TULIO HERNANDEZ
Para descalificar a alguien que había obtenido algo de manera gratuita, sin esfuerzo ni méritos, algo que no le correspondía, para lo cual no reunía las condiciones, cumplido los requisitos, ni se había preparado lo suficiente, en Venezuela se decía que lo había conseguido en una caja de jabón.
Si el chofer de adelante conducía mal, de modo desastroso, el que iba detrás decía: “Ese sacó la licencia de una caja de Ace”. Si el médico recetaba medicinas para la psoriasis cuando el paciente realmente tenía indigestión: “Ese se encontró el título en una caja de Ace”. Y así sucesivamente.
La frase tenía que ver con el hecho de que en esos tiempos, años sesenta del siglo XX, las empresas que producían detergentes de manera masiva promovían la venta de sus productos colocando al azar, como regalos sorpresa, en las cajas que contenían el producto, piezas de vajillas, una taza o un plato, que los afortunados recibían con agrado.
Ahora, en plena segunda década del siglo XXI, apenas a dos años de haberse iniciado en Miraflores, una buena parte de los venezolanos ha terminado de convencerse de que Nicolás Maduro se sacó la presidencia de la república de una caja de Ace.
Era previsible llegar a esa conclusión. Además del fracaso, porque Maduro es presidente de la república no porque haya ganado unas elecciones primarias dentro de su partido, como se supone debe ocurrir en las buenas democracias. Tampoco por un carisma desmedido, como el de Chávez, que lo condujo a una aclamación colectiva. O porque urdió y condujo una asonada militar para hacerse del poder, como Cipriano Castro o Pérez Jiménez.
Maduro es presidente de la república por un golpe de suerte. Por una única y patética razón, porque un día Hugo Rafael Chávez, el último autócrata del siglo XX venezolano, caminando amortajado hacia su propio funeral, les ordenó a sus súbditos, de la misma manera como lo hacían los reyes o como lo hizo Fidel Castro con su hermano Raúl, que su sucesor tenía que ser Nicolás. Y no otro. Y los súbditos, con devota fidelidad, lo aceptaron sin chistar. Porque los deseos de un autócrata no son sugerencias sino órdenes que sus seguidores deben, fielmente, cumplir.
No importó su currículo. Ni su inexperiencia. Ni el hecho de que, como cuentan sus excompañeros del Liceo Urbaneja Achelpohl, por flojo, no logró siquiera terminar el bachillerato. Mucho menos la universidad. Cosa que en realidad no es decisivo, Rómulo Betancourt tampoco la terminó, pero por sus escritos sabemos que era un hombre de sólida formación intelectual.
Por eso el lema fundamental de su campaña electoral no tenía que ver con las cualidades o virtudes del candidato, sino con las órdenes del “Comandante Supremo”: “Chávez, te lo juro, mi voto es por Maduro”. Por eso el país, a falta de jefatura con auctoritas, se desplaza en caída libre, rodando aceleradamente cuesta abajo, como un autobús sin frenos y sin conductor, hacia el precipicio. Porque en un sistema político presidencialista, y en un equipo de gobierno que se había acostumbrado a la práctica de que un solo hombre lo decidía todo, o casi todo, la figura del jefe del Estado es decisiva.
Todo juega contra Maduro. La inflación, la escasez, el ascenso indetenible del dólar paralelo, la caída de los precios del petróleo, la evidencia creciente del poder desquiciante de la delincuencia organizada y los aparatos gobiernistas paramilitares, las fracturas internas del PSUV y la creación de nuevos partidos surgidos de su seno, el descrédito internacional en asuntos de derechos humanos, la torpeza de su verbo, la parálisis de su gabinete.
Maduro no es un Presidente, es el protagonista de un tragedia griega. Una versión criolla de Ícaro con las alas cada vez más achicharradas por el sol caribeño. O de Grenouille, el personaje de El perfume, de Patrick Suskind, a quien una multitud alucinada devoró en las calles de París.
Chávez desde su lecho de muerte nos quiso dar un regalo. Envolvió en papel de seda y nos legó a Maduro, un caramelo de cianuro destinado a envenenar el país.
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