Me refiero a la creciente frecuencia con la que las malas ideas se transforman en decisiones que nos afectan a todos.
Los gobernantes siempre se han mostrado vulnerables a la seducción de las malas ideas, muchas veces potenciadas por intelectuales, periodistas y otros actores influyentes. Pero ahora, las nuevas tecnologías, la globalización y la creciente presión para responder con rapidez y audacia a los problemas -muchos de ellos sin precedentes- han acentuado esta fragilidad. Las malas ideas se popularizan y se esparcen rápidamente por el mundo, antes de que aparezcan sus defectos. Y lo que es peor: enfrentados a las crisis (políticas, económicas, militares), los líderes se ven cada vez más tentados a apostar en grande -vidas, dinero, capital político- basados en ideas espurias. La invasión de Irak es un buen ejemplo, como lo son también la reacción inicial a la crisis económica mundial o, más recientemente, a la de Grecia.
Esto no es nuevo. La historia está salpicada de teorías que se ponen de moda e inspiran políticas, para terminar siendo refutadas o reemplazadas por otras. Algunas, como el comunismo o el fascismo, son construcciones ambiciosas, que proponen una visión total del mundo. Otras son más modestas en su alcance. La teoría de la dependencia, la curva de Laffer popularizada por Ronald Reagan, la presunta superioridad de la cultura gerencial japonesa o la idea de que es inteligente invertir grandes sumas en compañías de Internet sin ingresos fueron conceptos populares, luego demolidos por la realidad.
Igualmente hay buenas ideas que, después de ganar cierta notoriedad, son ignoradas porque resultan políticamente onerosas. La crisis económica puso sobre la mesa la necesidad de dotar al mundo de una "nueva arquitectura financiera". Hoy la necesidad sigue en pie, pero la propuesta ha pasado de moda y ya no cuenta con el apoyo que tenía durante el clímax del pánico financiero.
Si bien el ciclo nacimiento, apogeo y descarte (algunas veces incluso resurrección) ha sido una constante histórica de las ideas que influyen sobre grandes decisiones, su duración se ha abreviado. Esta aceleración se traduce en la volatilidad de las políticas, en detrimento de la adopción de alternativas más sólidas y duraderas.
La creciente necesidad de respuestas para problemas tan nuevos como amenazantes aumenta la probabilidad de que malas ideas se transformen en decisiones. A los jefes de empresa se les exige más resultados y más rápido; los dirigentes políticos se enfrentan a electorados cada vez más impacientes, los funcionarios están obligados a improvisar respuestas a emergencias sin precedentes... Así, las "soluciones milagrosas" e instantáneas se imponen a buenas propuestas que tardan en dar frutos. Aunque tarde o temprano las malas ideas quedan en evidencia y son descartadas, algunas duran lo suficiente como para causar grandes daños. Y cabe el riesgo de que sean sustituidas por una nueva "buena" idea igualmente engañosa y efímera. Un círculo vicioso.
Esta volatilidad intelectual es amplificada por las nuevas tecnologías de la información. Si bien la rapidez y la comodidad con las que nos comunicamos facilitan el escrutinio y la crítica de ideas y propuestas, no es menos cierto que el volumen y la velocidad de la información que circula por estos canales superan nuestra capacidad de discernimiento, aprendizaje, ponderación y reacción. En medio de un flujo continuo de datos, es imposible discriminar el ruido de todo lo demás. Qué idea es válida y qué crítica es ilegítima, tendenciosa o errónea. En este caso, a menudo, más es menos: cuanto más debate, menos claridad. Tanta información aumenta los costes de averiguar a qué y a quién creer.
Como pasa con muchos problemas, la fragilidad intelectual de estos tiempos no tiene remedios simples. Es inevitable que nuestros dirigentes sigan siendo seducidos por imposturas intelectuales, con los consabidos resultados indeseables. Pero, como lo han demostrado tanto los ataques terroristas como la crisis financiera, el primer paso para ser menos vulnerables a los encantos de las malas ideas es reconocer nuestra preocupante propensión a adoptarlas. Es tan prioritario estar alerta a la creciente influencia de las malas ideas como a los terroristas suicidas o a las letales innovaciones financieras.
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