domingo, 26 de marzo de 2017

COMER EN LIBERTAD

FERNANDO RODRIGUEZ

Sartre dijo una vez que el marxismo no decía una sola palabra sobre el individuo. Por ejemplo, podía decir que Flaubert era un burgués rentista de mediados del XIX, pero en el fondo nada decía sobre el autor de Madame Bovary, ya que a ningún otro burgués rentista le era dado escribirla. Predicaciones genéricas, de clase, sin carne y hueso.
Eso mismo se traducía en su ideología y realizaciones políticas y, por ende, en prescindir de la libertad y la dignidad de cada persona, reducida a sus determinaciones abstractas económicas e históricas. Posiblemente fue su mayor error y aquel que comandó su marcha hacia su paulatina minusvalía y su desaparición. Y el sustrato que lo condujo al despotismo y al crimen. No se mata a un hombre concreto sino al ejemplar sin rostro de una clase antagónica. La historia es una máquina, de la cual somos piezas.
Si algo definitivo ha aportado la modernidad es justamente la idea de individuo cívico. Y si alguna concepción política ha encarnado esa noción es el liberalismo, en el mejor sentido de la palabra (hay un mal sentido, aquel que pretende que la deidad del mercado, sin límites ni itinerario, debe conducir la aventura humana). Existe un amplio espacio de cada quien que solo compete a su libertad y en el que toda intromisión es mal venida, aun de la mayoría de sus congéneres, el soberano que llaman. Libertad en grado sumo. Que en el fondo es también nuestro efímero lugar en el universo, nuestra condena a la contingencia y al azar, y nuestra muerte solitaria. “Pienso luego existo”.
Es la diferencia esencial que con mucha sagacidad apuntaba Norberto Bobbio entre la democracia de los antiguos, el imperio irrestricto de la mayoría, y la de los modernos, los inalienables derechos de los individuos, a partir de los cuales se construye el pacto social. Libertad de pensar y expresarse, de orar o no hacerlo, de amar, de procrear, de escoger la sexualidad, de ser respetado en su integridad corporal y psíquica, elegir hasta su tiempo de morir… y, agreguemos, por ejemplo, de administrar sus funciones biológicas elementales como comer y, su contrario, defecar.
Toda esta perorata atropellada y seguramente ahuecada viene al caso para referirme a un hecho muy tangible y presente que me ha movido viejas ideas. Aparentemente intrascendente, circunstancial y pragmático. La casi unanimidad de los venezolanos, dice Venebarómetro, prefiere comprar sus alimentos libremente, en el portugués de la esquina o en el supermercado, que recibirlo dosificado, coaccionado, ideologizado por el régimen heredero del más vetusto y maloliente colectivismo, comunitarismo, tribalismo populista. Los Clap, los carnets patrióticos y otros adefesios son visitantes indeseados en ese nuestro espacio de la privacidad, de la libertad, del derecho de hacerlo a la manera que nos place. Claro que hay otros límites a nuestras posibilidades, siempre los hay; para el caso, la pobreza. Pero aun así, por duras que sean nuestras circunstancias, que ese ámbito primero sea justamente nuestro y no la del rebaño es un dato existencial demasiado importante. Indica dónde está el aire que se nos quiere sustraer, la condición de toda otra opresión, el intento de convertirnos en serie, en tropa, en hijos sumisos de caudillos, en populacho. Sí, contra la pobreza debemos luchar, pero para que ello sea posible tenemos que estar de pie y tener nombre y apellido, luego entraremos a negociar con los iguales, con ese otro que nos convoca y convocamos, invitación y reverencia.
Si revisamos las encuestas de estos años que parecen siglos y que nos pesan cada mañana al levantarnos, encontraremos al menos una constante alentadora. Los venezolanos no queremos ser cubanos, a pesar de todas las plegarias del Eterno y su corte, ni abandonamos nuestros hábitos de consumo por supuesto no siempre adecuados, ni nuestra polifónica estructura cultural, etc. Allí se estrellan las prédicas sin cese, las interminables cadenas radioeléctricas, los ojos que nos vigilan desde el más allá, la educación sesgada, los chantajes politiqueros, los cuerpos represivos… en fin, el régimen despótico. Y eso es un signo de salud que debemos proteger y potenciar.

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