¿Cómo discutir cuando se jura que los maleficios existen y que las voladoras vuelan en escobas?
Todo empezó a media noche sin las ceremonias requeridas por el augusto lugar, sin la liturgia de hisopos y responsos que precisa la exhumación de un cadáver depositado en el féretro por decisión expresa del interesado según los ritos de la confesión católica, sin presencia de los altos poderes del Estado, como correspondía a la trascendencia de las cenizas y al templo cívico en cuyo centro se guardaban, y sin el testimonio de las instituciones académicas que podían certificar la legitimidad del proceso. Especialmente sin aviso del público, es decir, en este caso, aparte de la parentela sanguínea, de la familia más extensa de deudos e interesados que pueda imaginarse. Era una decisión personal ante la cual se rindieron los acólitos, pese a la falta de argumentos que la respaldaran y a la insólita deshora de su ejecución, entre el sigilo y la sorpresa de la nocturnidad.
Con el Panteón Nacional rodeado de tropas y sin que nadie estuviese enterado a cabalidad de lo que sucedía en el interior de un edificio que ha merecido el respeto de la comunidad desde su fundación por los valores que custodia, de pronto el Presidente vio una llamarada debido a la cual verificó, sin espacios para la duda, la identidad de los restos del cadáver y se apresuró a comunicarla sin ningún otro procedimiento de constatación, como para que los feligreses se enteraran de una especie de reencuentro sublime entre el añorado Libertador y el anhelado sucesor, de una comunicación extrasensorial entre el padre y el hijo. El milagro de la llamarada disparó los resortes del pensamiento mágico, es decir, de una sensibilidad y de una forma de explicarse la vida que no es extraña a los venezolanos y mediante la cual se busca en el más allá el entendimiento de la vicisitudes de este valle de lágrimas. La operación dejó de ser política, o de búsqueda objetiva, para convertirse en un murmullo creciente en torno a brujerías, amuletos, ensalmes, fetiches y santerías que ha cobrado nuevo vuelo recientemente debido a la enfermedad del desenterrador. Como no pocos sintieron en su momento que se profanaba el cadáver de Bolívar, ahora sienten que el profanado pasa la factura del cáncer. Tal vez se resguarde de la maldición el mismo desenterrador, hombre proclive a los talismanes de origen campestre y a la protección de los espíritus de la sabana, debido a que anuncia con insistencia el portento de su curación y la promesa de su longevidad para que nadie lo advierta relacionado con el maleficio.
Se ha pretendido revestir de ciencia la inhumación, gracias a la presencia de un patólogo destacado y de otros especialistas no menos dignos de consideración que han llenado sus cuartillas con evidencias de laboratorio y mediante la ostentación de equipos de última generación que encuentran la verdad verdadera, pero es trabajo vano. La sensación de brujería y de chapucería persiste debido a que la inhumación sólo encuentra respaldo en el capricho del Presidente; o, peor todavía, si cabe, en el empeño de disponer del pasado según el dictamen de su capricho, de hacer que el pretérito se ajuste a la actualidad y dependa de ella para justificar conductas políticas con las cuales no mantiene relación. Primero sacó de la chistera la idea de que no eran los restos de Bolívar los que se encontraban en el Panteón Nacional, hipótesis peregrina que podía desmantelarse con la sola memoria de los cuidados de José María Vargas cuando se ocupó del traslado de los restos del grande hombre desde Santa Marta hasta Caracas. Médico eminente, catedrático sin tacha y albacea del insigne difunto, la cuidadosa intervención del doctor Vargas fue sometida al chalequeo por disposición presidencial. Luego se le metió en la cabeza la idea del asesinato de Bolívar, basada en suposiciones sin respaldo documental. Tanto la autopsia del cadáver, efectuada por un médico competente y escrupuloso, como el testimonio de quienes formaron el leal cortejo del Libertador hasta la hora de su muerte, refieren a un decaimiento físico y espiritual que evolucionaba desde tiempo atrás para llegar al desenlace de 1830, sin la asistencia de manos peludas con un pomo de veneno.
Los científicos no detectaron ahora manos peludas, ni dudaron en identificar los restos mortales de Bolívar, pero el Presidente persiste en su "teoría" del asesinato y la reitera "asumiendo toda la responsabilidad". ¿Cuál responsabilidad? ¿Es responsable torturar al pasado y a los protagonistas del pasado para que canten de acuerdo con las necesidades del interrogador? ¿Es responsable manejar documentación del siglo XIX sin la pericia mínima que se requiere? No es pregunta trivial para los historiadores que lo asesoran, especialmente cuando hace poco se puso a hablar de las fortalezas de la Gran Colombia justamente cuando la Gran Colombia estaba agonizando por sus debilidades intrínsecas; o cuando, también hace poco, se puso a descifrar las claves que supuestamente usaba Bolívar en su correspondencia para apoyarse en unas fuerzas armadas y populares que sólo existen en la imaginación del descifrador. De allí que, en torno a la deplorable vicisitud de la exhumación del Libertador y a la maligna enfermedad de quien la ordenó sigan campeando las influencias del pensamiento mágico, su aplastante predominio en la sensibilidad de las mayorías. Si la operación fue tan caprichosa, ¿cómo discutir con la gente cuando jura que los maleficios existen y que las voladoras vuelan en sus raudas escobas?
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