lunes, 7 de abril de 2014


GARCÍA MÁRQUEZ, VOZ DE RÍO

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Leandro Area

Hace tiempo ya que algún país ha debido tener la hidalguía de llamar a uno de sus ríos con el nombre del Gabo. “Vamos a bañarnos al Gabito”, exclamarían los muchachos retozones del sitio, sin saber en qué profundidades se bautizan. Porque de sacramento se trata y no es para menos en estos días en el que Gabriel García Márquez cumple 87 años, que para él sospecho no serán más que un ocho más siete que son quince. Veamos lo del río.
Cuando trato de apreciar el significado que para mí tiene el escritor de marras, no puedo relacionarlo sino con el agua. Nada de mineral, animal o vegetal lo define, sino materia líquida dentro de una madre. El río lo es, lugar de alumbramiento, territorio amniótico, cuenca hídrica. Nunca maciza, terminal, antes bien flexible, juguetona, ligera de bambú, la obra de García Márquez nos baña, absorbe, lava y mece. El ahogo emocionado que ella provoca no tañe lamentos y menos pesadumbres. Su obra es agua que pasa, brilla, transporta; lugar de sombras entretejidas y de asombros fugaces; geografía cercana al lugar donde se establecen y crecen los pueblos, los amores, los bichos y sus víctimas, las muertes pestilentes que flotan, sitio donde la gente lava hasta los intestinos; donde pesca, sancocha, fríe, canta, pelea también, inventa, escupe, orina y llora. Tornasol donde van a beber los pájaros y los venados, las mariposas y gente de burdeles, las anacondas y los circos, y huele a húmedo y profundo, y más oscuro aún cuando sobre lo mojado llueve y se borran las huellas, y  el camino se encharca, que de ello trata también la literatura.
 Ponerse en las manos del Gabo no da miedo, al contrario, se deja uno llevar, pues cuando nos abre las puertas de sus libros que son como sus casas íntimas, deja el lector de ser un nombre para convertirse en un personaje más de sus novelas o sus cuentos, porque héroes no hay, a pesar de Bolívar; y allí todos somos mortales, más o menos simpáticos, entrañables o crueles. Hay en sus obras, siento, una posibilidad de  desdoblamiento en el lector que quiere dejar de ser lo que es, o no lo intuye aún, y así mudar de piel, para por fin convertirse en su deseo y encontrar en esa dimensión el río que lo acompañará cambiando de por vida y que no pide a cambio sacrificios u ofrendas.

                                               
Se ha hablado tanto de él y de su obra, se ha dicho, escrito y más que martillado, que no oso repetirlo de tan trillado que es, magnifico, importante. Tan solo me conformo en jurungar el anatema que constituye lo del “realismo mágico”, que en verdad lo es porque así existe en la implacable desmesura del paisaje, también en el narrar lo  incomprensible que todos entendemos y de lo que nadie se ríe para no hacer por supuesto el ridículo, o en los apolillados personajes de almidón y tiovivo que distraen el calorón bajo las tejas o entre las redes de un chinchorro cinético. Todo en verdad verídico y fatídico, como un camello atravesando el ojo de una aguja.
 Prefiero entonces referirme al don inescrutable, al privilegio, de ofrecer una mano que al abrirse inspira tal confianza y devoción en el que da la suya, que se deja llevar por esos rumbos culebreros, que el artista propone, provoca y enaltece, que son los de la emoción transferida, la ilusión comunicada y la iluminación auténtica.
A Gabriel lo hemos perseguido todos desde niños; nos ha dado de vivir cuando moríamos, enseñado a pecar sin sentir culpa que allí estaban a la vera del río esas guayabas y su olor sacrosanto para perfumarnos de perdón y escondernos de Dios entre las ramas. Nos ha dado de comer pasando él hambre o en cambio prospero, enseñado a mentir cuando la verdad era falsa o insuficiente, a morir de pie aunque fuera descalzos, mandarle pan a quien le falten dientes, y dar las gracias ahora a quien merece tanto que un río es un regalo de ternura, cosecha de su lluvia en este mundo seco.


Leandro Area

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