martes, 21 de marzo de 2017

Entrevista a Norman Manea. “La distancia entre la utopía y la tiranía es muy pequeña”

Christopher Domínguez M.
Letras Libres

Lo mucho que Norman Manea (Bucovina, 1936) tiene de duende acaso explique su capacidad de sobrevivir al totalitarismo del siglo XX. En el ensayo, en la novela y en el cuento (La guarida, El regreso del húligan, El sobre negro, Payasos, Felicidad obligatoria, El té de Proust, La quinta imposibilidad), el escritor rumano ha enfrentado al fascismo, al antisemitismo, al comunismo. Vive en Nueva York desde 1986 y a fines del año pasado estuvo en Guadalajara para recibir el Premio FIL. De nuestra charla, ocurrida bajo la sombra de un Donald Trump llegando y de un Fidel Castro al fin muerto, recuerdo sobre todo su ligereza y su empatía. Cuando dijo que, siendo viejo, acabará por irse para dejarnos a solas con nuestros problemas, le creí. Pero no se ha ido Manea, escribirá algunos otros libros esenciales todavía. La audacia de su duende, con su sonrisa, aparecerá aquí y allá, donde sea necesario enfrentar a la tiranía y a su falsa enemiga, la utopía. Pertenece a una tradición literaria dominada por los extremistas geniales. Por ello su camino, como el de Benjamin Fondane y Mihail Sebastian, ha sido solitario, como el de aquellos liberales. Pero por más devaluada que se encuentre la palabra, debo decir, si importa, que de mi encuentro con él salí con esperanza.
Lo conocí, querido Norman, en 1990, durante el Encuentro Vuelta, que se dio en un momento singular: a menos de un año de la caída del Muro de Berlín y poco antes de la disolución de la Unión Soviética. ¿Cómo se compara el mundo de ese entonces, cuando se desmoronaba el edificio socialista, con el momento que vivimos hoy?
Esa conferencia fue un suceso extraordinario, en parte porque fue el primer gran evento internacional donde surgió el valor para debatir el comunismo y el futuro. Discutimos acerca de lo que había ocurrido durante el nazismo en Europa, cuando las esperanzas de mucha gente fueron súbitamente aniquiladas y la guerra y la revolución las destruyeron también. Durante el Encuentro Vuelta, la izquierda mexicana nos llamó “los nuevos intelectuales fascistas”, pero éramos solo personas que nos oponíamos al comunismo después de comprender la naturaleza del sistema. En los diarios se leía que era “el fin” de la historia, el fin de la ideología, el fin de todo. En tanto la gente viva tendrá ideas –esto es, ideologías– y tendrá conflictos y esperanzas. Así que no era el fin ni de las ideologías ni de la historia, porque poco después la historia comenzó otra vez, con nuevos problemas. Ahora vemos que la gran apertura del siglo XX, que esperábamos traería el fin de las sociedades totalitarias de la izquierda, ahora tiene su contraparte, su contrarreacción: la gente quiere refugiarse en su hogar, en su país, en su lengua. Temen un mundo más diverso y complejo. El resultado del plebiscito del Reino Unido, una las democracias más importantes y longevas, refleja un rechazo de Europa. El Brexit fue una gran sacudida y es la tendencia en muchos otros países: replegarse, aislarse, quedarse en el terreno propio y esperar que esa sea la mejor solución.
Para mí, el mejor ejemplo de la globalización es la aspirina. Tener una aspirina que funciona para todos es una cosa, pero es absurdo tener una aspirina rumana, una francesa y una mexicana. No veo ninguna razón por la cual debamos dejar de colaborar y cooperar en este mundo tan complicado. Una reacción, como la que vemos hoy, trae consigo muchos efectos negativos, tanto ahora como en el futuro cercano.
En México, con la victoria de Donald Trump en Estados Unidos, ¿estamos en una situación similar a la de la caída del Muro de Berlín? A mí me parece que la posición de los liberales se desplazó al mismo bando de los viejos comunistas y los viejos antiliberales. Parece que es necesario pelear en el espacio de un frente común. Cuando llegó el fin del comunismo en Rumania los liberales tuvieron que trabajar con mucha gente: desde antiguos fascistas hasta anticomunistas, ¿no es así?
En 1989, Rumania fue el único país en donde hubo un conflicto armado, muy distinto a lo que sucedió en otros países socialistas, donde la transición fue más bien pacífica. En la República Checa, incluso en la República Democrática Alemana, no hubo un conflicto militar como el de Rumania, donde el dictador y su esposa fueron fusilados. En un primer momento yo quería volver a Rumania, mantenía correspondencia con mis amigos que vivían en Occidente y en algún momento nos planteamos regresar, aunque decidimos esperar un poco. Muy pronto vi que los retratos de los comunistas fueron sustituidos por los de la derecha nacionalista. No necesitábamos ese cambio, necesitábamos una transformación hacia una sociedad más abierta y democrática, y si aún no era posible, debía postergar la vuelta. Hablo de Rumania, aunque es probable que esto haya ocurrido en muchos otros países: en 1944, cuando el Ejército Rojo entró en Rumania y cambió el sistema –de una monarquía a un Estado socialista–, el Partido Comunista tenía apenas mil miembros en un país de veinte millones. En 1989, cuando el sistema comunista colapsó, el Partido Comunista de Rumania tenía cuatro millones de miembros, pero no podías encontrar ni a mil comunistas de verdad. Había muchos oportunistas, gente que quería mejorar su situación. Una semana después del cambio, casi todos estos comunistas se declararon feroces anticomunistas.
Hablo de oportunismo rampante para lograr cierta movilidad social y económica –si es que se le puede llamar así–, hablo de una disposición de hacer lo que sea necesario con tal de tener una vida más cómoda. Esto sucede en muchos países y debe ser tomado en cuenta ahora, cuando discutimos a Donald Trump. Él no es un pensador ideológico, es un hombre de negocios y, como tal, hace tratos: “tú tienes un negocio, yo tengo un negocio, hablemos y veamos a qué arreglo podemos llegar”. Asumo que Trump es un buen empresario y negociador. Muy pronto, el pragmatismo estadounidense, que a lo largo de su historia ha sido esencial para ese país, se impondrá y se hará evidente que sus propuestas no son buenas desde un punto de vista práctico. Mucha gente ha dicho que quiere salir de Estados Unidos porque piensa que Trump se convertirá en un fascista; creo que deberíamos aguardar un poco.
Ahora, no solo en México se vive un ataque de pánico nacional, muchos estadounidenses están sufriendo ataques de nervios. Incluso más allá del continente, en Rumania hay temor, porque todo parece indicar que la política de Trump significaría el abandono de Europa del Este. La preocupación es que Rusia, que está en la frontera, hará lo que siempre ha hecho: el gran vecino intentará convertir a Rumania en uno de sus Estados satélite. Estados Unidos también se encuentra vulnerable, como han demostrado las manifestaciones en las calles. La gente tiene miedo de que un presidente –elegido democráticamente, por supuesto– no tenga el contrapeso de las instituciones más importantes del país, que fueron creadas para controlarse unas a otras: el Senado, la Cámara de Representantes y la Suprema Corte de Justicia. Ahora mismo no sabemos qué pasará con la amenaza que viene de Rusia, de Irán y de otros países desolados y más agresivos.
En los últimos años se debilitado la confianza en la Unión Europea, como lo muestra el Brexit, mientras que con la victoria de Trump y el fortalecimiento de Putin podría decirse que vivimos en un nuevo orden o desorden mundial. ¿Cuál es el estado de la democracia en Rumania?
La democracia rumana es similar a la de ciertos países de América Latina. Si bien estas democracias son endebles, y vienen de una tradición incluso más débil, son mejores que una dictadura militar, como las que ha padecido América Latina. Por más imperfecta y grotesca que pueda ser, la democracia es mejor que la dictadura. En una dictadura, el individuo no tiene voz, su importancia se reduce al mínimo y el dictador, acompañado de su pequeño grupo, es el líder. En una democracia aún es posible negociar, es posible tener un hogar.
Fidel Castro murió en un mal momento: la combinación de su muerte con la victoria de Trump confirma su condición divina para sus numerosos devotos en América Latina. Estados Unidos es el villano y Castro, un mártir. El poder totalitario de Castro era admirado por mucha gente.
Yo tenía diecisiete años cuando murió Stalin. Por más grande que fuera Castro, Stalin era todavía más grande, era el padre de todo el mundo comunista, y cuando murió –recuerdo que estaba en Rumania, que era un Estado comunista– parecía que el mundo se iba a acabar. Nuestro dios había muerto. La gente estaba desesperada y algunas personas se suicidaron. Tengo la seguridad de que la sombra de Castro se olvidará en unos cinco o diez años. Castro representa una época y una ideología que ya no existen.
Con esto no quiero decir que Estados Unidos no sea un villano, a mucha gente le gustan los demonios, son mucho más interesantes que los ángeles. Pero entendemos que la nuestra es una sociedad muy distinta a la que vio alzarse a Fidel Castro, y la gente ya sabe que esa utopía no es posible. Hoy vivimos en un mundo más caótico, en el que hay mucha gente descontenta con los gobiernos y las ideologías, pero aún estamos en un proceso donde las ideas están fermentando y algo surgirá de ello. Regreso a lo que decía, Trump es un hombre de negocios, lo que corresponde con nuestro tiempo: vivimos en un momento en el que el dinero es lo más importante, en el que todo el tiempo estamos vendiendo o comprando algo. El mercado es lo que ocupa a la gente. Las personas no tienen mucho tiempo para pensar o para soñar con la sociedad perfecta, con la utopía.
Mi esperanza es que el pragmatismo estadounidense encuentre finalmente el enfoque crítico correcto –desde un punto de vista pragmático, no ideológico– contra Trump, entonces todo quedará balanceado. Por desgracia atravesamos un momento difícil, especialmente para las personas que esperaban otro resultado electoral. Tadeusz Borowski, un escritor católico que fue enviado a Auschwitz, escribió: “Nunca antes en la historia de la humanidad ha sido la esperanza más fuerte que el hombre, pero nunca a su vez ha provocado tanto daño como en esta guerra, en este campo de concentración. Nunca nos enseñaron cómo abandonar la esperanza, y es por ello que hoy perecemos en las cámaras de gas.” Este no perder la esperanza es nuestro desastre –sí, es un desastre–, pero sin esperanza soñar sería aún peor. Hay un balance que da el descontento del caos diario, un tipo de visión, una especie de fantasma que aporta cierta esperanza. No soy un político, sufro, como todos, desorientación y confusión por lo que está sucediendo. Hillary Clinton obtuvo casi tres millones de votos de diferencia en el voto popular. La gente que votó por ella esperaba que nos trajera la felicidad absoluta. Yo no estoy muy seguro de que lo habría logrado, aunque Clinton es una mujer inteligente con una gran experiencia política, algo que Trump no tiene.
¿Coincide con la idea muy rusa de que en una sociedad cerrada el escritor debe ser la voz del pueblo, como es el caso de Dostoievski o Tolstói?
Sí, eso creo. Stalin –nuestro gran padre, que por fortuna está muerto– decía que los escritores eran los ingenieros del alma humana. Yo soy ingeniero, sé del oficio, así que no veo al escritor como una máquina. El papel del escritor es importante, pero no es un misionero o un ideólogo. La diferencia entre un poeta y un sacerdote es esencial: el escritor no es un líder espiritual, el escritor trabaja en algo muy complicado, casi irreal, e intenta proponer un camino para el diálogo con amigos desconocidos, que son mejores y más inteligentes que los amigos con los que va al bar por una cerveza. Así, en el momento de soledad, los lectores pueden dirigirse a estos interlocutores invisibles y encontrar más inteligencia, más belleza, incluso más verdad que la que nos da la vida diaria. No veo al escritor como una especie de activista.
Hace cuatro años publicamos en Letras Libres los resultados de una encuesta a una treintena de escritores hispanoamericanos a los que les preguntamos por los libros fundamentales de nuestro tiempo. Muchos de ellos respondieron que el que con mayor eficacia cambió el curso de la historia fue Archipiélago Gulag, de Alexandr Solzhenitsyn. ¿Estaría de acuerdo?
Solzhenitsyn fue un ejemplo extraordinario de valor al combatir, casi solo, contra un sistema tan duro como el soviético. Pero el cambio en la Unión Soviética y en Europa del Este no fue gracias a sus libros. Archipiélago Gulag fue una bomba: por primera vez la gente pudo ver la oscura realidad del sistema totalitario. Quizá no por primera vez, pero sí de una manera más convincente e íntima. La gente conoció los crímenes de un sistema que se presentaba a sí mismo como la mejor esperanza para la humanidad. Solzhenitsyn se convirtió en una figura histórica, no solo en la literatura y la cultura, sino en la lucha de los seres humanos contra la tiranía. No estoy seguro de que haya cambiado a la Unión Soviética, pero es cierto que tuvo una gran influencia.
Solzhenitsyn fue extraordinario e importante. Muy pocos tienen su estatus, porque lo que hizo fue peligroso, porque los humanos son por definición imperfectos y esperan acomodarse, encontrar mejores condiciones de vida, no necesariamente buscan evolucionar. Estoy a favor de la libertad del individuo, a favor de que tenga opciones, de que pueda elegir, eso también incluye al escritor. El escritor tiene sus elecciones y sus posibilidades, no tenemos por qué imponerle un deber mayor. El escritor desempeña su trabajo en un campo donde la moralidad es implícita, no explícita. Cuando se convierte en una figura pública, la situación cambia: tiene una voz, habla para el público y tiene que ser una voz moral. Sin embargo, la creatividad, el arte, la literatura, tiene una elección implícita. Así que debemos luchar por la libertad de prensa y la libertad de opinión, que ayudan a mejorar la sociedad, pero no debemos imponerle nada al escritor.
Me parece que el último Solzhenitsyn era parte del problema y no de la solución.
Sí, Solzhenitsyn muy pronto pasó a ser parte del problema. Se convirtió en un cristiano ortodoxo con una tesis militante muy oscura, y su moralidad estaba en peligro. Todo depende de cómo te sirvas de la moralidad. Si eres una figura moral con fuertes principios morales, estás al servicio de una causa, sea cual sea, que para él era la Iglesia ortodoxa. El cristianismo ortodoxo se opone al catolicismo occidental y a muchas otras cosas, ¿acaso es eso mejor? ¿Se trata de algo que unirá a la gente? No lo creo. Y ese es el peligro de las grandes ideas, como lo era el comunismo. El comunismo surgió como un proyecto maravilloso: “todos seremos hermanos”, “tendremos un futuro igual para todos”. La distancia entre la utopía y la tiranía es muy pequeña.
Solzhenitsyn odiaba al régimen soviético porque practicaba el ateísmo y no porque promovía un sistema antidemocrático.
Sí, él odiaba la democracia. No estoy diciendo que la democracia sea un paraíso, porque el paraíso no es de este mundo, y nosotros tenemos que mirar con lucidez nuestra imperfección y la de nuestro vecino. No quiero decir que el vecino es el diablo y nosotros unos ángeles, ese es el gran peligro de la historia y de los movimientos sociales. Así es como los comunistas llegaron al poder: con una ideología de odio y de lucha con el resultado que conocemos, millones de víctimas. Así que no pienso que la utopía sea la solución. La democracia es imperfecta pero es real. La democracia no es necesariamente inmoral, ya que a menudo propone un acuerdo entre personas que quieren cosas distintas. La revolución no propone ningún acuerdo, propone que un bando mate al otro y luego propone un mundo utópico perfecto. Y, como ya ha sido probado, eso termina en un desastre.
Al leer su obra llegamos a la lectura de algunos maestros de la literatura rumana del periodo de entre guerras. De la literatura de la llamada Europa del Este, en Hispanoamérica se conoce sobre todo la obra de Emil Cioran.
Mihail Sebastian es un caso ejemplar: era un escritor rumano de origen judío al que le preocupaban los problemas judíos, pero también era un rumano que quería ser rumano. En su diario decía que nadie podía prohibirle amar a Rumania o que fuera un escritor que participara en la historia de su país. Cuando entre 1940 y 1941 la situación política cambió en Rumania y muchos de sus amigos, un grupo muy importante de intelectuales, se afiliaron a los nazis, él se quedó solo. Su diario es un libro paradigmático de esa época: decía que no era un sirviente de un partido o de una causa, sino un hombre solitario “y mi solidaridad está con toda la gente solitaria del mundo”. Durante la guerra sufrió en soledad. Cioran y Mircea Eliade eran sus amigos, y de pronto notó su distancia. Ambos comenzaron a publicar artículos antisemitas y a ser militantes de la extrema derecha. Leer a Sebastian es muy importante porque, a pesar de su circunstancia, conservó la objetividad. Describió la situación sin un credo partidista, no como un militante, no como un ideólogo, sino como un observador desprendido y lúcido. Desde este punto de vista, comparado incluso con los libros de otros autores de la época, su diario es ejemplar y enseña a los lectores a mantener la lucidez, a mantener la mente abierta. Es común decir de él, y de este tipo de escritores, que tiene “un corazón ardiente y una mente limpia”. Esto es lo mejor y lo más importante sobre él. Creo que es útil para los lectores hispanoamericanos conocer su trabajo y saber cómo resistió durante ese tiempo tan complejo con la misma fe en la humanidad, la democracia y la libertad.
Ahora tenemos información comprometedora sobre la juventud de militante fascista de Cioran en Rumania. ¿Saber esto cambió su opinión sobre él?
Como soy de Rumania, sabía de su juventud alocada y extrema. Por ejemplo, dijo que si tuviera que elegir entre Jesús y Corneliu Zelea Codreanu, el líder del movimiento de extrema derecha en Rumania, elegiría al segundo. Conocí a Cioran en París. Era un antisemita, pero lo que escribió sobre los judíos no era tan grave como lo que escribió sobre los rumanos. Como persona era encantador, muy agradable, y pasamos toda una noche juntos, pero nunca me dijo y yo nunca le pregunté sobre su muy oscuro y culpable pasado.
No estoy seguro de si la obra de Cioran es en realidad una expiación de su pasado antisemita.
No lo creo. Pero es cierto que trató de salvar a Benjamin Fondane, un poeta franco-rumano que murió en las cámaras de gas de Auschwitz.
Desafortunadamente, Fondane no es tan conocido entre nosotros como debiera.
Benjamin Fondane debería ser traducido más. Fue muy cercano a un grupo de escritores argentinos, incluida Victoria Ocampo. Fondane y Ocampo eran amigos y ella quería que permaneciera en Buenos Aires durante la guerra, en 1916. Creo que podría ser de interés para América Latina, no solo para Argentina.
¿Le interesan algunos autores latinoamericanos?
Suelo repetirlo, pero lo diré de nuevo: la literatura en español es una gran literatura. En los años sesenta, un tiempo de cierto deshielo en Rumania, comenzaron a traducir a varios escritores hispanoamericanos. Me enamoré de Borges, Savater y Vargas Llosa. Fui el primero en Rumania en escribir sobre Vargas Llosa después de leer La casa verde. Leí literatura latinoamericana con gran entusiasmo, no solo por su realismo soberbio, o porque era muy importante para la proyección de la literatura en el mundo, sino por la dedicación estética y ética de los escritores de Hispanoamérica. Los admiro mucho y lamento no haber podido entrar en contacto con ellos antes. Estaba interesado en Savater y me habría gustado intercambiar cartas con él, lo mismo con Vargas Llosa, un escritor maravilloso.
Conoció a Octavio Paz, ¿podría hablarnos un poco sobre él?
Claro, lo conocí. Me dio mucho gusto y me sentí muy halagado cuando me invitó al Encuentro Vuelta en 1990. Paz y yo estuvimos juntos en una conferencia dedicada al pasado y futuro de la literatura donde participaban Czesław Miłosz, Ivan Klíma y Tatiana Tolstaya. Debo decir que ninguno de nosotros predijo la situación que vive hoy la literatura, que este acercamiento comercial a la cultura se volvería tan predominante, el criterio central. He conocido a muchos editores y agentes, si escuchas lo que están discutiendo verás que siempre se relaciona con el mercado. Así que pasamos, en mi caso, de una dictadura a la libertad y de la libertad al libre mercado. La libertad, sin embargo, no es solo libre mercado. Para bien o para mal esto es lo que está sucediendo. Tengo la buena suerte de no ser inmortal, así que en algún punto la historia terminará, me iré lejos y los dejaré a ustedes aquí, para que resuelvan esos problemas.

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Traducción del inglés de Roberto Frías

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