miércoles, 16 de diciembre de 2009

Chile: impresiones post-electorales
Fernando Mires

Miércoles, 16 de diciembre de 2009

Después de haber hecho un seguimiento -la verdad sea dicha: no muy apasionado- a las elecciones chilenas de Diciembre del 2009, y dado que estoy recibiendo algunos mensajes en donde se pide mi opinión al respecto, casi me siento obligado a emitirla.

Mi ausencia de pasión política tiene que ver con el hecho de que Chile ha llegado a un momento donde la política ha sido despojada de ese carácter trágico que todavía asume en otros países, ausencia de tragedia que, bajo ciertas condiciones podría ser valorado como algo positivo. Porque comparando la limpia y leal competencia electoral que tiene lugar en Chile con la situación de otros países como Venezuela por ejemplo, en donde jueces venales anuncian en estos mismos días que –fusilando simbólicamente a Montesquieu- van a fundir los tres poderes del Estado en uno, las escenas de Chile parecen extraídas del jardín del Edén. Que no lo son, por supuesto. No obstante, analizando con cierto cuidado los resultados de las elecciones se obtienen algunas impresiones que no dejan de ser interesantes. Mencionaré algunas:

a. A través del holgado triunfo de Sebastián Piñera (44,05%) en la primera vuelta asoma en Chile un nuevo peligro: el de la “berlusconización” del poder político.

b. A diferencia de otros países latinoamericanos donde hay dos izquierdas, una salvaje y otra política, en Chile hay tres izquierdas democráticas y ninguna salvaje.

c. La palabra “revolución” ha desaparecido del vocabulario de la política chilena.

1. ¿Berlusconización del poder?

Obviamente no quiero afirmar que Sebastián Piñera es un duplicado de Berlusconi. Aparte de que ambos sean empresarios, propietarios de bancos, líneas aéreas, canales de televisión, cualquier tipo de empresas, e incluso, de clubes deportivos, y “nosequemás”, se trata de dos personalidades muy diferentes. Bajo el término “berlusconismo” – he de precisar- entiendo un fenómeno político, a saber: el de la ocupación del poder político por el poder económico.

Lejos se está aquí de denostar a la economía o de afirmar la tarada frase de que “ser rico es malo”, ni de atizar resentimientos sociales de ningún tipo, ni mucho menos de repetir la “brillante” idea de los izquierdistas salvajes relativa a que en Chile se ha impuesto el “neoliberalismo” en contra del “socialismo”. Eso es puro blá blá. El problema es más bien otro.

El problema es saber, suponiendo que Piñera alcance el gobierno, si va a gobernar como político o como empresario. En lo dicho no hay ningún menosprecio a la actividad empresarial. La de empresario es una profesión tan digna como la de un dentista o la de o un obispo o la de un militar constitucional. O la de un político también. J. F. Kennedy, por ejemplo, era un joven y millonario empresario, pero gobernó a su nación como un gran político, y así hay muchos otros casos. También los hay en sentido contrario. El problema reside en el hecho de que una nación no es una empresa destinada a producir ganancias al por mayor.

La idea que afirma de que mientras más grandes son los índices productivos y comerciales mayor es el éxito político, es una herencia del paradigma liberal-marxista del que fue también presa la Concertación chilena bajo cuya égida tuvo lugar ese proceso de “economización de la política” que hizo pensar a muchos electores: “Si la política es igual a la economía, elijamos mejor a alguien que entienda de economía”. Y quienes más entienden de economía no son los economistas –eso lo sabe cualquiera- sino los empresarios. Sobre todo si esos empresarios son exitosos como Berlusconi. O como Piñera, quien además de empresario, es economista

Pero en Chile hay mala memoria histórica. El año 1958 fue elegido Presidente un empresario no por sus dotes políticos sino por sus éxitos empresariales. Jorge Alessandri Rodriguez hijo del presidente Arturo Alessandri Palma había convertido a la humilde industria papelera de Puente Alto en un imperio empresarial con ramificaciones internacionales. Al final de su mandato, el año 1964, el empresario- presidente entregó el gobierno de un país que mostraba altos niveles de productividad y dinamismo económico pero, a la vez, con un enorme crecimiento de las desigualdades sociales de las cuales tuvo que hacerse cargo el Presidente Eduardo Frei Montalva, padre del ex Presidente y actual candidato Eduardo Frei Ruiz Tagle (la presidencia en Chile no es hereditaria, aunque sí algo genética) desigualdades que, a la vez, sirvieron de plataforma a la izquierda extrema de la Unidad Popular durante el gobierno de Allende. Tampoco hay que olvidar que la dictadura de Pinochet no sólo fue militar. Fue militar-empresarial (esa es la diferencia del pinochetismo con otras dictaduras del continente). Los éxitos económicos de la dictadura de Pinochet son indiscutibles. Indiscutibles son también los precios que se pagaron para hacer posibles esos éxitos. De eso mejor, ni hablemos.

No quiero decir como tantos, que Piñera será un continuador de la política económica del pinochetismo. Pero sí afirmo que él es el continuador de aquel falso paradigma -que además es el de muchos sectores de la izquierda chilena- que sustenta la tesis de que a mayor rendimiento económico, mayor productividad política. No sé si Piñera cree en ese falso paradigma. Lo que sí sé es que muchos de sus electores lo creen. Sé también que ese paradigma, cuando reflota, es un síntoma de una crisis política. O para decirlo de modo directo: toda crisis política se manifiesta a través de un vacío de poder político. Ese vacío atrae a fuerzas no políticas para que ocupen el poder político. Las principales fuerzas no políticas que buscan hacerse del poder político son las militares o las económicas. Las militares fueron puestas en Chile bajo cierto resguardo. Las fuerzas económicas, no tanto. Espero equivocarme. Piñera no es Berlusconi pero puede llegar a serlo.

Ahora, el triunfo en la primera vuelta de Piñera no es sólo consecuencia de que el candidato de la Concertación hubiera sido un político aburrido en un país donde lo que más abunda, después del vino tinto, son los políticos aburridos. La verdad es que, como representante de una concertación cuya política es la ausencia de política, hasta Woody Allen habría sido un candidato aburrido. Y eso no es culpa de Frei sino de la naturaleza política de la propia Concertación. En cierto modo Frei es la expresión antropológica de la crisis política de la Concertación que es a su vez, una profunda crisis de la izquierda chilena. Esa crisis se expresó en la división de la izquierda en tres candidaturas.

2. Tres izquierdas democráticas

Cualquier maquiavélico podría imaginar que la izquierda chilena es tan genial que frente a las elecciones de Diciembre del 2009 decidió dividirse en tres bloques para enfrentar a un enemigo común y, en la segunda vuelta, derrotarlo de modo unánime. Más allá de que ese peligroso juego pueda resultar o no, lo cierto es que la división de “la” izquierda en tres izquierdas no fue el resultado de ningún cálculo sino que refleja de un modo especial, una división real y objetiva. Hay efectivamente en Chile, tres izquierdas. Para explicarme debo de nuevo numerar:

  1. La izquierda centrista (o concertacionista, o gubernamentalista) que es la que representa, y sin ser de izquierda, el “fome” (aburrido) demócratacristiano Eduardo Frei
  2. La izquierda ultramontana que es la que representa el conservador candidato comunista que no es comunista, Jorge Arrate
  3. La izquierda medial-populista representada por el joven, y fingidamente díscolo, candidato Marcos Ominami Enriquez (MOE)

Como diría Jack the Ripper: vamos por partes. Comencemos con la izquierda centrista, o concertacionista, o gubernamentalista.

Primero: hay que reconocer sus grandes méritos históricos. Esa izquierda apoyó o nombró excelentes presidentes republicanos que desde todo punto de vista son los mejores que ha tenido Chile en su historia. Patricio Alwyn, Eduardo Frei, Ricardo Lagos y sobre todo Michelle Bachelet, fueron personas probas, de alta ética profesional y gran capacidad política. En Europa no hay mejores.

Segundo: la Concertación logró plenamente los objetivos para los cuales fue creada: formó un frente democrático sólido que fue un dique ante cualquier intento de regreso militaroide; fue un puente de transición lenta entre la dictadura más feroz y la democracia menos imperfecta del continente; ajustó las cuentas con el pasado, cada una a su debido tiempo; practicó una política económica pragmática, sin falsas utopías ni desvaríos mesiánicos y facilitó a la mayoría de los chilenos un cierto buen pasar, que mucho lo necesitaban después de tantos traumas. Si tuviera un sombrero, me sacaría el sombrero. Vale.

Evidentemente, después de tantos año de gobierno la Concertación no podía sino manifestar más de algún síntoma esclerótico. Es cierto, como dicen sus enemigos, que ha llenado el Estado de un alto número de funcionarios ineficaces. Pero ¿qué gobierno no lo hace? Es cierto también que hay una burocracia pesada y lenta, mucho Estado y poca iniciativa individual. Sin embargo, hay que considerar que, a pesar de todo eso, Chile aparece en las estadísticas como uno de los gobiernos menos corruptos de América Latina (¡Ay!: cómo serán los demás). Además, aparece como el país más seguro para realizar inversiones hasta el punto que hasta Bielsa se vino a Chile y clasificó a la selección de fútbol para el mundial de Sudáfrica donde Alexis, el Mati y Suazo harán de las suyas. Pero de eso no vamos a hablar ahora. Lo cierto es que si es que hay que hacer un balance, el resultado es positivo. Hay muchos más que menos.

Sin embargo, algo no hizo la Concertación, algo que quizás por su propia naturaleza no podía hacer: delinear una política en dirección del futuro. No se trata de “sueños” (¡qué palabreja más insoportable cuando se la usa políticamente!) ni siquiera de programas, sino de simples líneas, horizontes, perspectivas.

En gran medida el trabajo de la Concertación estuvo y está fijado en el pasado. Su objetivo fue superar el trauma dictatorial, y en cierto modo lo logró. Sin embargo, al preocuparse demasiado del pasado, olvidó el futuro. Hizo lo que hacen algunos malos psicoanalistas que escarban como un topo en las raíces del mal y después no saben qué hacer con el paciente. El camino correcto habría sido más bien a la inversa: a través de las perspectivas que se abren, ir ordenando el pasado. Todos, hasta los más viejos, sobre todo cuando somos electores, necesitamos de un mínimo espacio hacia donde proyectarnos. Y la Concertación carecía, evidentemente, de un proyecto hacia el futuro. Nunca definió su objetivo. Si quería el socialismo, o algo parecido, debió haberlo dicho. Si quería una democracia social, debió haberlo dicho. Si quería sólo resolver los temas en la medida en que se presentaban –que eso fue al fin lo que hizo- también debió haberlo dicho. De una manera u otra, la Concertación, al dejar desocupado el futuro abrió las puertas para que ocurriera algo insólito: que la derecha se apropiara de ese futuro. Uno de los grandes éxitos de la candidatura de Piñera fue la de quitar a la izquierda una palabra que hasta entonces había sido de su monopolio: esa es la palabra “cambio” (Coalición para el Cambio). Quien lo iba a pensar.

El hecho de que la Concertación no delineó un proyecto de futuro tiene que ver en parte con su heterogeneidad. En verdad, se trata de un conglomerado de diversas fracciones ideológicas y múltiples clientelas unidas por un único objetivo: gobernar. De este modo, los diversos presidentes optaron por sustituir la noción de politicidad por la de gobernabilidad. En lugar de enfrentar conflictos, postergarlos. En lugar de nombrar a los enemigos y adversarios, evitarlos. No dar la razón a Navarro para que no se enoje Viera Gallo, y al revés también. Reprimir a los indígenas, encarcelarlos y en la cárcel devolverles sus tierras. Ser amigo de todos y de nadie. Convertir la ambigüedad en norma, la indecisión en virtud, y el inmovilismo en un modo de acción. Mas, si todo eso sirve para gobernar, no sirve para hacer política. Ahora bien; ese estilo proyectado hacia la política exterior no puede sino ser catastrófico.

La verdad es que Chile es un país que carece de política internacional. Dicha supuesta política está sólo limitada a emitir cada dos meses un comunicado amistoso en contra de las agresiones verbales que provienen de Bolivia o de Perú, firmar tratados comerciales con empresas asiáticas, sumarse a cualquiera decisión que obtenga la mayoría en la OEA, abrazar a Chávez y a Uribe, y si es posible, al mismo tiempo. Así como el gobierno chileno ha convertido la política nacional en pura gobernabilidad, ha convertido la política internacional en pura diplomacia. ¿Quién puede identificarse con un gobierno así? ¿Con qué pasión van a apoyar los electores a un gobierno que al carecer de identidad interna carece también de una externa? Puede que Piñera no sea tan serio como Frei, ni tan veterano como Arrate, ni tan joven como Enriquez-Ominami. Pero de tener un perfil político más definido, lo tiene, guste o no. Es cierto que la señora Bachelet se irá del gobierno con cerca de un 80% de popularidad. Pero si no se fuera, ¿sería tan popular? Temo que no.

En un segundo lugar debemos dedicar algunas palabras a la izquierda ultramontana, la comunista. No gracias a su política sino que gracias a un candidato que no proviene de sus filas, el experimentado mini-polémico socialista Jorge Arrate –que en su tono, dicción y postura recuerda a algunos políticos de la derecha más rancia- logró con un 6, 21 % aumentar su votación en un algo así como un 1,5 % respecto a votaciones anteriores y además por primera vez en 36 años, volver a tener representación parlamentaria (tres diputados), hecho que fue celebrado en esas filas como si el muro de Berlín hubiese sido reconstruido, o Breschnev resucitado. En buena hora. En una democracia vibrante deben tener representación todas las fuerzas políticas que han sido partes de la reciente historia del país; y los comunistas lo fueron. Si eso no ocurre, sus representantes se encierran en sí mismos, interrumpen su metabolismo con el mundo externo y terminan por convertirse en algo parecido a las sectas mormónicas. Gracias a sus diputados podrán expresarse y dar a conocer públicamente sus posiciones, por más anacrónicas que sean. En cierto sentido hay que aceptar que Arrate –aunque no se lo hubiera propuesto- ha jugado un digno rol civilizatorio. Se le agradece.

En tercer lugar hay que referirse, inevitablemente, al nuevo fenómeno de la política chilena: Marcos Enriquez Ominami. Con su más que respetable 20,13 % no sólo jugará un rol muy importante en la segunda vuelta, sino, además, aparece como el representante de un nuevo estilo político que ha logrado articular en su torno a diversos sectores que, o no estaban integrados o estaban descontentos con el curso de la política oficial. En ese sentido, y sólo en ese, hablo de una candidatura populista. Populista, porque la opción que representó no estaba sujeta a estructuras partidarias, porque no representaba ninguna ideología petrificada, y porque tuvo un líder con cierta capacidad convocatoria. Populista, pero no en el sentido del populismo salvaje y antidemocrático de Chávez, ni tampoco en el del milenarismo indigenista de Evo Morales. Se trata más bien de un populismo generacional, y por eso mismo, cultural. En fin, un populismo “light” que ha mostrado cierta apertura hacia sectores, sobre todo juveniles, que no se sentían interpretados ni con el proyecto consumista de Piñera ni con la posición “pasadista” de la izquierda política de la Concertación.

Enriquez-Ominami es el exponente de una suerte de populismo post-moderno, más mediático que de masas, más virtual que fáctico. Viene de la izquierda, pero va más allá de la izquierda sin llegar a la derecha, lo que en un país esencialmente partidocrático no deja de ser una novedad. Sin embargo, es democrático y constitucional. Enriquez Ominami propone ciertas rupturas, muy necesarias por lo demás, pero sin abandonar la tradición política de donde el mismo proviene, tanto política, cultural, como genéticamente hablando. En fin, no es un populismo exógeno sino endógeno. De algún modo triza sin romper algunos esquemas, intranquiliza a los dogmáticos, y entusiasma a nuevas generaciones. Es, si así se quiere, el símbolo de la renovación, no sólo de la izquierda, sino de la política nacional. Si se me permitiera expresarlo en una fórmula yo diría que Enriquez- Ominami representa la posibilidad, todavía incipiente, de una “re-politización de la política”. Muy necesaria por lo demás.

3. Adiós a la revolución

Interesante fue constatar que ninguno de los candidatos, ni siquiera el de los comunistas, intentó presentar su postulación como parte de un proyecto revolucionario. Hecho que no me habría llamado la atención si no hubiera leído antes un artículo escrito por un periodista uruguayo cuyo nombre en estos instantes no recuerdo. Al referirse a la campaña del candidato triunfador, José “Pepe” Mujica, señalaba el periodista que lo único revolucionario del futuro gobierno era el pasado de Mujica, pasado que el candidato utilizaba como lejana música de fondo, y en un sentido más estético que épico. La palabra revolución, en cambio, brillaba por su ausencia.

Si no hubiera leído ese artículo no me habría quizás percatado de que en Chile ocurrió lo mismo. Para que se entienda mejor, debo aclarar que en el pasado reciente no sólo la izquierda en Chile hablaba de revolución. Eduardo Frei Montalva llegó al poder en 1964 como portador de la “revolución en libertad”. Salvador Allende hizo suyo el lema de la “revolución con vino tinto y empanadas”. Y hasta Pinochet presentó su sanguinario golpe como una “revolución”. Por cierto, por razones tácticas los gobiernos de transición evitaron hacer mención a tan mítica palabra. Mas, terminada la transición, era de esperar que alguien la reactivara. Nada de eso. Con mucha discreción todos se pusieron inconscientemente de acuerdo para eliminarla del léxico político sin que nadie se diera cuenta: muy “a la chilena”.

La izquierda europea también se ha despedido de la palabra revolución. Pero para que eso ocurriera fueron necesarios cientos de congresos, terribles discusiones y miles de libros que todavía se apilan, amarillos ya, en mis estantes. En Chile, en cambio, la sacaron por la puerta de atrás de la casa y sin despedirse de ella la dejaron abandonada a su suerte en medio de las más oscuras noches del pasado.

Y si tomamos en cuenta que en otros países de la región han aparecido presidentes que en cada frase que pronuncian nombran tres veces la palabra revolución, el hecho cobra de pronto inusitado interés. ¿Hemos llegado a ese momento en que los representantes del pasado hablarán de revolución y los del futuro ya no?

El tema me parece tan interesante que ya he decidido trabajarlo en mi próximo artículo.

Felices Navidades

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