IBSEN MARTINEZ
La pregunta no es ociosa si se piensa que la sequía de petrodólares que ha agravado las vicisitudes de los venezolanos bajo el desgobierno de Maduro ha llevado a la satrapía militar venezolana —y a su rehén, Maduro— a mirar con avidez hacia la región aurífera del sureste del país.
El territorio donde ha ocurrido la masacre se extiende al sur del soberbio Orinoco. Sus reservas se estiman en unas 7.000 toneladas de oro. Con un precio internacional que rebasa los 1.000 dólares la onza, dichas reservas tienen hoy día el sumamente realizable valor de más de 200.000 millones de dólares.
Otro decreto ilegal de Maduro llama, pomposamente, Arco Minero del Orinoco a una extensión de unos 111.000 kilómetros cuadrados, equivalente al 12,2% del territorio nacional. Esta región es la que el paladín de la soberanía socialista sobre las riquezas naturales del país ha sacado desembozadamente a la venta. Maduro ya habla de más de 150 empresas chinas, y algunas canadienses, filiales a su vez de consorcios sudafricanos, dispuestas a ir al sureste venezolano con sus retroexcavadoras, sus expertos dinamiteros y sus laboratorios de campaña a extraer no solo el oro, sino también el coltán, el metal más valioso del planeta y que tanto abunda en la región.
El obstáculo que inhibe a las empresas mineras chinas y canadienses está en las sanguinarias bandas armadas que, al igual que en otras muchas regiones del país donde el Estado venezolano ha abdicado de sus funciones, disputan la explotación minera al mismísimo general Francisco Rangel Gómez, gobernador del Estado de Bolívar y, de facto, señor feudal de un vasto territorio en el que la bancarrota de la pujante siderurgia de antaño y la minería informal de hogaño han desatado, desde hace lustros, violentas guerras entre bandas que, en la mejor tradición mafiosa, son aquí llamadas “sindicatos”.
El Estado de Bolívar ha sido, obviamente por su condición minera, una de las zonas más violentas del país desde los tiempos en que Sir Walter Raleigh dio en encontrar El Dorado, en las postrimerías del siglo XVII.
La masacre de Tumeremo, atribuida a la pugna entre bandas por el control territorial de las llamadas bullas de oro, se suma a más de 21 matanzas ocurridas solamente en los últimos cinco años. Las bandas, toleradas por la Guardia Nacional, actúan a menudo en abierta colusión con esta.
La actividad minera ilegal ha experimentado un auge tan descontrolado que llega al salvajismo desde que el Estado chavista se concentró en saquear el negocio primordial del país: el petróleo. La masacre de los garimpeiros —voz que nos vino del Brasil—, algunos de ellos mutilados con motosierras luego de ser asesinados, fue inicialmente despachada por el general Rangel Gómez como una engañifa “mediática” de la oposición. Los perpetradores, sin embargo, son miembros de una conocida banda, liderada por un maleante apodado El Topo.
El decreto del Arco Minero, considerado inconstitucional por los expertos, se añade a la inopinada creación de Camimpeg, empresa militar para la explotación petrolera y minera, dirigida por el ministro de la Defensa, Vladimir Padrino López.
Así pues, son generales del Alto Mando militar los novísimos garimpeiros de la Guayana venezolana. Pero tendrán que vérselas primero con bandas como la de El Topo si aspiran a explotar a sus anchas la enorme riqueza aurífera del país.
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