Henry Ramos Allup
El pobre y difamado Maquiavelo, autor del famosísimo opúsculo “El Príncipe” (dispongo de una edición que contiene notas marginales hechas nada más y nada menos que por Napoleón Bonaparte), a menudo vituperado hasta por quienes jamás lo han leído, incluyendo intelectuales de todas las estirpes, no fue el amoral desenfadado que recomendaba y justificaba todo lo bueno o malo que hicieran los gobernantes para mantenerse en el poder, sino un consejero objetivo y perspicaz que se afanó por hacer comprender a los magistrados y ciudadanos de su tiempo, que los actos de los gobernantes no podían ni debían vincularse a las volubilidades morales convertidas en axiomas por la religión, nimbándolas con la fuerza de Dios y utilizándolas como pretexto para dominar el poder civil. Isaiah Berlín, este sí intelectual, en su ensayo “La originalidad de Maquiavelo” (FCE, 1992), contribuye al rescate histórico del pensador florentino para situarlo en su dimensión exacta, lejos del demonio mercenario e inescrupuloso que pone su inteligencia al servicio del poder despótico y omnímodo del Príncipe por encima de todos los principios, según la fama que le forjaron los moralistas intemporales, hipócritas que hacen ellos mismos lo que critican en los demás, y distante también del teórico servil que se despoja de dignidad para actuar como cortesano del gobernante. Escribe Berlín que mientras Rousseau, Hegel y Marx fueron teóricos prolíficos cuyas obras son “escasamente modelos de claridad o consistencia”, el estilo del breve libro de Maquiavelo es “lúcido, sucinto, ácido, un modelo de clara prosa renacentista”. Hay diversas interpretaciones de Maquiavelo: unos dicen que escribió una sátira en la que no pudo haber querido decir lo que dijo; otros señalan que escribió un cuento admonitorio o un espejo de príncipes en un estilo corriente en la época renacentista; hay quienes le niegan originalidad afirmando que se apoderó y apenas glosó ideas precedentes; más allá opinan que fue un patriota apasionado, un demócrata creyente en la libertad que simplemente previno a los hombres de los tiranos indicándoles lo que debían hacer para resistirlos, aunque finalmente no pudo contra las dos potencias rivales de la época, la Iglesia y los Médici, viéndolas a ambas como sospechosas. Hay Maquiavelo para todos los gustos. La satanización de Maquiavelo la asumieron en nuestras latitudes intelectuales de diferentes ideologías, unos que eran ciertamente intelectuales y otros que decían serlo sin siquiera parecerlo. Como sabemos, sólo los títulos académicos son susceptibles de ser usurpados, mientras cualquiera puede apropiarse tranquilamente de títulos como el de “intelectual” porque no lo expide la educación formal. En nuestra Latinoamérica polarizada -dice Jorge Castañeda- el saber y reconocimiento social son poco frecuentes, y por eso casi cualquiera que escribe, pinta, actúa, se expresa, canta, baila, declama o contempla, un mimo, titiritero, chismoso o vulgar hacedor de morisquetas se convierte en un intelectual. Aquí cualquier bolsa se las da de intelectual y nadie los pone en su sitio. No sé si incurro en herejía al sugerir que en estos tiempos de confusión, los del gobierno y la oposición podamos descartar la palabra “maquiavelismo” en todas sus derivaciones y modalidades, y echar una ojeada al verdadero Maquiavelo para entender lo que parece que no comprendemos.
@hramosallup
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