Ver a tantos generales y coroneles venezolanos de hoy, ya millonarios mucho antes de la edad de retiro gracias al narcotráfico y un corrupto holding de empresas militares, sin haber cruzado disparos jamás con una fuerza invasora, me ha llevado, no sé por qué, a preguntarme por las alarmas financieras que en su vejez agitaron a José Antonio Páez, general en jefe y padre, él también, de la patria.
De Bolívar sabemos, por brillantes historiadores contemporáneos, que el Pequeño Gran Hombre no murió pobre, como quiere la leyenda de la camisa prestada con que lo sepultaron. De los demás integrantes del all staremancipador luego se han sabido cosas. Tan pronto el último regimiento español regresó a casa, muchísimos integérrimos militares patriotas se dedicaron con entusiasmo al despojo intensivo de tierras cultivables y al abigeato en gran escala.
Los más avispados entablaron lo que hoy llamaríamos “alianzas estratégicas” con casas comerciales inglesas como consignatarios de café, carne en salazón, cueros, plumas de garza. Otros, muchas veces los mismos, aparte de derrocarse unos a otros y hacer redactar constituciones a razón de una cada cuatro años, se dedicaron al negocio de eximport, se asociaron a la ganadería y la minería también inglesas o prestaron sus nombres a directorios de la banca criolla mientras aún ocupaban la presidencia de la República. Y así, hasta morir en olor de modestia y honradez republicanas.
Por eso me interesó la empresa comercial que José Antonio Páez, el más longevo de nuestros generales independentistas y dos veces presidente de Venezuela, acometió en la Argentina desde su exilio en Nueva York cuando frisaba ya los 80 años.
No es que, después de independizarnos, Páez no hubiese arramblado con tierra, café y ganados como los demás, pero los accidentes de su vida fueron tantos y tan contrastantes que cuando le tocó exiliarse por segunda vez su riqueza se había esfumado por completo. En la entrega pasada lo dejé en el Buenos Aires de 1868, tratando de colocar una ingeniosa máquina de desollar reses accionada a vapor. El viejo era un tipazo, la verdad. Se había alzado de ser un rudo condotiero de guerrilleros a caballo en el llano venezolano hasta ser el talentoso músico diletante que organizaba veladas operáticas para sus ministros, todos ellos manchesterianos vástagos de la nobleza criolla. En una de esas, Páez llegó a cantar el Otelo, de Shakespeare.
El presidente Sarmiento le brindó una modesta ayuda financiera más que oportuna, pero el general Páez no logró nunca entusiasmar con su máquina a ningún ganadero argentino. Fue huésped hasta del entrerriano Justo Urquiza. Comieron asados y hablaron de equitación gauchesca, pero a Urquiza lo asesinaron antes de cerrar trato con el nuestro.
Más tarde, en la Boca del Riachuelo, en un establecimiento salador de cueros, propiedad del chileno Mariano Baudriz, Páez quiso hacer una demostración de su máquina a un grupo de distinguidos estancieros. La máquina apenas se dejó ensamblar: le faltaban o sobraban piezas; se desarmaba al tratar de echarla a andar. Sus inventores habían timado al general fingiendo una demostración “exitosa” en un matadero de Nueva York.
El general Páez encajó muy bien el fracaso. El resto de su estadía en casa del comerciante porteño Adolfo Carranza, sita en Florida 345, lo invirtió en componer romanzas dedicadas a las hijas de su anfitrión. Han llegado hasta nosotros: son de mucho mérito.
Paéz regresó a Nueva York, donde murió poco después, impecune, pero sin desengaño de la vida, en una casita marcada con el número 42 de la calle 20 Este. No sé qué querrá decir ni cuánto pueda valer este cuento.
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