jueves, 31 de marzo de 2016

El chavismo sin Chávez. La deriva de un populismo sin carisma

NELLY ARENAS

 NUEVA SOCIEDAD


Antes de su fallecimiento, en marzo de 2013, Hugo Chávez nombró a Nicolás Maduro como su sucesor y heredero de su legado. De origen popular, este ex-sindicalista y canciller no logró, sin embargo, reproducir el liderazgo carismático del Comandante, y el proceso bolivariano, en el contexto de la caída de los precios del petróleo, se deterioró de manera significativa. El último escalón de ese deterioro se produjo el 6 de diciembre de 2015, cuando el oficialismo fue derrotado ampliamente por la opositora Mesa de Unidad Democrática, que pasó a controlar la Asamblea Nacional.
No todo liderazgo carismático es necesariamente populista, pero los liderazgos populistas son casi siempre carismáticos. Por su forma de apelar al pueblo, prometiendo la salvación, el populismo requiere de una jefatura extraordinaria capaz de encarnar esa promesa. Aunque la relación entre populismo y carisma no ha sido trabajada suficientemente, por lo general las aproximaciones al populismo incorporan el carisma como característica regular. Esa asociación entre ambos fenómenos se entiende mejor cuando constatamos que, para el populismo, el orden político no es asumido como producto de un vínculo racional-legal, sino como derivado de un «orden revelado», según ha puesto de manifiesto Loris Zanatta, quien ha intentado establecer la conexión entre el populismo y el ethos religioso1. El carisma, esa cualidad extraterrenal que, según Max Weber, permite al líder que lo posea ser percibido como enviado de Dios, viabiliza la ruptura populista. En el caso venezolano, el liderazgo de Hugo Chávez, provisto de un extraordinario carisma, impulsó tal ruptura2. El inicio y el curso de la Revolución Bolivariana son tributarios de ese liderazgo. Una vez desaparecido su portador, el proyecto se ha enfrentado a la necesidad de mantenerse de la mano de un sucesor, designado por el mismo Chávez antes de su fallecimiento. El escogido, Nicolás Maduro, está lejos de portar esa gracia que los prosélitos reconocen y corroboran, lo que otorga legitimidad a la autoridad carismática. Teniendo como respaldo las contribuciones weberianas en la materia, este artículo se propone indagar sobre el tipo de populismo que encarna el presidente venezolano, así como sobre los costos que parecería tener para la Revolución Bolivariana una dirección política con poco ascendiente sobre las masas. El interrogante clave es si un populismo desprovisto de carisma, como el que personifica Maduro, es capaz de mantener en pie el tinglado, material e ideológico, sobre el que descansa el proyecto socialista erigido por Chávez.
Chávez: populismo y carisma
Si algún líder latinoamericano de última generación encajó cómodamente en los moldes de un populismo anclado en el carisma, ese fue Chávez, quien logró revitalizar la práctica política populista a través de un discurso fuertemente emocional.
Siguiendo a Carlos de la Torre, convenimos en que el populismo es «una estrategia para llegar al poder y gobernar basada en un discurso maniqueo que polariza la sociedad en dos campos antagónicos: el pueblo contra la oligarquía»3. Como escribió Ernesto Laclau, para que se produzca una «ruptura populista», es necesario que un conjunto de demandas sociales diferenciadas e insatisfechas alcancen un «momento equivalencial» a partir de un «significante» que logra representar la cadena de demandas como totalidad4. El fenómeno Chávez materializó claramente esta fórmula conceptual. Su nombre condensó un conjunto de aspiraciones presentes en la sociedad venezolana, potenciado por su formidable carisma. Como nos recuerda Weber, la legitimidad de este tipo de autoridad reposa en el reconocimiento y la corroboración de tales cualidades por parte de sus seguidores. De allí que si el portador de la gracia llegare a faltar, su sucesión se convertiría en un problema si este modo de dominación aspirara a institucionalizarse con horizonte de permanencia. El riesgo de que Chávez desapareciera enfrentaba al cuadro gobernante a la necesidad de asegurar la perdurabilidad de la revolución. El problema fue resuelto por el propio presidente. A mediados de 2011, el mandatario comunicó al país su problema de salud; un año y medio más tarde, transmitió su decisión sucesoral. El 8 de diciembre de 2012, en su última aparición pública, un Chávez suplicante diría: «Si algo ocurriera (…) que obligara a convocar (…) de nuevo a elecciones presidenciales, ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente (…) Yo se los pido desde mi corazón».
El anuncio sorprendió a todos. Sin haber adelantado debate alguno en el seno de su partido, el presidente celebraba una transferencia «hierúrgica» de su autoridad al escogido. Según Weber, empero, cuando se trata de una dominación carismática, no puede hablarse de una «libre elección» de quien sucede, sino «de un reconocimiento de que existe el carisma en el pretendiente a la sucesión»5. La selección del sucesor, en este caso, no estuvo mediada por esta exigencia. Maduro carece de esa gracia divina que rubrica a toda personalidad carismática. Su designación pasó por alto tal carencia.
El delfín insospechado
«Cuando Chávez decidió que fuera Maduro, yo lloré muchísimo. Qué prueba tan difícil nos pusiste (…) Si el comandante dice que es él, es él y lo sigo como un soldado»6. Una mezcla de insatisfacción resignada con lealtad incondicional hacia el líder desaparecido se aprecia en este testimonio de una militante del partido oficialista. Es que, antes de su nombramiento, Maduro era, para el común de los ciudadanos, uno más de los hombres de confianza de Chávez. Tenía una desventaja de entrada: no formó parte del núcleo de oficiales que había protagonizado la asonada militar de febrero de 1992. A pesar de este hándicap, el ex-chofer del Metrobús logró escalar importantes posiciones dentro del gobierno. Según Roger Santodomingo, él era una especie de recipiente pasivo del verbo presidencial: «Maduro no hablaba, escuchaba. [Chávez] era su mundo, sin él no había otra Venezuela que recordar ni que imaginar»7. Ser escucha rendido del presidente sería, sin embargo, solo uno de los ingredientes que compactarían, con el tiempo, la predilección del mandatario por su acólito. Maduro contaba también con otras cualidades que inclinaron la balanza a su favor. Así, en funciones de canciller, impulsaría lo que para el líder era uno de sus mayores sueños bolivarianos: la integración de los pueblos latinoamericanos. Este factor se sumaba al más importante acaso: Maduro era un socialista de los «duros». Fue militante de un pequeño partido radical, la Liga Socialista; había recibido entrenamiento del Partido Comunista cubano y, sobre todo, gozaba de la confianza y el aprecio de los hermanos Castro, particularmente de Fidel, una verdadera deidad para Chávez8.
  • 1.
    L. Zanatta: «El populismo entre religión y política. Sobre las raíces históricas del antiliberalismo en América Latina» en Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe vol. 19 No 2, 2008, pp. 29-44.
  • 2.
    M. Weber: Economía y sociedad, FCE, México, DF, 1992.
  • 3.
    C. de la Torre: «El populismo latinoamericano: entre la democratización y el autoritarismo» en Nueva Sociedad No 247, 9-10/2013,
    disponible en www.nuso.org.

  • 4.
    E. Laclau: «Populismo: ¿qué nos dice el nombre?» en Francisco Panizza (comp.): El populismo como espejo de la democracia, FCE, Buenos Aires, 2009.
  • 5.
    M. Weber: ob. cit., p. 858.
  • 6.
    Héctor Briceño, José Luis Hernández et al.: Informe de grupos focales. Expectativas de los ciudadanos, Caracas, 2015, mimeo.
  • 7.
    R. Santodomingo: De Verde a Maduro, Debate, Caracas, 2013, p. 22.
  • 8.
    José Emilio Castellanos: «¿Por qué Nicolás Maduro es el hombre de los hermanos Castro?» en Análisis Libre, 4/1/2013.
    9.

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