Francisco Suniaga
Cuando este régimen sea depuesto democráticamente, algo que ocurrirá de manera inexorable más pronto que tarde, quizás las mentes más perspicaces y perseverantes puedan encontrar respuesta a la pregunta que los venezolanos se harán: ¿cómo lograron esfumar en tan poco tiempo cientos de miles de millones de dólares; destruir la infraestructura del país; elevar la deuda a niveles estratosféricos; y dejar a Venezuela al borde de un tsunami político-económico? Un caso para la historia de la estupidez humana.
En su artículo más reciente en este diario, Manuel Felipe Sierra define por lo menos el marco de esa respuesta: ³El proyecto chavista es estructuralmente corrupto². Como lo sería cualquier régimen que se empeñe en borrar la división de poderes y concentrar en las manos de un iluminado todo el poder. Detrás del fracaso está la corrupción en todas sus formas, incluso en la intelectual (no otra calificación merece, por ejemplo, el diseño y construcción de edificios de doce pisos sin ascensor ni ducto de basura en plena avenida Libertador, ¿qué arquitectos e ingenieros firmaron esa barbaridad?).
El proceso para llegar hasta aquí pasa por la destrucción selectiva de dos de los tres pilares elementales de cualquier sociedad: la propiedad privada de los bienes y el sistema de justicia establecido para garantizarla, el cual, a su vez, se funda en el principio de que hay que cumplir con los acuerdos jurídicos. (Por cierto, el tercer pilar elemental para que un grupo humano cualquiera sea considerado una sociedad es la defensa de la vida de quienes la forman, área en la que el chavismo también ha reprobado).
Desde la infame justificación moral del hurto por parte de los más necesitados, hecha desde el poder del Estado (aquello de que los pobres pueden robar) hasta las expropiaciones ilegales de los bienes de los ciudadanos por parte del Gobierno, el régimen se negó a defender la propiedad privada y construyó un valor sustitutivo: el robo. En paralelo a ese proceso, el chavismo demolió también el sistema de justicia destinado a proteger la posesión de los bienes (y la vida). En Venezuela se puede delinquir y solo aquellos a quienes convenga castigar, serán castigados (por eso es selectivo). Ante los otros, en particular ante los clientes políticos, la indiferencia (o sea, un decreto de guerra a muerte bolivariano sin españoles ni canarios).
El efecto de esos dos metamensajes políticos ha sido devastador en la sociedad venezolana. Quienes no lo crean quizás no han sido testigos de la
invasión de una propiedad o de otra práctica grotesca: los saqueos de los vehículos accidentados en las carreteras del país. Recientemente un camión
cargado de gaveras de cerveza se volteó en la ARC, en la propia entrada a Caracas. Muchos conductores, vale decir, gente que se puede calificar de
clase media, detuvieron sus vehículos y volvían a ellos con las cajas de la bebida lupulosa al hombro. Por si eso no fuese ya suficiente escándalo, había muy cerca un comando policial-militar y no solo no impidieron el saqueo, sino que miembros de su personal fueron retratados y vistos en las redes sociales cargando sonrientes sus respectivas gaveras.
Este episodio, que se repite a diario en las carreteras de esta patria que tanto dicen amar los líderes del régimen, es absolutamente coherente con el mensaje que se recibe desde el poder. Si ante los ojos de esos mismos ciudadanos saqueadores de carretera, funcionarios y empresarios afectos al
régimen roban en proporciones infinitamente mayores, ¿por qué no cogerse unas cervecitas?
Mientras llega el momento de la necesaria e inevitable rendición de cuentas, el expediente de este desastre debe ser levantado. Desde el ámbito jurídico,
político, económico e incluso literario, es deber patrio construir el registro que explique a los venezolanos y a las generaciones futuras qué fue lo que pasó en este período, por qué la corrupción alcanzó niveles tan monstruosos.
Carlos Tablante y Marcos Tarre cumplieron con su parte de la tarea al escribir el libro Estado delincuente, un auténtico mural de la corrupción, sus formas y su desarrollo a lo largo de los últimos años. Una visión detallada del tejido en el que la trama del crimen organizado y la urdimbre de la institucionalidad del Estado, en todos sus niveles, se cruzan para generar esta inmensa sensación de desgobierno y anarquía, donde las leyes para proteger la propiedad son violadas a diario y los tribunales a los que acudir por protección no obedecen otra voz que la que proviene del Gobierno.
Si el debate sobre la corrupción que el régimen se propone realizar en la Asamblea Nacional fuese sincero, este libro sería un buen punto para comenzarlo.
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