Fernando Mires
Las imágenes del 3 de Julio en las calles de El Cairo aparecen ante los ojos de cualquier demócrata como repetición de una mala película. Tanques a lo largo de las calles, multitudes que abrazan a los soldados como si fuesen salvadores de la patria, himnos militares y el discurso solemne de un general quien como el nasserista Abdel Fatan al Sisi, con la bandera nacional como trasfondo, anuncia que el que ha tenido lugar no es un golpe de estado, solo un pronunciamiento destinado a preservar la democracia de sus enemigos.
Los militares, también en Egipto, cuando asumen el poder no vienen de la nada ni actúan como resultado de simples conspiraciones. Suelen ser, por el contrario, emisarios de movimientos que por sí solos no se encuentran en condiciones de derribar a un determinado gobierno. Quiero señalar: no siempre hay detrás de cada golpe una minoría pues los militares, como si tuvieran un sexto sentido político, saben muy bien cuando actuar. Es por eso que muchos golpes de estado —no solo en Egipto— han sido acciones no exentas de apoyo popular. Alguna vez hay que decirlo.
Detrás de cada golpe hay casi siempre un mal gobierno, entendiéndose por ello a uno que no ha sabido cumplir o ser consecuente con las promesas que lo llevaron al poder. Ese es sin duda el caso de el de Morsi. Surgido de una auténtica revolución democrática y popular, al gobierno Morsi le fueron encargadas tres tareas: 1) Construir instituciones democráticas; 2) Servir de mediador entre las diversas fracciones que derrocaron a Mubarak; y 3) Impulsar el desarrollo económico de la nación.
Morsi no sólo no cumplió con ninguna de esas tres tareas, además realizó lo contrario. Demolió las instituciones públicas, abolió la antigua constitución civil, concentró los tres poderes en uno, el ejecutivo; entregó grandes cuotas de poder a los “hermanos musulmanes” marginando a las fracciones islámicas democráticas y a los sectores laicos (precisamente las fuerzas más activas en la revolución anti-Mubarak de 2011) y, de acuerdo a planes supuestamente distributivos, depreció la moneda, desató la inflación e hizo depender al país de importaciones, sobre todo alimenticias. Lo dicho no entraña, por cierto, una justificación del golpe, pero la verdad es que el mismo Morsi cerró las salidas a una alternativa diferente.
En cierto sentido el golpe militar no fue sólo en contra de Morsi sino en contra de los “hermanos”, fracción a la cual pertenece Morsi. Pero “los hermanos” islamistas, organización fundada en 1928 por Hassan Banna, no eran recién llegados. Perseguidos brutalmente durante la dictadura de Nasser y tolerados durante la de El Sadat, bajo Mubarak se convirtieron prácticamente en socios del gobierno, siéndoles asignadas funciones administrativas, poder de base en los campos y sectores suburbanos e importante presencia en las universidades. Además, gracias a las remesas que reciben de Arabia Saudita, lograron convertirse en el grupo político más poderoso y homogéneo del país. Así se explica por qué, durante la rebelión de 2011, fueron los últimos en sumarse a las multitudes anti-dictatoriales.
Las hermandades, después de la revolución, llegaron a ser una especie de “soviets” islámicos. De ahí que siguiendo la consigna “todo el poder a los hermanos” intentaron convertir a la multicultural nación en una república islámica. Si el golpe detuvo o simplemente ha postergado la realización de esa alternativa, nadie puede decirlo todavía.
Falsa es en todo caso la divulgada opinión de que los golpistas de 2013 son representantes de un movimiento laico en contra de un movimiento religioso. Por una parte hay que tener en cuenta que grandes contingentes del ejército, sobre todo en la tropa, son fieles islámicos. Por otra, y esa es quizás la única buena noticia que ha traído consigo el golpe de Julio, diversos grupos islámicos no asociados a las “hermandades” pasaron a formar parte, junto al Frente de Salvación Nacional, de la creciente oposición a Morsi. Es el caso, entre otros, del partido religioso NUR (Luz) que cuenta con el 25% de la votación y cuyo líder Ahmed al Tayeb ha aparecido en televisión junto al representante simbólico de los laicos, el premio Nobel Mohamed Al Baradei.
¿Ha regresado Egipto al punto de partida, a un “mubarikmo” sin Mubarak? Difícil decirlo. Cierto es que gran parte del ejército es todavía pro-Mubarak. No olvidemos tampoco que los militares, cada vez que llegan al poder, lo hacen para quedarse, aunque esta vez tuvieran el recato de nombrar presidente provisorio al máximo Juez de la Corte Suprema, el tranquilo Adli Mansur. Mal aconsejado estarían entonces EE. UU. y los gobiernos europeos si brindaran apoyo automático a los generales egipcios. Un golpe es un golpe y todo golpe es un atentado a la democracia, por muy precaria que hubiera sido, como en Egipto lo era.
No obstante, si Egipto vuelve al punto de partida, no será al mismo punto de partida. Puede que la oposición, a falta de otra alternativa apoye durante un tiempo a los militares. Pero seguramente esa oposición no ha olvidado los días de la gran rebelión en contra de Mubarak. Tendrá por lo tanto que enfrentar en el futuro a dos enemigos: el fanatismo religioso de los “hermanos”, asociados con otras sectas aún más intolerantes, y la tentación dictatorial que se esconde en el corazón de cada general. Para lograrlo sólo hay una alternativa: La unidad. Esa siempre tan difícil unidad.
Si la unidad de la oposición llega a ser posible, puede incluso que el golpe de estado de Julio de 2013 sea visto en retrospectiva como antesala de la segunda gran revolución de los egipcios o, lo que es casi lo mismo: como el segundo capítulo de una misma revolución. Oj-Alá.
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