viernes, 8 de julio de 2011

LA MALDAD TOTALITARIA

Fernando Mires.

La masa y el líder no constituyen de por sí una religión, como repitió muchas veces Hannah Aarendt (H.A.) Son su simple simulacro, o si se quiere, una visión degradada de lo divino en lo más banalmente humano
El libro The Origin oft Totalitarism (1951) ocupa un lugar importante en la obra de H. A., lugar que ella probablemente no buscó sino que fue impuesto por el devenir histórico. Esa suerte de selección que, en última instancia es política, ocurre por lo demás con muchos otros autores quienes permanecen en el recuerdo no por los temas a quienes ellos dedicaron mayor atención sino por otros que, debido a circunstancias difíciles de predecir, obtuvieron una mayor publicidad. La publicidad de un texto – quiero afirmar- la determina el tiempo en que vive un autor, no el autor. En el caso de H. A. es fácil constatar que la centralidad obtenida por sus trabajos acerca del fenómeno totalitario obedece a dos razones históricas: la primera, derivada de los imperativos de la Guerra Fría, surgió de la necesidad política de caracterizar al “enemigo” internacional de la democracia occidental: en ese tiempo el estalinismo.
Como es sabido, gran mérito de H. A. fue estudiar el totalitarismo en sus dos formas principales de expresión, la nazi y la comunista, pero no como “sistemas sociales” conceptualmente petrificados sino como revueltas “hacia” y luego “desde” el Estado, revueltas dirigidas no sólo en contra de la democracia occidental sino sobre todo en contra de ese legado que recibimos desde la Atenas filosófica: la política como forma de vida destinada a reglar conflictos ciudadanos.
Si quisiéramos definir en clave arendtiana el sentido del totalitarismo, habría que decir que el totalitarismo es la anulación de la política mediante el Estado, anulación que lleva a la sustitución de la política por el terror del Estado que sin sustento político se convierte en un Estado total. El Estado total es a la vez el terror total. Y como trataré de demostrar es, desde una perspectiva política, la maldad total o la maldad radical. Con ello ya estoy adelantando que el tema del mal (o de la maldad) y el tema del totalitarismo no constituyen en el pensamiento de H. A. dos “teorías” diferentes sino dos ángulos destinados a abordar la misma realidad: la negación del pensamiento, y en este caso, la negación del pensamiento en la política: el pensamiento político.
La segunda razón que explica la centralidad del tema del totalitarismo en la obra de H.A. viene del periodo “post- guerra fría” surgido a partir del derribamiento del muro de Berlín en 1980, símbolo gráfico y real de las diferentes revoluciones democráticas que tuvieron lugar en la Europa del “Este político”.
De más está decir que a partir de la caída del nefasto muro, el mundo político vivió una suerte de fiesta democrática. Muchos intelectuales liderados por las visiones de Fukujama y otros, imaginaron que la historia de la anti-democracia quedaba atrás, y en ese ambiente festivo los análisis del fenómeno totalitario realizados por H. A. alcanzaron una ardiente actualidad. El tema del totalitarismo pasó, a su vez, a formar parte del currículum en diversos institutos socio y polito-lógicos y, en ese marco, el texto de H. A. Los Orígenes del Totalitarismo llegó a ser un objeto de imprescindible consulta.
Quizás habría que agregar una tercera razón para explicar el relieve político alcanzado por el libro de H. A. acerca del totalitarismo, y ella tiene que ver con el hecho ya comprobado de que las visiones ultra optimistas acerca de una rápida democratización del orbe no tuvieron ninguna justificación. En efecto, después del derrumbe del comunismo no sólo no tuvo lugar la ansiada democratización planetaria sino, además, han sido consolidados nuevos proyectos cuyos objetivos pueden ser calificados, en algunos casos, como para-totalitarios. En breve: los estudios acerca del fenómeno totalitario no han perdido actualidad.
Todavía nadie está muy seguro, por ejemplo, si el término totalitarismo, de neta raigambre europea, puede ser aplicado a las teocracias islamistas consolidadas en los últimos tiempos como reacción a la cruzada emprendida por el presidente Bush después del 11.09. Tampoco son avances democráticos los proyectos de poder total que se anidan en las jefaturas ideológicas en algunos países sudamericanos cuyos representantes sostienen ya abiertamente la tesis (de origen fascista) de que el pueblo, la nación, el partido, el gobierno y el Estado deben ser entendidos como una unidad absoluta (por ejemplo, García Linera 2010) En fin, ni el peligro dictatorial, ni las visiones totalitarias han desaparecido del todo. Del mismo modo es imposible afirmar que las democracias de tipo occidental están protegidas para siempre del peligro totalitario. No hay que olvidar que tanto el fascismo como el nazismo emergieron desde el interior de formaciones democráticas. Incluso puede ser posible que en nombre de la propia democracia emerjan proyectos antidemocráticos, ideológicos, fundamentalistas y misionales. Por ejemplo, John Gray, en su ya popular obra Apocalyptic Religion and the Death of Utopía” (2007) ha demostrado con lógica y hechos irrebatibles como al interior del gobierno Bush yacían concepciones totalizantes cuyo objetivo era realizar la utopía democrática mundial no importando los medios que se utilizaran, incluyendo violaciones a los derechos humanos, guerras “preventivas” y -como sabemos por Guantánamo- campos de concentración y torturas.
En fin, el ser humano no es democrático por naturaleza –lo que siempre destacaba H. A.- de modo que la tentación totalitaria asoma en tiempos y lugares menos esperados. Incluso en nombre de la democracia. Es en ese sentido que, siguiendo a Kant, H. A. manifestó en diversas ocasiones que la capacidad de pensar va siempre anudada con la capacidad de mentir. O dicho así: casi siempre olvidamos que la razón porta consigo no sólo la posibilidad de razonar sino también la de racionalizar. De este modo somos siempre proclives a justificar los peores actos en nombre de ideales superiores y cósmicas ideologías.

2. De acuerdo a un tratamiento sociologista del tema del totalitarismo, H. A. es considerada como la teórica de los sistemas totalitarios por excelencia. Craso error. Los estudios de H. A. con respecto al tema están muy lejos de ser un análisis de determinadas estructuras sociales, sociológicas o sociologistas de “tipo” totalitario. Del mismo modo será necesario destacar algo que gran parte de quienes se han ocupado de la obra de Arendt han pasado por alto: jamás H. A. desarrolló una teoría del totalitarismo como sistema social. Y no lo hizo porque jamás pretendió ser una teórica social. H. A fue, antes que nada, una pensadora filosófica – y teológica- de la condición humana, sobre todo cuando esta condición se hace presente bajo la luz radiante de la política. Eso quiere decir que ella estaba muy lejos de ocuparse de determinadas teorías sistémicas. Su preocupación central fue siempre el ser humano en relación consigo y con los demás. Ésa, la humana, no es para H. A. una condición antropológica o social, sino – siguiendo la ruta trazada por Husserl y Heidegger pero elevada hacia “lo público”- la de aquel ser humano que “existe siendo” pero sin acceder nunca hacia la totalidad del Ser que es, de acuerdo a la teología arendtiana, Dios. Dios: palabra que no se atrevió a pronunciar Heidegger, pero que sobredetermina toda su concepción del Ser, como ha demostrado, desde su perspectiva judía, Marléne Zarader (1990) en su hermoso estudio sobre la filosofía heideggeriana. Es por eso que afirmo aquí que para alguien como H. A. el totalitarismo no es “un tipo de sistema social”, sino el resultado institucional de la degradación del espíritu, tanto colectivo como individual. En fin, lo que quiero decir es que H. A. no era Max Weber, ni nada parecido.

El totalitarismo (o Estado total) para escribirlo de modo simple, surge, o puede surgir, sobre las ruinas del pensamiento político que es a su vez la condición de vida de esa construcción imaginaria que los sociólogos denominan “la sociedad”. O dicho en exacto sentido arendtiano: allí donde desaparece la diferencia entre el mundo del pensar y el del actuar desaparece la política y así el Estado ya no será de todos sino todos seremos del Estado.

Habiendo perdido la condición política, dejamos objetivamente de ser ciudadanos y con ello nos convertimos en seres banales. Y si somos banales, todos nuestros actos, incluyendo nuestras maldades, serán banales. Ese es el sentido original de la “banalidad del mal”. No puede pensarse entonces en la banalidad del mal sin pensar en la banalidad de los malvados, lo que no quiere decir, por supuesto, que el mal será siempre banal. El mal es banal cuando es cometido por seres banales y, sobre todo, banalizados. Los ideólogos, los hechores, los grandes fundadores del Estado totalitario estaban, por el contrario, muy lejos de ser seres banales. Eran, sí se quiere, no demonios, pero sí, seres demoníacos. Pero las innombrables maldades de los seres “demoníacos” no habrían podido jamás cometerse si no hubiesen contado con la colaboración de multitudes de seres banales.

Anticipo entonces una tesis: la banalidad del mal es para H. A. una de las condiciones imprescindibles de la radicalidad del mal. O mejor dicho: hay una relación de estrecha colaboración entre la maldad radical y la maldad banal hasta el punto que la primera sólo puede hacerse presente sobre la base de la primera. Al escribir las últimas frases resulta más que evidente que estoy tratando de hacer una relación entre dos textos “clásicos” de H. A. El ya mencionado sobre los orígenes del totalitarismo, y el controvertido estudio sobre el caso Adolf Eichmann: Eichmann en Jerusalén (1964). Dos textos que jamás deberían ser leídos separados el uno del otro. Dos textos que no encierran dos “teorías” diferentes. Dos textos que son tentativas respuestas surgidas frente a esa pregunta que perseguía a H. A. ¿Cómo fue posible tanta, pero tanta maldad en un país supuestamente culto como era la Alemania pre-hitleriana? En el primer texto nos son presentados algunos escenarios y descripciones del horrendo crimen. En el segundo, los banales individuos que hicieron posible el crimen de los cuales Eichmann fue para H. A. sólo un representante entre varios.
El libro sobre los orígenes del totalitarismo es, visto de un modo formal, un tomo que contiene tres libros que podrían haber sido publicados perfectamente de modo separado. El primer libro es “El Antisemitismo”, el segundo, “El Imperialismo”. Recién el tercero está dedicado al tema de la dominación totalitaria. Como señala Karl Jaspers en su prólogo a la edición alemana (1955), se trataría de un libro de historia. Pero no es, en estricto sentido, un libro de historia. Analizando la estructura general del libro se observa que los dos primeros textos son de verdad, de historia, pero ellos están puestos al servicio del tercero, que no es de historia. Ese tercer texto titulado “la dominación totalitaria” pese a estar al final de libro es, a su vez, y paradójicamente, el centro del libro. Y si hubiera que definirlo, habría que decir que se trata de un texto político que contiene profundas connotaciones filosóficas, mas no de un texto histórico.
H. A. comienza estableciendo una premisa aparentemente sociológica, a saber, que los orígenes del totalitarismo hay que encontrarlos en el derrumbe (desintegración) de las estructuras que conforman la llamada sociedad de clases. Con esa formulación, H. A. se sitúa en polémica abierta con la tesis marxista que confiere un rol progresivo al derrumbe de las estructuras sociales de clase. No así para Arendt. Para ella las clases constituyen el andamiaje arquitectónico que da sentido y forma a la sociedad. Efectivamente: sin clases no hay alianzas de clases ni asociaciones de clase. Cada clase comporta la existencia de asociaciones, las que son inter y extraclasistas. Sin clases no puede hablarse de asociaciones y sin asociaciones no hay, por supuesto, “sociedad”.

De acuerdo a Arendt el derrumbe de las estructuras clasistas –que no es lo mismo que la desaparición de las clases- no proviene ni da origen a una sociedad igualitaria sino a una sociedad de masas la que a su vez origina la desigualdad más radical posible que es la que se da entre un pueblo masificado y un Estado que reclama para sí el monopolio absoluto de la política. Mas todavía, según H. A. todo régimen totalitario es precedido por movimientos sociales de masa que se articulan simbólicamente en torno a la figura de un Führer (conductor). De este modo, las clases, aún existiendo, asumen la forma de masa y la masa la forma de populacho (Mob). Este, al que podríamos llamar “momento populista del totalitarismo”, es una condición ineludible a toda formación totalitaria. Por lo demás, H. A. no está muy sola con esa opinión. De una u otra manera es muy similar a la de autores que han visto en la “masificación de lo social” un signo de desintegración no sólo social, sino sobre todo político y espiritual. Entre varios podemos mencionar a Gustavo le Bonn (1951), Sigmund Freud (1993), Elías Canetti (1980) y Ortega y Gasset (1971) “Movimientos totalitarios son movimientos de masa y ellos son hasta ahora la única forma de organización que han encontrado las masas modernas y que parece ser adecuada para ellas”, escribió H. A. (1955:499). Formulando la misma tesis en términos actuales, podemos decir que todo régimen totalitario tiene un origen populista aunque no todo movimiento populista culmina necesariamente en un régimen totalitario. Ese es, por cierto, uno de los postulados principales de quienes han dedicado esfuerzos para estudiar el populismo moderno, entre otros, Ernesto Laclau (2005). El movimiento totalitario sería, en ese sentido, una forma de re- articulación que surge de la desarticulación clasista la que a su vez lleva a la “sociedad de masas”. La desarticulación clasista tiene entonces dos posibilidades: o no es sucedida por ninguna re-articulación y deriva en aquella situación de “anomia” o desintegración general descrita por Durkheim (1967) o encuentra nuevas formas de rearticulación dentro de las cuales las más conocidas son las populistas las que, bajo determinadas condiciones dan origen a sistemas de dominación totalitaria.

Ahora, el segundo momento que lleva a la consolidación de un sistema de dominación totalitaria ocurre cuando tiene lugar aquello que H. A. llama alianza entre el populacho (Mob) y la elite. En este punto será necesario precisar que ni el concepto masa (populacho) ni el concepto de elite son usados por H. A. de acuerdo a su significado sociológico tradicional. Según ese significado, la masa estaría formada por los sectores más pobres de la sociedad y las elites, por grupos selectos de profesionales. Para H. A. en cambio, la masa no son “los más pobres” sino todos aquellos que, independientemente a sus pertenencias sociales se ponen bajo la disposición de un líder y de un Estado totalitario. A su vez, las elites no son para ella los grupos más selectos sino articulaciones que se desligan de las relaciones sociales con el objetivo de convertirse, de acuerdo a una expresión de Poulantzas (1968), como “clase en el poder”.

Las elites en el sentido arendtiano pueden estar constituidas por una banda de demagogos (caso del nazismo) o por un partido leninista. Hoy podríamos agregar, de acuerdo a casos latinoamericanos (pinochetistas y castristas) por una jefatura militar o, en el caso islamista, por una teocracia impenetrable (ejemplo: Irán). En síntesis, el concepto de elite tiene para H. A. una connotación política y no social, y mucho menos sociológica. Las elites de Arendt no tienen nada que ver con las de un Gaetano Mosca o las de un Wilfredo Paretto.

Hechas estas precisiones podemos entonces mencionar el tercer momento que lleva, según H. A., a la construcción del edificio totalitario. Dicha construcción está condicionada por aquello que la filósofa llama la propaganda totalitaria.

La propaganda totalitaria precisa, de acuerdo a A. H., de una ideología totalitaria y de un líder totalitario. De ahí que el objetivo de esa propaganda está destinado a minar las reservas espirituales de cada ser humano, su capacidad de reflexión y juicio, es decir, a sustituir las ideas por ideologías. Eso pasa, evidentemente, por la destrucción de las instituciones destinadas a producir ideas, sobre todo las Universidades, las que en un régimen totalitario son convertidas en museos ideológicos. Las ideologías son, en este caso, el sustituto de las ideas o, como formulé en otra ocasión: son sistemas de ideas petrificadas (Mires 2002).

Y efectivamente; quien es poseído por una ideología no piensa, es pensado por la ideología. Pero a la vez, las ideologías están representadas por encarnaciones terrenales, y si las ideologías son infalibles, sus representantes también lo serán. La creencia en la infalibilidad del líder es, según H.A., uno de los atributos inherentes a todo régimen totalitario.

3. Para muchos autores, la fusión entre ideología, masas y líder contiene en sí los elementos que llevan, tanto desde una perspectiva dogmática como ritual, a la formación de un nuevo tipo de religión. Pero la ideología, la masa y el líder no constituyen de por sí una religión, como repitió muchas veces H. A. Son su simple simulacro, o si se quiere, una visión degradada de lo divino en lo más banalmente humano.

Así se explica porque todos los regímenes totalitarios, o con pretensiones de serlo, han entrado siempre en conflicto con las religiones y las confesiones, y uno de sus objetivos principales ha sido y será, si no destruirlas, reducirlas a un status marginal. En fin, de lo que se trata mediante la aplicación sistemática de la propaganda totalitaria es de reducir la capacidad espiritual de cada individuo. Pero como la espiritualidad no puede ser separada de la capacidad de pensar –no olvidemos: el pensamiento es el medio que lleva al espíritu- la reducción de la espiritualidad no puede significar otra cosa que la banalización de cada ser humano a fin de que sea sometido al arbitrio ideológico y policial del líder total, representante del pueblo, de la nación, del partido y del Estado, a la vez.

La banalización del ser humano precisa, en consecuencias, de su des-moralización radical, la que no ocurre, por cierto, de un día a otro; se trata más bien de un proceso, y en Alemania, como en otras naciones, ese proceso comenzó aún antes de que Hitler se hiciera del poder. Los estudios de Max Weber acerca de la racionalización de las empresas y del Estado son bastante útiles para todos aquellos a quienes interese analizar los orígenes del totalitarismo moderno, sobre todo si se tiene en cuenta que Hitler y su banda llevaron la lógica de la racionalización al espacio de la política y luego la pusieron al servicio de su objetivo final: el genocidio. De este modo, los campos de concentración eran vistos por sus técnicos y administradores como simples fábricas. Y efectivamente: eran fábricas destinadas a la producción en masa de la muerte.
Ahora, des-moralización, desde el punto de vista filosófico significa la supresión de esa segunda voz que potencialmente todos portamos en aquel órgano virtual que llamamos “conciencia”, voz que nos indica, a través de ese dialogo dinámico que es el pensamiento, cuales son las diferencias entre lo bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto, entre lo verdadero y lo falso. Sólo cuando esa voz interior calla, o es enmudecida, seremos definitivamente banales, esto es, seres en condición de dejarse llevar por la voz altisonante del líder supremo que todo lo sabe, que todo lo piensa y en quien sólo necesitamos creer para alcanzar la redención sobre la tierra. Es por esa razón que la des-moralización desde el punto de vista teológico recibe otro nombre: demonización.

Para que exista demonización se requieren, como en el Fausto de Goethe, dos entidades. El demonio que nos posee, y el personaje faústico; es decir, el demonio y el demonizado. ¿Y qué es el demonio desde el punto de vista teológico? En primer lugar, un vacío producido por la ausencia de Dios en el alma. Eso significa que si Dios se presenta en lo bueno que hay en cada uno, el demonio no se presenta como presencia sino como ausencia, es decir: como ausencia de bien. Luego, el ser banalizado es el ser vaciado de bien. Sólo a través de ese vacío (o vaciamiento) de las nociones del bien puede penetrar en plenitud la presencia del mal, presencia que sólo emerge frente a la radical ausencia del bien. Pero a la vez, y aquí reside la perversión final de cada proceso de banalización colectiva, la presencia del mal no se presenta en nosotros como mal, sino como bien supremo. O en otros términos: cuando perdemos la noción del mal, perdemos a su vez la noción del bien. Y al no poder o saber diferenciar entre la maldad y la bondad, caemos en la banalidad total, condición a su vez -ésta es la idea de H. A.- de la maldad radical representada en los campos de exterminio: el triunfo del principio de muerte (el mal) por sobre el principio de vida; el asesinato masivo configurado como un simple proceso de producción técnica del cual, en definitiva, nadie aparece como ejecutor total. Es en ese sentido que H. A. vio en los campos de concentración y de exterminio, o en la visión inenarrable del Holocausto, aquello que Emmanuel Kant ni siquiera imaginó al acuñar el término del “mal radical” (1995).

El mal total, o mal radical puede, a su vez, ser entendido desde la perspectiva de una teología negativa, que eso es al fin la demonología, como la demonización del humano entendiendo por demonización el proceso sistemático que lleva a la anulación pensante del ser (espiritualidad). Esa es, a la vez, una tesis de Hannah Arendt, tesis que fue desarrollada en profundidad en su libro Zwischen Vergangenheit und Zukunft (Entre el Pasado y el Presente).

De acuerdo con H. A. es imposible establecer una relación de equivalencia entre ideología y religión (2000: 324) La razón es que mientras la ideología bloquea el desarrollo del pensamiento (espíritu) la religión, para que sea tal, requiere, más allá de sus rituales, de altas cuotas de espiritualidad.

Creer en Dios es pensar en Dios, luego no podemos acceder a Dios fuera del pensamiento que es precisamente la instancia que anula cada ideología, sobre todo cuando esta ideología es impuesta desde un Estado total. Ahora, según H. A., una de las propiedades de las ideologías modernas (marxismo, fascismo, liberalismo) es haber eliminado el temor al demonio, o lo que es igual: la creencia en el infierno. El demonio y el infierno no son, por lo tanto, dos entidades materiales –y en ese punto Arendt está de acuerdo con la teología moderna- sino la negación del bien, negación que llegó en Alemania a radicalizarse hasta el punto que lo hechores de los crímenes más horrorosos no se reconocían ni ante sí mismos ni antes los demás como culpables. Con su ironía acostumbrada, dijo una vez H. A. al visitar Alemania, después de la guerra. “Ahora resulta que en Alemania nunca hubo un solo nazi”.“Si el demonio no existe, todo está permitido”, podemos decir invirtiendo la frase del Fedor Karamazov de Dostoyevski. Eso significa que sin la presencia amenazante del mal no reconocemos la posibilidad del bien, y al no poder diferenciar el mal del bien nos convertimos en seres no pensantes (banales). Como escribiera H. A. en su libro Ich will verstehen (Yo quiero entender): “Yo estoy segura que toda la catástrofe totalitaria no habría sobrevenido si la gente hubiera creído más en Dios, o por lo menos en el infierno” (1998: 85). Eso quiere decir que los hombres que llevaron a cabo el Holocausto no sólo eran seres que no conocían la noción del mal. Tampoco –y por lo mismo- eran capaces de sentir culpa. Y, por cierto, como ocurrió con Eichmann, no sabían pedir perdón.

El Holocausto es la presencia real de la consumación del mal total, aquella que se expresa en el proyecto de convertir a los humanos en cosas superfluas que pueden y deben ser eliminados por un designio ideológico concebido por seres demoníacos. Ahora, que ese proyecto hubiese sido implementado no sólo por los más radicales malvados de la historia universal sino por seres humanos banales, no sólo no disminuye la radicalidad del mal. Por el contrario: la sobre-dimensiona hasta llegar a un punto donde, aún después del horrendo crimen cometido al pueblo judío, ni siquiera el pensamiento puede alcanzar la presencia del mal. Y no lo puede alcanzar porque la banalidad del mal presupone, en primera línea, la eliminación del pensamiento. O dicho así: el pensamiento no puede pensar lo que está afuera del pensamiento: la total, la absoluta, la radical banalidad del mal. La banalidad del mal no es, luego, un atenuante de la radicalidad del mal. Es, si se quiere, su complemento, su condición necesaria. Sin extrema banalidad la maldad radical no podría ser posible.

4. En crónicas después compiladas bajo la forma de un libro, H. A. creyó encontrar en Eichmann el prototipo representativo de la banalidad del mal.

Que con su seriedad de gran historiador Hans Mommsen (1964: l- XXXll) hubiese descubierto después de la publicación del libro de H. A. que Adolf Eichmann no era el representante más adecuado de la banalidad del mal sino un gran actor que ante el juicio simuló ser banal con la esperanza de salvar su miserable vida, no devalúa en nada la idea de H. A. en el sentido de que su descripción de Eichmann corresponde, si no con Eichmann, con la biografía de miles de ciudadanos alemanes cuya conciencia fue minada desde el poder y cuya noción del bien fue sepultada bajo el peso de una ideología del mal. Miles de seres vaciados de sí mismos, individuos atomizados que dejaron de ser personas para convertirse en hordas, piezas de una maquinaria infernal puesta al servicio de la muerte colectiva.

Los Eichmann, descubrió Hannah Arendt, pueden ser incluso muy inteligentes, prolijos y responsables en sus trabajos. Pueden cultivar incluso, y con gran dedicación, todas las llamadas virtudes secundarias (puntualidad, limpieza, orden, disciplina, etc.) Pueden ser, además, excelentes “jefes” de familia. Pero no saben o no quieren pensar. Y pensar, para H. A. – en ese punto sigue a Kant quien siempre hacía la diferencia entre el pensar y el entender- viene de una actividad, no de una pasividad del espíritu. Sólo a través del pensamiento activo –hay que repetirlo- podemos reconocer la diferencia entre el bien y el mal.

H. A. vio en Eichmann lo que fueron muchos cómplices y actores del nazismo: un ser incapacitado para pensar y por lo mismo alguien que al no saber distinguir la diferencia entre el bien y el mal sólo podía funcionar, pero no vivir. Un funcionario, es decir, alguien que funcionaba y nada más. Sin esos seres funcionales ninguna dictadura totalitaria puede ser posible. Sin la horrible banalidad del mal –“frente a la cual la palabra falla y el pensamiento fracasa” (Arendt 1964:300) – el mal, en su expresión total y radical, nunca habría podido existir.

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