La poesía de la maldad
Fernando Mires
Para nosotros, los humanos, la búsqueda es el encuentro. No podemos aspirar a más, y eso es ya demasiado
1. Cuando casi por azar leí de nuevo la Oda a Stalin de Pablo Neruda, supe que desde hace muchísimos años había estado postergando escribir lo que ahora escribiré.Estoy hablando, de acuerdo a los propios registros soviéticos, de 1,5 millones de seres directamente ejecutados. Estoy hablando de 8 millones de muertos en el Gulag. Estoy hablando de entre 6 y 8 millones de muertos a causa de hambrunas provocadas sistemáticamente por Stalin en campos y ciudades con el objetivo de eliminar a “la burguesía” y a los kulaks. Según el investigador Robert Conquest, las cifras de personas asesinadas oscila entre 20 y 30 millones. Estoy hablando, además, de comunistas asesinados por orden de Stalin, miles y miles, entre ellos toda la vieja guardia bolchevique, hecho que llevó a escribir a Fernando Claudin que ningún dictador, ni siquiera Hitler, ha superado cuantitativamente a Stalin en el aniquilamiento sistemático de cuadros comunistas. Estoy hablando de las miles de “clínicas psiquiátricas” repartidas a lo ancho y largo de la URSS, horrendas sentinas donde iban a terminar sus vidas quienes se desviaban de la línea del Partido, línea que solía cambiar cada mes. Estoy hablando, por último, del gemelo totalitario de Hitler, ambos criminales en serie, los dos más grandes genocidas habidos y –Dios me oiga– por haber.
Confieso que no puedo dejar de pensar que lo que uno escribe está escrito antes de ser escrito, y que toda escritura no es más que una trascripción de pensamientos, los que como un topo en la oscuridad aguardan su momento para aparecer bajo la luz del sol. Entonces volveré a plantearme esa pregunta que tanto me ha perseguido. ¿Cómo pudo ser posible que el (para mí) más grande poeta de la lengua castellana haya caído tan bajo como para cantar una larga oda al más malvado de los dictadores paridos por la historia? No estoy hablando de Hitler. Estoy hablando de Stalin, el único monstruo que ha logrado superar al endemoniado alemán.
¿Cómo Neruda, poeta del cielo, pudo haber escrito esa Oda a Stalin, hombre del infierno?
¿No conocía acaso el poeta los innumerables crímenes del dictador? Por supuesto que los conocía. Como cientos de comunistas que tenían acceso a las cumbres soviéticas, Neruda sabía de ellos. Las revelaciones de Kruschev en el 20. Congreso del Partido Comunista de la URSS (1956) fueron solamente un procedimiento “pro-forma” que hizo público un secreto a voces. Por más que hoy los apologistas quieran disculpar el maléfico poema aduciendo que Neruda vivía en las nubes; Neruda, como sucedió con cientos de intelectuales occidentales, fue un cómplice de la maldad.
Desde luego, Neruda no conocía en detalle la lista casi interminable de seres humanos asesinados por Stalin. Tal vez tampoco conocía la verdadera dimensión de la maldad hacia la que él, con grotesco desparpajo, elevó la cadencia irresistible de su poesía. Pero no podía ignorarla, sobre todo si se tiene en cuenta que muchos escritores soviéticos que alguna vez compartieron con él, fueron asesinados, o arrastraban huesos casi sin piel en los campos de concentración, o eran obligados a pasar al anonimato después de confesar públicamente delitos jamás cometidos, o eran forzados con sus bocas sin dientes a cantar loas al degenerado dictador. Eran obligados, léase. Pero a Neruda nadie lo obligó.
¿Orden de Partido? Y aunque así hubiera sido, Neruda era quizás el único comunista chileno que podía permitirse no acatar alguna orden del Comité Central sin recibir ninguna sanción. Su prestigio era muy grande, y su pertenencia al comunismo chileno era un capital enorme que “el Partido” jamás podría despilfarrar. No, eso no cuenta.
¿Alucinación ideológica, una de esas que casi todos hemos padecido en algún momento de nuestras vidas? Quizás eso es válido para poetas como Rafael Alberti quien, amén de escribir poesía, intentó conjugar los verbos de la doctrina marxista-leninista. Sin embargo, todos los testimonios relativos a la vida de Neruda dejan muy claro que la adhesión del poeta al comunismo no era ideológica. La verdad es que el hombre no sólo no era marxista. No sólo no tenía la más pura idea de “marxismo-leninismo”. Además, no le interesaba en absoluto. Su adhesión al comunismo era de naturaleza emocional, mística, romántica si se quiere. Ideológica, en ningún caso. Política, mucho menos.
¿O era Pablo Neruda un malvado, un psicópata oculto bajo imágenes y estrofas alucinantes que surgían de una mente enferma? Nada más falso. Todos los testimonios –si dejamos de lado la patética envidia de Pablo de Rokha, o la mezquindad abominable del castrista Nicolás Guillén– incluyendo los de declarados enemigos del Partido Comunista, coinciden en afirmar que Neruda era un ser humano generoso, ético, de recto proceder, muy tolerante y respetuoso frente a los demás.
O, –para seguir el hilo de la apología “nerudista” contemporánea– ¿fue la Oda a Stalin un panfleto sin importancia, un simple desliz al que no podemos sino disculpar con una leve encogida de hombros? ¿No tienen acaso todos los grandes creadores obras fallidas a las que no cabe sino restar toda importancia? ¡Ay!, si así hubiera sido yo no estaría escribiendo lo que ahora escribo. El problema es que la Oda a Stalin no sólo no es un poema malo (hasta Neruda tiene algunos) es que es un poema grandioso; es extraordinario. Por Dios, no nos hagamos más los huevones: estamos frente a un poema sinfónico, ante estrofas maravillosas; frente a versos cósmicos. Cualquiera que entienda algo de literatura no puede más que decir, si es honesto, que la Oda a Stalin es una “obra magna”. Y ahí, justo ahí, reside el nudo del problema. No se trata de un poemilla de medio pelo, sino de una de las más bellas dedicatorias a la maldad escritas por algún ser humano. ¿Cómo manejar tan tremenda contradicción?
2.
La contradicción trasciende a Neruda, y tiene que ver con la pregunta: ¿Puede algo ser malvado y a la vez bello? La pregunta es clave, en ella se encierra el sentido mismo de la existencia humana. Sentido que creía tener resuelto cuando vivía en Frankfurt y el tranvía pasaba todos los días por la Casa de la Ópera en cuyo frontis se encuentran escritas las palabras de Goethe: “lo bello, lo verdadero y el bien”. Las leí tantas veces que, de modo inconsciente, llegué a suponer que esa trinidad era parecida a la cristiana, una unidad que comienza en Dios y termina en Dios. Sólo después de algún tiempo, cuando me entrometí en la filosofía de Schelling (Friedrich Wilhelm Joseph, 1775-1854) me di cuenta de que esas tres instancias del ser no sólo no eran complementarias sino, además, podían ser diferentes e incluso antagónicas entre sí. Eso quiere decir que algo puede ser bello y malvado a la vez.
Por lo demás, la narrativa universal está llena de ejemplos de seres humanos perversos y bellos que han sido amados por otros con divina devoción. Luego, en clave de tesis podría ser dicho: “todo lo verdadero y bueno es bello, aunque no todo lo bello es verdadero y bueno”. Creo no tener a mano ningún otro ejemplo mejor para demostrar esa tesis que la Oda a Stalin de Pablo Neruda: El objeto del bello poema no podía ser más malvado y la ideología que él representaba no podía ser más falsa.
La pregunta que una vez me hice ante Neruda la he vuelto a hacer muchas veces frente a Martin Heidegger y su complicidad con el nazismo. E inevitablemente, al pensar en Heidegger, he pensado de nuevo en Neruda. Es cierto que el gran filósofo jamás escribió una apología explicita a Hitler como hizo Neruda a Stalin, pero no se puede negar que, al igual que Neruda, comprometió su enorme prestigio intelectual al adherirse a una causa abyecta. Lo cierto es que ambos grandes hombres fueron, durante algunos momentos de sus vidas, sirvientes del demonio. Pero no en el sentido de que Stalin y Hitler hubieran sido demonios. Porque lo más terrible de esta historia es que ambos dictadores eran definitivamente mediocres, radicalmente banales, pero no demonios; apenas, si así se quiere, un par de pobres diablos. Eso no disminuye, al contrario, aumenta la degradación en que tantos cayeron al adorarlos como si hubieran sido dioses, precisamente a ellos, quienes estaban más lejos que nadie de Dios.
No, Stalin y Hitler no eran demonios. Ambos eran –y eso es algo muy diferente– seres demonizados, banales representaciones humanas de la maldad absoluta, de una maldad a la que para descifrar faltan palabras; de una maldad, en fin, impensable.
Fue, reitero, Schelling, quien me llevó a pensar en esa impensabilidad del mal total. Pensamiento que comenzó a perfilarse con plena nitidez cuando estudié el libro de Heidegger dedicado a la filosofía de Schelling (Schellings Abhandlung über das Wesen der menschlichen Freiheit). A través de la redacción de su ensayo, Heidegger, no me cabe duda, estaba entendiéndose a sí mismo. Y lo sé, porque a través de Schelling, pero sobre todo, a través del libro de Heidegger sobre Schelling, yo entendí la sinrazón del poema de Neruda, o lo que es igual, entendí por qué el mal, o la maldad, puede ejercer sobre los humanos una atracción tan, o quizás más irresistible que el bien. De más está decir que a la vez que entendía por qué Neruda, Heidegger y tantos otros cayeron tan por debajo de ellos mismos, entendía de paso por qué nadie está libre de confundir el bien supremo con el supremo mal.
¿Qué es el mal? Seamos algo simples: el mal es la negación del bien; luego, el mal es la condición del bien y no hay que recurrir a Hegel para saber que sin negación no puede haber afirmación. Ese pensamiento simple es, a la vez, el punto de partida de la filosofía teológica de Schelling de la cual vamos a destacar aquí un par de puntos que son claves para Heidegger.
De acuerdo al Schelling de su texto central Über das wesen der menschlichen Freiheit (Sobre la esencia de la libertad humana) en el cosmos reina orden y caos, y ambos son interdependientes. El cosmos, a su vez, es expresión de un orden superior al que Schelling llama el Ser Total, es decir, el Ser Absoluto e Infinito, es decir, Dios. Ahora, en ese cosmos –punto donde Schelling sigue a Platon– el ser humano es la única instancia que gracias a su pensamiento se encuentra en condiciones de acceder o pre-sentir el espíritu del Ser. Mas, a la vez, el ser humano es materia, y luego tiene dos opciones: la de hundirse en la oscuridad de la materia o la de buscar la luz de Dios. Esa dualidad es, para Schelling, la esencia de la libertad. Pero a la vez, y he aquí el agregado que introduce Schelling a la filosofía platónica, esa no es sólo esencia humana, sino una que deriva de la existencia del propio Dios. En otras palabras, si Dios es Dios, lo integra todo, y por lo tanto, la propia negación de Dios se encuentra en Dios. Eso significa que Dios, al contener en sí a todos los tiempos, no sólo “es”, además “está siendo”, lo que también quiere decir, “Dios se está haciendo”.
Radicalizando la terminología de Schelling podríamos decir: el Demonio no es una “persona” independiente a Dios sino consustancial a Dios pues si Dios no integrara en sí al Demonio no sería todo y si no fuera todo no sería Dios. Dios, luego, al serlo todo, no sólo integra su presencia sino también su ausencia. Esa ausencia de Dios en Dios y en nosotros es el Mal. Trasponiendo la tesis, podemos afirmar que, según Schelling, Dios es la vida y por eso es también la muerte. O también: Dios está en lucha consigo mismo y nosotros, hijos de Dios vivimos en lucha en y con nosotros mismos (agonía, antagonía). Esa lucha entre el Bien y el Mal es universal, cósmica y divina a la vez. Es también humana. O para decirlo con Hannah Arendt: es la propia condición humana.
Ahora, según Schelling, el universo está sometido a dos principios: el de reclusión del ser en sí mismo (hundimiento del ser en la materia no viviente), y el de expansión: salir del sí mismo (Selbstheit) hacia el más allá. Si asumimos el segundo principio, salimos en búsqueda de Dios. Se trata, luego, de una opción. Una opción frente a la cual somos libres. Pero, y he aquí donde reside ese derivado de la libertad de la cual nosotros, y nadie más que nosotros, somos responsables: Si no elegimos el camino de Dios (expansión) traicionamos nuestra propia libertad de ser.
El ser humano –lo dijo Aristóteles– es una criatura metafísica, y si renegamos de esa propiedad, traicionamos al Ser, luego a Dios, y no por último, a nuestra propia esencia. Esa traición la llama Heidegger “Olvido del Ser”. Entonces el lector puede adivinar hacia donde voy. Cuando Heidegger adhirió al nazismo, o cuando Neruda cantó a Stalin, cometieron –siguiendo la idea de Schelling– un deliberado y abierto acto de traición a la esencia del ser humano. Por una parte, ambos estaban tocados por un espíritu que no viene de la materia. Ambos elevaron su ser buscando el encuentro con un más allá no material, y ambos creyeron encontrarlo justo ahí donde menos debía ser buscado, en la adoración al Mal, en la negación de Dios. La traición reside, por lo tanto, en un error. La Oda a Stalin de Neruda es, antes que nada, un poema errático, “equi-evocado”: ahí reside su maldad. Esa es la traición.
Avanzando algo más –gracias a Heidegger– en la lectura de Schelling, podemos decir que el ser humano está dotado de propiedades que le permiten buscar a Dios, pero que, como resultado de nuestra mortalidad, no nos está permitido encontrarlo. Como mortales no tenemos acceso a la inmortalidad pero a la vez podemos buscarla aunque sin encontrarla. La filosofía, la poesía, la música, las artes en general, y a veces hasta las religiones, son los medios que nos permiten merodear alrededor de los territorios de la inmortalidad, que son los de Dios. Lo que quiero decir, al fin, es que asumiendo el principio de expansión, según Schelling, encontramos la búsqueda, pero –radical paradoja– no encontramos el encuentro. O expuesto de este modo: para nosotros, los humanos, la búsqueda es el encuentro. No podemos aspirar a más, y eso ya es demasiado. Por lo tanto, si creemos encontrar a Dios en los espacios que nos han sido dados (los de la mortalidad, los de la “pensabilidad”) erramos, y con ello, para decirlo de nuevo con Schelling, cometemos acto de traición al Ser.
La traición de Neruda no reside, por lo tanto, en haber buscado a Dios con su poesía. Su traición reside en creer que lo había encontrado, y con ello, al menos por un momento, abandonó la búsqueda que es a la vez, la propiedad divina que nos ha sido concedida. O digámoslo de modo altamente simple: Neruda (al igual que Heidegger) encontró el camino pero, como un automovilista enloquecido, partió, y a toda velocidad, en dirección exactamente contraria para terminar cantando al más radical de los males que la mente humana pueda concebir: a Stalin.
Sostengo, en consecuencia, que la Oda a Stalin de Neruda es un poema esencialmente religioso. Y lo voy a demostrar.
3.
Cuando digo que la Oda a Stalin es un poema esencialmente religioso, estoy diciendo que Neruda, como comunista, vivió –por lo menos durante un tiempo– el comunismo no como política sino como religión. No estoy diciendo –cuidado– que el comunismo sea una religión, sino que muchos, Neruda entre ellos, lo vivieron como religión. Esa fue su gran maldad, la que, como ya hemos advertido, se trata de un error, es decir, de una equi-vocación. Y como la palabra lo dice, una equi-vocación es una falsa vocación, lo que trae consigo, a la vez, una falsa e-vocación. En este caso, la evocación a la divinidad de Stalin.
Leamos, por ejemplo, el comienzo de la Oda a Stalin:
Camarada Stalin, yo estaba junto al mar en Isla Negra/ descansando de luchas y de viajes/ cuando la noticia de tu muerte llegó como un golpe de océano/ Fue primero el silencio, el estupor de las cosas, y luego llegó del mar una ola grande/ De algas, metales y hombres, piedras, espuma y lágrima estaba hecha esta ola/ De historia espacio y tiempo recogió su materia/ y se elevó llorando sobre el mundo/ hasta que frente a mí vino a golpear la costa/ y derribó a mis puertas su mensaje de luto/ con un grito gigante/ como si de repente se quebrara la tierra.
La muerte de Stalin hizo temblar el cosmos frente a la casa de Neruda. Un llanto universal fue derramado sobre la tierra; y la historia, el espacio y el tiempo avanzaron como una ola gigantesca. ¿Qué estamos leyendo? Sin duda, versos grandiosos. No obstante, para cualquiera que haya asistido alguna vez en su vida a alguna clase de Catecismo, esas imágenes son familiares. Pues Neruda, tal vez sin darse cuenta que su voz era la que transmitía su inconsciente cristiano, no ha hecho otra cosa que transponer los relatos neo-testamentarios sobre lo que sucedió en la tierra inmediatamente después de la muerte de ¡Jesús, el Cristo! Dice por ejemplo el Evangelio de San Mateo
(27-51): “Y ¡mirad!, la cortina del santuario se rasgó en dos, de arriba a abajo, y tembló la tierra, y las masas de roca se hundieron”.
El Evangelio de San Neruda sobre la vida pasión y muerte de Stalin, comienza con la muerte de Stalin, el falso redentor. Luego retrocede hasta el año 1914, cuando el mundo estaba dominado por los ricos, quienes se repartían el petróleo, las islas y el cobre. Así, nos cuenta Neruda como antes de Stalin los policías ametrallaban al pueblo inerme. Como los gringos bailaban frenéticamente sobre la sangre de los hombres; como una lluvia de sangre caía sobre el planeta; como los dueños de burdeles, los propietarios de periódicos, los millonarios se habían apropiado de la Historia hasta que un día, Lenin condujo a los pueblos hacia la Nueva Tierra Prometida: La URSS.
“Con modesto vestido y gorra obrera/ entró el viento del pueblo/ Era Lenin/ Cambió la tierra, el hombre, la vida/ El aire libre revolucionario/ trastornó los papeles/ manchados. Nació una patria/ que no ha dejado de crecer./ Es grande como el mundo, pero cabe/ hasta en el corazón del más/ pequeño/ trabajador de usina o de oficina,/ de agricultura o barco./ Era la Unión Soviética.
Desde ese momento, cambio el curso de la historia.
Sólo faltó a Neruda escribir que Stalin se encuentra en el cielo sentado a la diestra de Lenin. Y si no lo hizo fue porque a la izquierda de Lenin habría estado Trotski, y Trotski -eso lo sabía Neruda mejor que nadie- había sido asesinado por obra y gracia de la bondad infinita de Stalin.
Hay, además, en el largo poema un momento en que su trasfondo religioso traspasa los umbrales del inconsciente nerudiano emergiendo en forma consciente hacia la superficie. Ese momento se refiere al legado de Stalin: el Hombre Nuevo: El Comunista. Leamos:
¡Ser hombres! ¡Es ésta/ la ley staliniana!/ Ser comunista es difícil./ Hay que aprender a serlo./ Ser hombres comunistas/ es aún más difícil,/ y hay que aprender de Stalin/
Llegar a ser un verdadero comunista es difícil, dice Pablo Neruda parodiando a San Pablo para quien ser un verdadero cristiano era algo muy difícil cuando no nos contemplamos en Jesús. Por eso la historia envió a Stalin a la tierra. Para que los comunistas, seres elegidos por la Historia, siguieran su ejemplo y lo imitaran.
Lo mismo ocurrió con los nazis, a quienes les hicieron creer que pertenecían a una raza superior. Ocurre todavía con los miembros de las sectas religiosas, quienes en su locura colectiva imaginan haber sido elegidos por Dios para propagar su mensaje. El hombre estalinista, según Neruda, ha alcanzado también una superioridad con respecto a los demás mortales. Y la figura de Stalin era, según Neruda, ejemplo señero.
Este manicomio, que es el mundo en que vivimos, está lleno de elegidos y autoelegidos. Son pocos los que piensan en que si hay un Dios, es de todos. Que si hay un Dios, Él no eligió a nadie o nos eligió a todos. Y que si hay un Dios, nos eligió para que eligiéramos. Para que eligiéramos entre lo bello y lo horrible; entre lo justo y lo injusto; entre lo falso y lo verdadero; entre lo bueno y lo malo.
Sin embargo, Neruda, en su poema no sólo eligió al Mal y a la Maldad. Además, los confundió con el Bien y la Bondad. Su pecado –o su error, en este caso es lo mismo– no pudo ser más grande.
Hay que reiterar, además, que el Stalin de Neruda evoca de modo blasfemo la pasión de Jesús hasta en sus más leves detalles. Y al igual como ocurrió con el Nazareno, el mensaje de Stalin no fue entendido primero por los escribas, ni por los sabios, ni por los intelectuales, pero sí por los buenos de corazón, por los misericordiosos y por los desventurados, los humildes de la tierra, los pobres de espíritu, que de ellos será el reino de la tierra. No deja de ser interesante analizar los párrafos finales del poema.
Vino un muchacho y me estrechó la mano/ Más tarde el pescador de erizos, el viejo buzo/y poeta,/ Gonzalito, se acercó a acompañarme bajo la bandera./ «Era más sabio que todos los hombres juntos», me dijo/ mirando el mar con sus viejos ojos, con los viejos ojos del pueblo./Y luego por largo rato no dijimos nada./Una ola/ estremeció las piedras de la orilla/ «Pero Malenkov ahora continuará su obra», prosiguió/ levantándose el pobre pescador de chaqueta raída./ Yo lo miré sorprendido pensando: ¿Cómo, cómo lo sabe?/ ¿De dónde, en esta costa solitaria?/ Y comprendí que el mar se lo había enseñado
Ha de perdonarme el lector, pero cuando leí la profecía de Gonzalito, el viejo pescador amigo de Neruda, no pude evitar, en medio del estupor, una carcajada. Ocurrió al rememorar el nombre de Malenkov. Evidentemente Neruda no estaba todavía muy bien informado acerca de quién era Malenkov cuando escribió su ominosa Oda a Stalin. Porque Malenkov era el hombre más tonto y gris de todo el Comité Central. Como oscuro funcionario, Malenkov fungió de perro faldero de Stalin a la vez que servía de contacto entre Stalin y el otro gran asesino, Bejria, jefe de todos los aparatos secretos del régimen.
Como ocurre con todos los dictadores, Stalin se rodeaba de un círculo formado por los más incapaces, los menos inteligentes, los más serviles y Malenkov reunía todas esas dudosas cualidades de modo superlativo. Además, Stalin no tenía hijos en condiciones de sucederlo, ni tampoco un hermano a quien legar su dictadura, como hacen todavía los sátrapas de nuestro tiempo. En fin, Malenkov fue elegido por el resto del Comité Central como el único que podía continuar el breve periodo del “estalinismo sin Stalin” a cuya sombra se formaban las fracciones y se tejían las intrigas destinadas a asegurar la continuidad del poder. Como es sabido, cuando el astuto Nikita Kruschev ascendió al sagrado puesto de Secretario General, el primero en desaparecer de la escena fue el desdichado Malenkov. Se equivocó el viejo Gonzalito. Pero Neruda se equivocó mucho, mucho más que Gonzalito.
De este modo, como si hubiera sido un castigo, la Oda a Stalin que había comenzado como un poema cósmico, terminó como la misma historia del comunismo: como farsa, o quizás peor: como grotesca tragicomedia.
4.
Si la maldad tiene un sentido, este no es otro que, al reconocerla como tal podamos reaccionar en su contra.
En su breve y decidor ensayo, Die Kehre (cuya traducción literal significa, conversión en 180°) cita Heidegger un verso de Hölderlin. Dice más o menos así: “Pero ahí donde está el peligro, crece también la salvación”. Significa: ahí donde crece el mal, nace la posibilidad del bien. Ahí, cuando vemos el abismo, nace la posibilidad de retroceder. “Ahí, donde está el error, surge la posibilidad de la verdad” (Nietzsche). Ahí, donde aparece la amenaza de la muerte, pensamos en el sentido de la vida. Ahí, sólo ahí, en los campos de concentración alemanes, o a través de las alambradas del Gulag soviético, entendemos hasta dónde puede llegar el ser humano cuando haciendo uso de la libertad que Dios le dio, le vuelve las espaldas, e intenta sustituir su majestad por esos ídolos que vienen del infierno.
Después de Stalin, Neruda volvió a sus océanos, continuó hundiendo sus manos en la tierra, escribió a las piedras, a las flores, al ajo, al tomate, a la cebolla y al amor. Nunca más idolatró a nadie, y sus versos lo llevan los vientos, haciendo el bien con su belleza, y todos los que amamos tanto a la vida, se lo agradecemos con todo el corazón
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