Las victorias, ellas, son además expresivas, hacia afuera, cariñosas, encuentran amigos a más no poder y por doquier hasta que dure lo ganado, aunque la verdad sea dicha no poseen la intensidad pasional de las derrotas. El que vence es botarate, brinca, habla de más, celebra, abre las puertas y ventanas, derrocha plenitud a manos excesivas y corre el muy habitual riesgo de dormirse en sus propios laureles y chinchorros que es igual a sufrir del síndrome de la “etapa superada”, en el cual el pensamiento y la acción, en solitario, en pareja  y hasta en grupo, tienden a desgonzarse cual los resortes que le sirvieron paradójicamente  para tomar definitivo impulso. Al contrario, el derrotado es ahorrativo, íntimo, intestino, persistente, no olvida, insiste a veces; guarda lo suyo en la caja fuerte de los infortunios imborrables hasta nunca jamás. Las derrotas no se reparten, de allí provienen los odios históricos, las venganzas tenaces, los rencores y dogmas, las fantasmagorías.

Conste también que para estos espectáculos hay público del más diverso origen y condición, y tenemos a los que prefieren a los ganadores aunque haya a la par los que suspiran por los derrotados; se complementan con ellos en su papel de padre o madre o hijo sustituto, o quién sabe. Pero en ambos casos hay adeptos persistentes y si no que lo digan la realidad, la literatura, la ópera o el cine, los amores y las distancias imborrables convertidas en emoción y para siempre, la poesía. En esas geografías no hay lágrima que no encuentre pañuelo forastero ni sonrisa que no se refleje en el espejo de otro.

Maestras en el difícil arte de vivir, victorias y derrotas deberían servirnos de enseñanza compañera y de guía para entender que la vida es más que la resta de sus partes.

Leandro Area

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