martes, 6 de agosto de 2013

Robert Mugabe no quiere irse

Jon Lee Anderson


Resultados tempranos muestran que las elecciones en Zimbabue de este miércoles —la séptima jornada de elecciones libres desde que el país obtuvo su independencia, en 1980— han otorgado una vez más la gloria de la victoria a Robert Mugabe, a la edad de ochenta y nueve años. Incluso antes de que cerraran las urnas, los opositores políticos de Mugabe hablaban de un amplio fraude electoral, que incluía la privación del derecho al voto a cerca de un millón de electores. El jueves, Morgan Tsvangirai, el rival relativamente joven de Mugabe (tiene sesenta y un años), dijo que las elecciones eran “una gran farsa.”
Mugabe, que ha dirigido Zimbabue durante treinta y tres años, parece decidido a morir en el cargo. De hecho, pocos políticos modernos han sido tan deliberadamente perdurables o amargamente decididos a persistir, de manera fantasmal, como Mugabe. (Una excepción notable es Fidel Castro, aunque él sí declinó su cargo en 2008, después de cuarenta y nueve años en el poder.) A principios de esta semana, Mugabe, el Emperador Palpatine de la política africana, dio una conferencia de prensa en Harare rodeado de leones y guepardos disecados, en la que se comprometió a “rendirse” si perdía las elecciones. Sin embargo, al hablar con Lydia Polgreen delNew York Times, se burló de los rumores de que su edad era una carga política: “Tener 89 años no significa nada. No me han cambiado, ¿o sí? No me han marchitado, ni me han hecho senil todavía, no. Todavía tengo ideas, ideas que deben ser aceptadas por mi pueblo”.
La trayectoria de Mugabe, incluso más que su venenoso narcisismo, contradice su convicción de que sólo él merece gobernar su lugar de nacimiento. En el curso de su larga carrera y torcida carrera, Mugabe ha acosado y burlado reiteradamente a sus críticos y enemigos, al parecer con el único propósito de seguir gobernando. El paso de los años lo han provisto de una especie de absurdo decoro, sobre todo desde la muerte en 1992 de su esposa por tres décadas, Sally Hayfron, y su nuevo matrimonio cuatro años después —a la edad de setenta y uno—, con su secretaria, Grace, cuarenta y ún años más joven que él. En 2005, él y Grace se mudaron a una mansión de veinticinco habitaciones que habían construido con fondos de origen desconocido. Grace construyó otra mansión, llamada Graceland, que más tarde fue vendida al gobierno de Libia, durante la administración de Muammar Gadafi. El propio Mugabe permitió que algunos “gobiernos extranjeros” contribuyeran a su lujoso estilo de vida; en Harare flotaban rumores de que había dinero chino involucrado.
China hizo lucrativas inversiones en Zimbabue a raíz de la decisión de Mugabe, en el año 2000, de “empoderar” a la mayoría negra desprovista de tierras  en el país, mediante la agresiva expropiación de propiedades a granjeros blancos (en ese momento, eran la columna vertebral de la próspera economía agrícola del país ). Los pobres no se beneficiaron de esta acción. Más bien, la campaña resultó en numerosas muertes, y fue seguida por el colapso de la economía. La moneda de Zimbabue perdió su valor, y la hiperinflación llegó a ser de doscientos treinta millones por ciento, hasta que el gobierno se cansó de llevar la cuenta e imprimió billones de dólares zimbabuenses. Con el tiempo, la moneda fue desechada en favor del dólar estadounidense. En un éxodo gigantesco, millones de zimbabuenses pobres salieron en busca de trabajo en los países vecinos.
En junio de 2008, mientras hacía un reportaje para The New Yorker, conduje 500 millas a través de tierras de cultivo que alguna vez fueron fértiles; ahora eran campos descuidados y estériles. Hubo un área donde los campesinos pobres talaban huertos de árboles cítricos para tener leña.
Mientras todo esto sucedía, Mugabe hizo tratos privados con empresarios extranjeros, incluyendo a empresas mineras, que se movían rápidamente a las tierras expropiadas. Una vez manejé cerca de una de estas operaciones, donde un par de docenas de trabajadores locales construían un campamento laboral bajo la supervisión de varios hombres chinos. Habían traído equipos de minería y estaban detonando explosiones en colinas cercanas. Durante los dos años siguientes, los agricultores vecinos me enviaban fotos que habían tomado de la operación y de su rápida expansión. Una vez terminada, era enorme. Los números detrás de estas operaciones no pueden ser explicados al mirar los libros de contabilidad, y se han reportado constantes informes de sobornos a personas dentro del círculo de Mugabe. Muchos de los aparentes beneficiados son miembros de las fuerzas de seguridad, que mantienen algunas de las mejores fincas para sí mismos.
Mugabe, hijo de un carpintero que fue educado por misioneros y que llegó a recibir hasta siete grados universitarios (muchos de ellos por correspondencia), se radicalizó en la Ghana de Nkrumah y luego regresó a su país natal, en ese entonces una colonia británica llamada Rhodesia del Sur. Ahí se unió a la lucha por la independencia temprana de su país contra el dominio de la minoría blanca. Habiendo perfeccionado su talento para la oratoria, Mugabe se convirtió en el jefe de la clandestina ZANU-PF, (Unión Nacional Africana de Zimbabue – Frente Patriótico), pero en 1964 fue detenido y encarcelado por cargos de subversión, y pasó los siguientes once años en prisión. Salió en la década de los setenta para dirigir el ZANU-P.F. a través de la sangrienta guerra de independencia del país, y también las negociaciones — auspiciadas por los ingleses— que terminaron con el régimen de la minoría blanca. Llegó al poder en 1980, como el primer líder negro del país. Pero a pesar de mantener una apariencia moderada al principio (entre sus gestos estuvo permitir que los blancos mantuviesen sus tierras y dio la bienvenida a otros a venir e invertir en Zimbabue), Mugabe demostró con el tiempo que no era ningún Nelson Mandela.
En primer lugar, Mugabe consolidó su poder al aniquilar a sus antiguos compañeros revolucionarios en ZAPU, lo que fue una facción rebelde liderada por Joshua Nkomo. Así como ZANU era comandada por la etnia Shona de Mugabe, el ZAPU de Nkomo representaba a la tribu Ndebele del sur, de habla zulú. En 1986, hasta veinte mil Ndebele habían muerto en las purgas de Mugabe, en las que empleó a asesores militares de Corea del Norte. En un acuerdo de reconciliación (que fue más “tómalo o déjalo” que un verdadero trato) que siguió, Nkomo acordó fusionar su ZAPU con el ZANU de Mugabe, y se convirtió en el vicepresidente de Mugabe, un título sin poder verdadero que mantuvo hasta su muerte, en 1999.
La forma en que Mugabe lidió con Nkomo fue una sangrienta prefiguración del juego de cooptación despiadada que usaría en 2008 contra Morgan Tsvangirai, del Movimiento por la Cooperación Democrática (o M.D.C.). Tsvangirai había perdido una elección antes contra Mugabe, pero en marzo de 2008 ganó la primera vuelta, con cuarenta y siete por ciento de los votos emitidos frente al cuarenta y dos por ciento de Mugabe. En venganza, Mugabe desató bandas armadas sobre los partidarios aterrorizados de Tsvangirai, que fueron violados, heridos, golpeados y tiroteados. Más de doscientas personas murieron. Al final, Tsvangirai huyó y se escondió. En la segunda ronda de elecciones celebrada en junio, no hubo oposición contra Mugabe y éste ganó fácilmente. Sin embargo, para septiembre del mismo año habían convencido a Tsvangirai de conversar con Mugabe por la perspectiva de un acuerdo para compartir el poder. Durante las negociaciones, Tsvangirai me dijo con frustración: “Estoy tratando de conseguir una buena oferta de un mal hombre.” Poco tiempo después, como Nkomo antes que él, Tsvangirai sucumbió y tomó posesión del cargo de Primer Ministro, junto a las vacías gratificaciones.
Y así sigue. Durante los últimos cinco años, Tsvangirai y muchos de sus funcionarios del M.D.C. —antes la oposición oprimida, ahora formando parte del gobierno de Mugabe— son vistos por sus compatriotas como hombres que disfrutan de los lujos del poder y los privilegios. Ya sea que realmente perdieron en las urnas o simplemente permitieron ser superados, los resultados son los mismos: Robert Mugabe, presidente de por vida.
Los perdedores, como siempre, son los zimbabuenses comunes y corrientes, que merecen un líder mejor que un hombre que ha impuesto su figura sobre sus pares por demasiado tiempo, y que claramente perdió cualquier conexión entre su ego y su conciencia hace muchos años.
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Publicado en The New YorkerTraducción: Nelson Algomeda.

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