Dominique Moisi
Tweet
Un día se podrían erigir monumentos a Vladimir Putin en ciudades rusas, que tendrían la inscripción: “El hombre que recuperó Crimea para la Madre Rusia”. Sin embargo, tal vez también se levantarían monumentos en muchas plazas de ciudades europeas, que aclamarían al presidente ruso como “el padre de la Europa Unida”. En efecto, la rápida acción de la anexión de Crimea ha contribuido más en la armonización de las posturas de los gobiernos europeos sobre Rusia que docenas de reuniones bilaterales y multilaterales.
Hace una semana en Berlín, escuché cómo las élites francesas y alemanas estaban de acuerdo a cómo responder a la agresión rusa a Ucrania. Claro, las palabras no se traducen en hechos. Con todo, gracias a Putin, la Unión Europea puede haber encontrado la narrativa y el nuevo impulso que ha estado buscando desde la caída del Muro de Berlín.
Europa realmente necesita ese impulso. Ante el deseo neoimperial de Rusia de revisar el orden posterior a la Guerra Fría en Europa, la UE tiene que hablar con una sola voz si es que quiere ser vista como fuerte y creíble. Y debe unir su voz a la de los Estados Unidos, así como hizo (casi siempre) durante la Guerra Fría.
Los Estados Unidos, por su parte, parecen recuperar nuevos bríos con la crisis de Ucrania. Es como si la familiaridad de los estadounidenses con su nuevo/viejo enemigo les ofreciera un nuevo propósito. La alianza de las democracias ha regresado, y los comentarios simplistas de que los EE UU son de Marte y Europa de Venus ya no tienen sentido. Al encarar una Rusia que verdaderamente es de Marte y que parece entender y respetar solo la fuerza, la firmeza de las democracias del mundo debe imperar, sustentada por un propósito común, que se perdió en Irak y Afganistán.
A medida que los acontecimientos han ido transcurriendo en Ucrania, las analogías históricas se han multiplicado. De acuerdo con algunos, estamos como en 1914, al borde de una guerra mundial que pocos quieren pero que nadie puede evitar. O estamos como en 1938, después de la anexión de los Sudetes por la Alemania nazi, frente a un agresor que no se apaciguará. O incluso como en 1945, a punto de comenzar la Guerra Fría, que duró décadas. También podríamos estar como en 1991, en medio de la desintegración de Yugoslavia, observando cómo una sociedad multiétnica se divide en campos de batalla. Tal vez podríamos estar como en agosto de 2008, en Georgia, cuando la Rusia de Putin reconfiguró por primera vez un mapa por la fuerza.
El pretexto para la guerra, que enfrentó a los rusos, bajo el mando del zar Nicolás I, contra británicos, franceses y otomanos, era la responsabilidad autodeclarada de Rusia de proteger los lugares sagrados de Jerusalén. El reinado de Nicolás combinó ambición imperial y fervor religioso (dirigido contra el imperio otomano y la Iglesia católica), y la derrota de Rusia fue gloriosa. Durante el largo cerco de Sebastopol murieron más de 120.000 soldados rusos. Leon Tolstói la convirtió en su fuente de inspiración para escribir Guerra y paz.Todas estas analogías tienen un elemento de verdad, aunque ninguna sirve del todo. Sin embargo, para entender la actual actitud y conducta de Putin, tal vez es más importante otra analogía: la Guerra de Crimea de 1853-1856, en la que murieron más de 800.000 personas, incluidos 250.000 rusos.
Putin solía presentarse como heredero político de Pedro el Grande. En cambio, bien puede ser recordado como el nuevo Nicolás I (cuyo retrato tiene en su oficina): un zar ultraconservador que estuvo en el poder durante demasiado tiempo y perdió contacto con la realidad. Con una combinación de nacionalismo, ortodoxia y reflejos mentales de sus años en la KGB, Putin representa una mezcla explosiva que se tiene que manejar con precaución, pero sobre todo, con firmeza.
Esto conduce a la necesidad de estar cerca de Ucrania, en el terreno económico y político. Las elecciones generales del 25 de mayo no solo tienen que ocurrir según lo planeado, sino también deben desarrollarse en las mejores condiciones posibles, aunque Putin haga lo máximo para desvirtuarlas. Para evitarlo, se requiere frenar a los partidos ucranios de extrema derecha que, aunque pequeños, tienen fuerza, y cuyo chovinismo antirruso le resulta útil a Putin para, al sentirse agredido, hacer crecer el conflicto.
No serán suficientes las sanciones a Rusia. El objetivo deseable es convencer a Putin de que Europa (incluida Italia y Alemania) tiene alternativas a su gas y petróleo: por ejemplo, Nigeria y Brasil, o la energía de esquisto bituminoso de EE UU. En efecto, Putin puede haber ofrecido a Europa la inesperada oportunidad de crear, al fin, una política energética común, más racional y mucho menos costosa a largo plazo.
Claro, la revisión de las relaciones internacionales a las que ahora se enfrenta Europa tendrá un costo. Se tendrán que hacer sacrificios. Sin embargo, en este juego de desgaste, la Rusia despótica tiene más que perder que la Europa democrática. Una cosa es segura: el asunto de Georgia no detuvo a Putin, y tampoco lo hará el de Crimea. A menos que se establezcan límites a sus ambiciones ahora, las temibles analogías históricas se harán más exactas.
Dominique Moisi es profesor de L’Institut d’études politiques de Paris (Sciences Po), es asesor del Instituto Francés de Asuntos Internacionales (French Institute for International Affairs, IFRI). Actualmente es profesor visitante del King’s College de Londres.
© Project Syndicate, 2014.
Traducción de Kena Nequiz.
© Project Syndicate, 2014.
Traducción de Kena Nequiz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario