Tulio Hernandez
En otros tiempos eran biberones, pañales, coches, chupones y afines los instrumentos de trabajo de un niñera. Ahora son pistolas y, seguramente en el futuro, ametralladoras y granadas, sus implementos cotidianos. Al menos si se trata de una niñeras de la alta cúpula de jefes chavistas.
Eso es lo que podemos deducir de las notas de prensa provenientes de Brasil que reseñan el proceso judicial que se le sigue a la niñera de Elías Jaua, actual ministro de las comunas, por el delito de tratar de introducir al país vecino una pistola oculta dentro de su equipaje.
No es un rumor. Es una información oficial. Tan oficial como la nota del canciller Brasileño expresando el malestar de su gobierno por lo que han considerado “la injerencia de Jaua en asuntos internos”, luego de que el ex militante de la ultraizquierda ucevista viajara al Brasil a firmar un convenio del gobierno venezolano con el Movimiento de los Sin Tierra sin siquiera tener la cortesía de informar al gobierno vecino.
El descontento de los brasileños es similar al que ha expresado públicamente el embajador colombiano. Palabras más, palabras menos, el embajador ha expresados su hartazgo frente a las reiteradas acusaciones de Nicolás Maduro quien trata de hacer culpable a los colombianos de cuantas desgracias les ocurren. Según la intuición policial de Maduro, sin pruebas, Uribe sería una especie de asesino en serie que ya se ha llevado en sus cachos diabólicos a varios altos dirigentes rojos y los paramilitares su brazo ejecutor.
El hartazgo ha llegado a la diplomacia colombiana en hombros del caso Serra. Y el embajador no sólo ha expresado su cansancio con las arbitrarias acusaciones. Ha ido más allá. Corriendo el riesgo de ser acusado de interferir en un proceso judicial interno, ha declarado que a Robert Serra, no queda duda alguna, no lo mataron los paramilitares colombianos, sino sus propios escoltas. Y ha agregado, con pruebas contundentes, que uno de los imputados, el Colombia, no es precisamente colombiano como sugiere su apodo sino un legítimo natural de Venezuela.
La canciller colombiana ha tratado de suavizar las frases y pedirle prudencia. Pero el embajador sigue allí, lo que parece indicar que la canciller juegan hábilmente al juego del policía malo y el policía bueno y que la diplomacia venezolana tiene que aceptarlo. Porque Venezuela y su gobierno rojo se han vuelto incómodos para los aparatos diplomáticos del mundo democrático.
La Unión Europea no termina de tomar decisiones drásticas, pero es obvio que saben con exactitud cómo, cuándo y dónde se violan todos los días los derechos humanos en nuestro país. Estados Unidos tiene identificados y vive a la caza de los narco generales del alto poder y hace lo imposible para encarcelarlos, pero se ve de manos atadas por los fueros diplomáticos con los que el que los rojos protege a sus delincuentes favoritos.
Colombia y Brasil también hacen acrobacias para mantener fluidas las relaciones con su vecino. Colombia, por ejemplo, ha tenido, en algunas oportunidades, que simular desentenderse del más que obvió apoyo que el gobierno rojo le ha dado a la guerrilla terrorista de las FARC. Y la Fiscalía brasileña investiga el caso de los niños brasileños traídos a una lavadora roja de cerebros.
Pero la cúpula chavista no tiene regreso. Son incómodos, muy incómdos, para los gobernantes que se mueven dentro del marco de la legalidad. Hay algo en su arrogante altanería; en el rictus de amargura y desprecio que encaran cuando maltratan verbalmente a sus adversarios; en su afición por el mundo oscuro de la ilegalidad: el terrorismo y el totalitarismo, por los Gadaffi y Hussein, las FARC y ETA, que su sola presencia, como le ocurrió a Maduro en la Asambleas de la ONU en Nueva York, les hace abandonar la sala.
Parafraseando al novelista ecuatoriano Jorge Enrique Adoun,se puede decir que viven, como Serra, entre Marx y un escolta vestido, o como Jaua, entre Marx y una niñera armada, o para ser más fieles al título de Adoum, Entre Marx y una pistola desnuda.
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