Las manos de Hitler
10 de abril de 2005
Un día de mayo de 1933, apenas tres meses después de que Adolf Hitler fuera nombrado canciller de Alemania, Martin Heidegger pronunció un discurso en la Universidad de Heidelberg. Sin duda el filósofo más influyente del siglo XX, por entonces Heidegger ya era reconocido como uno de los pensadores más poderosos de su tiempo y ostentaba el cargo de rector en la universidad de Friburgo. Al acto asistió Karl Jaspers, amigo y admirador deslumbrado de Heidegger, quien, sentado en primera fila, con la mirada oscurecida por la contrariedad y las manos enterradas en los bolsillos, sin salir de su incredulidad comprobó cómo el filósofo incomparable, con la insignia nazi en la solapa, convertía su parlamento en una arenga incandescente a favor del proyecto de Hitler para la Universidad. Tras la ceremonia, los dos amigos cenaron juntos. Conversaron. Jaspers le expresó su disgusto a Heidegger, le confesó que no podía creer que estuviera de acuerdo con la política de los nazis respecto a los judíos. Heidegger, que para aquella época ya había cortado toda relación con sus colegas judíos, incluido su maestro Edmund Husserl, y que incluso había denunciado a algunos de ellos ante las autoridades por motivos políticos, le contestó, impávido, que por supuesto existía una peligrosa trama internacional judía, y que era preciso desarticularla. En otro momento de la conversación Jaspers reconoció que no entendía que él aceptara que un hombre tan inculto como Hitler pudiera gobernar Alemania. En aquel momento Heidegger, que sonreía poco, debió de sonreír, y fue entonces cuando sentenció: “La cultura no importa, Karl. Mira sus maravillosas manos”.
La amistad de Heidegger y Jaspers apenas sobrevivió a aquella velada, pero yo he sido incapaz de dejar de pensar en las manos de Hitler desde que leí esa conversación asombrosa en un libro cuyo argumento central –en todo intelectual se agazapa un tiranuelo feroz, sediento de gloria y animado por un ímpetu letal, que sólo puede ser combatido a base de aburridas virtudes como la responsabilidad y el sentido común– es inapelable, aunque su desarrollo resulte un tanto decepcionante: Pensadores temerarios, de Mark Lilla. Desde entonces he sido incapaz de dejar de pensar en qué es lo que vio la inteligencia imbatible de Heidegger en las manos de Hitler. Desde entonces he examinado decenas de fotografías donde aparecen las manos de Hitler, como si en ellas pudiera hallarse la clave escondida y esencial de ese personaje casi inconcebible. He visto las manos infantiles de Hitler en una escuela de Leonding, hacia 1889; he visto las manos cobardes de Hitler en abril de 1915, cuando era un cabo del ejército alemán, en Fournes, y en el Marsfeld de Múnich, ocho años más tarde, convertido para entonces en poco más que un agitador de cervecería, y también en Landsberg, cuando purgaba en la cárcel su intento de golpe de Estado (son manos incalculablemente furiosas, incalculablemente resentidas); he visto sus manos alzadas, histéricas y hechizantes en las concentraciones del Partido en Núremberg y sus manos satisfechas de canciller y sus manos caritativas dando de comer a una cría de ciervo y sus manos protectoras abrazando a unos niños; he visto sus manos triunfantes, seguras y asesinas de los primeros tiempos de la guerra, luego progresivamente envejecidas, crispadas, locas, temblorosas de párkinson; he visto sus manos últimas contemplando alucinadas –mientras la artillería rusa bombardeaba desde sólo unos metros el hoyo de rata donde contra toda lógica aún soñaba con ganar la guerra y donde en apenas unos días se iba a quitar por fin la vida– la maqueta de la proyectada reconstrucción de su ciudad natal, Linz, obra de Hermann Giesler. He visto todas esas manos de Hitler y muchas otras, las he visto pensando en Heidegger y en lo que en ellas debió de ver Heidegger, pensando que Heidegger escribió que somos criaturas no auténticas, porque cada uno es otro y nadie es quien es, y que Heidegger tal vez imaginó, monstruosamente, que Hitler era una criatura auténtica, que no era otro, que sólo él era quien era. Y luego, fatigado y obsesionado, empecé a fijarme en secreto, venciendo el miedo, en las manos de mi hijo y las de mi mujer, en las de mi padre y mi madre y mis hermanas, en las de mis amigos, en las de los conocidos y también en las de los desconocidos. Incluso tuve que ver dos veces El hundimiento, porque la primera sólo supe mirar las manos de Bruno Ganz, las manos de Hitler trasplantadas a las de Ganz mientras pensaba en la en el fondo comprensible polémica suscitada por la llamada humanización de Hitler que propone la película de Hirschbiegel, comprensible porque a nadie le gusta que le recuerden que Hitler no era un aerolito incomprensiblemente llegado a la Tierra que incomprensiblemente fascinó a la nación más civilizada del mundo (y a medio mundo), sino que estaba hecho de la misma materia de la que estamos hechos todos los hombres. Y entonces, al salir del cine, en un movimiento instintivo me miré las manos: no vi unas manos maravillosas, monstruosas tampoco, sólo unas manos vulgares, anodinas, sin ninguna gracia especial, sin ningún especial defecto. Exactamente igual que las de cualquiera de ustedes. Exactamente igual que las manos de Hitler. Y entonces lo comprendí todo.
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