MARC BASSETS
EL PAÍS
El presidente Barack Obama se siente cómodo en América Latina. Es una de las pocas regiones donde puede moldear su legado sin el obstáculo de la violencia terrorista, las tensiones geopolíticas ni las injerencias de otras potencias. Diez meses antes de abandonar el cargo, viaja a Cuba y Argentina, entre el 20 y el 25 de marzo. Obama quiere consolidar la reconciliación con el antiguo patio trasero donde, durante décadas, se ha visto a Estados Unidos con recelo, si no odio. El legado es frágil. El espectro de Donald Trump, el magnate que aspira a la Casa Blanca con un mensaje nacionalista y xenófobo, sobrevuela el viaje.
Obama constata, al final de su presidencia, que las guerras de Oriente Próximo tienen difícil remedio. El giro hacia Asia, que al llegar al poder, en 2009, era la prioridad, ha quedado a medias. El presidente de EE UU, nacido en Hawái y criado en Indonesia, nunca ha sentido una conexión emocional con Europa, y en estos años de crisis económicas y cierre de fronteras, a veces Europa es para él más una molestia que un aliado fiable. En América Latina, en cambio, Obama parece que juegue en campo propio. Aquí puede poner a prueba su doctrina de política exterior, basada en la diplomacia y el multilateralismo, y en la voluntad de dialogar incluso con regímenes adversos y admitir errores del pasado.
Desde el principio de la presidencia, Obama intentó desactivar el antiamericanismo, seña identidad de cierta izquierda latinoamericana. Evitó caer en las provocaciones de líderes como el venezolano Hugo Chávez y multiplicó los gestos de admisión de los pecados estadounidenses, desde guerras sucias a intentos de golpe de estado.
Cuba es el ejemplo más refinado de la política de diálogo con viejos enemigos —la otra es el acuerdo nuclear con Irán— y, a la vez, el nudo que, al deshacerse, permite reconfigurar la posición de EE UU en todo el continente.
“Es difícil exagerar la importancia y el papel de Cuba”, dice Michael Shifter, presidente del Diálogo Inter-Americano, principal laboratorio de ideas sobre las Américas en Washington. El restablecimiento de las relaciones diplomáticas, en 2015, puso fin a más de medio siglo de rivalidad. “Toda la región se ve desde otra óptica”, añade Shifter. La tesis de la Casa Blanca es que el deshielo con Cuba elimina un obstáculo que impedía otros avances en América Latina. Cuando un Castro, símbolo de la oposición más vehemente a la primera potencia, recibe con honores al presidente de EE UU en La Habana, como ocurrirá estos días, el espantajo del imperialismo yanqui se desmorona.
Después de la visita a La Habana, Obama volará el martes a Buenos Aires.
“Hay algo que une ambos viajes, y es la voluntad de normalizar unas relaciones que no eran tan buenas. Obviamente con Cuba eran muchos más años”, dice Shifter. “Con Argentina las relaciones bajo los Kirchner no fueron buenas”. Entre Néstor Kirchner y su viuda, Cristina Fernández, la misma familia gobernó este país entre 2003 y 2015, hasta la victoria de Mauricio Macri el pasado noviembre. La Administración Obama ve en Macri la oportunidad de abrir una nueva etapa en la relación bilateral y sumar un aliado de peso, miembro del G-20 y potencia regional.
El anuncio, previsto en Buenos Aires, de la desclasificación de documentos sobre el papel de EE UU en la dictadura argentina, conecta con el deseo de asumir los errores de la Guerra Fría y pasar página, de cerrar páginas dolorosas. Este ha sido un motivo recurrente de la presidencia de Obama, no sólo en América Latina.
La Casa Blanca cree que 2016 es el año del reposicionamiento de EE UU en el continente.
“Más allá de este viaje y de la apertura hacia Cuba y de la relación con Argentina, tenemos el proceso de paz en Colombia, que podría acabar con la guerra civil más larga del mundo”, dijo, en vísperas del viaje, Mark Feierstein, responsable del Hemisferio Occidental en el Consejo de Seguridad Nacional. EE UU apoya las negociaciones entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC que puede acabar con otra guerra heredada de la Guerra Fría. Feierstein incluyó, en la nueva política americana de Washington, la ayuda estadounidense a Centroamérica y la renovada conexión con el Canadá del nuevo primer ministro, Justin Trudeau.
Por primera vez en décadas, quizá en la historia, un presidente de EE UU podría pasearse hoy por toda América Latina —incluso por países con los que la relación es más complicada, como Venezuela— sin ser recibido con hostilidad. Pero este legado está ligado a la figura del demócrata Obama y a su visión del mundo. No es seguro que perdure después.
Una victoria de Trump en las elecciones presidenciales de noviembre amenazaría el legado. Trump se ha convertido en el favorito del Partido Republicano con un mensaje proteccionista y una retórica xenófoba. En ambos casos, el blanco de sus ataques son países o ciudadanos latinoamericanos. Trump encara la caricatura del estadounidense fanfarrón, que confirma los peores prejuicios del antiamericanismo, y al mismo tiempo un tipo de político, paradójicamente, que evoca tradiciones caudillistas latinoamericanas: machista, fanfarrón y autoritario.
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