Javier Marías
EL PAÍS
Si desde hace una década o más mis amistades me insistían con fervor exagerado en que utilizara ordenador e email y móvil y cuantas maravillas electrónicas vinieron luego; si, al ver que no había forma de convencerme, me miraban con una mezcla de horror y conmiseración, como si al excluirme de su mundo feliz me hubiera convertido en un primate; si dudaban entre reírme la gracia o considerarme paranoico cuando yo aseguraba que todos esos inventos, pese a sus enormes e innegables ventajas, me parecían sobre todo instrumentos de dominio y control; si así eran las cosas, desde hace poco empiezo a recibir comentarios envidiosos del tipo: “Qué astuto fuiste al no entregarte en cuerpo y alma a las nuevas tecnologías. No sabes de la que te has salvado. Por culpa de ellas vivimos en un permanente infierno, sin descanso”. Muchas personas –al menos las que aún trabajan– se levantan de la cama y se encuentran con 20 o 40 mails nuevos en su correo. Eso después de haberse quedado la noche anterior hasta tarde contestando los más posibles de la jornada previa. Jamás tienen ya la sensación de haberse despejado el terreno, de haber cumplido con sus tareas y poderse dedicar un rato a leer, dar un paseo, ver una película o –lo que es más increíble– trabajar en lo que de hecho trabajan, para lo cual no les queda apenas tiempo. A mí mismo –sin email ni móvil ni nada– me ocurre a veces: se supone que escribo novelas, y que a algunos individuos les conviene que lo siga haciendo: a mis agentes, a mis editores varios, a los libreros, a los distribuidores. Pues bien, a menudo he de luchar contra los propios interesados y contra mucha más gente para encontrar “huecos” en los que dedicarme a lo que me dedico. Me lleva tanto tiempo despejarme el campo de asuntos aledaños a mi oficio que hay días en que, cuando por fin me siento ante la máquina para meterme en mi absurdo mundo ficticio, estoy agotado y se me han hecho las seis de la tarde. Estoy seguro de que si además tuviera correo electrónico, nunca volvería a escribir una novela. Nada grave para el conjunto de la población, por otra parte.
Si desde hace una década o más mis amistades me insistían con fervor exagerado en que utilizara ordenador e email y móvil y cuantas maravillas electrónicas vinieron luego; si, al ver que no había forma de convencerme, me miraban con una mezcla de horror y conmiseración, como si al excluirme de su mundo feliz me hubiera convertido en un primate; si dudaban entre reírme la gracia o considerarme paranoico cuando yo aseguraba que todos esos inventos, pese a sus enormes e innegables ventajas, me parecían sobre todo instrumentos de dominio y control; si así eran las cosas, desde hace poco empiezo a recibir comentarios envidiosos del tipo: “Qué astuto fuiste al no entregarte en cuerpo y alma a las nuevas tecnologías. No sabes de la que te has salvado. Por culpa de ellas vivimos en un permanente infierno, sin descanso”. Muchas personas –al menos las que aún trabajan– se levantan de la cama y se encuentran con 20 o 40 mails nuevos en su correo. Eso después de haberse quedado la noche anterior hasta tarde contestando los más posibles de la jornada previa. Jamás tienen ya la sensación de haberse despejado el terreno, de haber cumplido con sus tareas y poderse dedicar un rato a leer, dar un paseo, ver una película o –lo que es más increíble– trabajar en lo que de hecho trabajan, para lo cual no les queda apenas tiempo. A mí mismo –sin email ni móvil ni nada– me ocurre a veces: se supone que escribo novelas, y que a algunos individuos les conviene que lo siga haciendo: a mis agentes, a mis editores varios, a los libreros, a los distribuidores. Pues bien, a menudo he de luchar contra los propios interesados y contra mucha más gente para encontrar “huecos” en los que dedicarme a lo que me dedico. Me lleva tanto tiempo despejarme el campo de asuntos aledaños a mi oficio que hay días en que, cuando por fin me siento ante la máquina para meterme en mi absurdo mundo ficticio, estoy agotado y se me han hecho las seis de la tarde. Estoy seguro de que si además tuviera correo electrónico, nunca volvería a escribir una novela. Nada grave para el conjunto de la población, por otra parte.
Pero cada vez hay más “arrepentidos”. Un periodista inglés me dijo hace poco que se había instalado un dispositivo que le impedía acceder a su email cinco horas diarias. Él mismo calificó de “patético” haber debido recurrir a la autoprohibición, como esos ludópatas que, en un momento de sobriedad, piden a los casinos que les denieguen la entrada. Hay gente que tiene los programas Freedom y SelfControl –explícitos nombres– para limitarse la navegación por Internet. El novelista Franzen extrajo la tarjeta inalámbrica de su ordenador y cortó el cable Ethernet para convertir aquél en una mera máquina de escribir sin acceso a la Red. Un ex-director de medios en Twitter, experto tecnológico, ha resuelto usar un viejo móvil Nokia sólo para hacer llamadas, se deshizo de su iPhone, toma notas con bolígrafo y cuaderno y lee libros en papel nada más. Otros sujetos “a la vanguardia de la tecnología están poniendo todo su empeño en hacerla retroceder unos pasos”, informa Nick Bilton, al menos en lo que respecta a sus vidas: desconectan el móvil al salir de casa, el wifi por las noches y los fines de semana, asimismo leen en papel en vez de píxeles en una pantalla.
Ustedes verán. Pero si nuestros Gobiernos nos tratan como a delincuentes, si han decidido saberlo todo sobre nosotros, lo público y lo privado y lo íntimo, si ya no podemos tener secretos de ninguna índole, habremos de actuar como delincuentes. Ya saben que la Mafia siciliana se comunica sólo mediante los piccini, papelitos escritos a mano que un recadero lleva del remitente al destinatario: la única manera de que nadie intercepte el mensaje, en principio al menos. Nos obligarán a seguir su ejemplo. Si nos ven como a criminales, nos tocará esquivar a nuestros gobernantes e intentar defendernos. Para cualquier cosa que no queramos que nadie sepa, habrá que volver al siglo XIX. Un gran engorro, desde luego. Pero, puestas así las cosas, yo no me asomaría a Internet, jamás, para nada que alguien pudiera volver en mi contra.Añadan a todo esto las recientes “revelaciones” hechas por el digno y sensato Edward Snowden, al cual persigue ahora la Administración de Obama por denunciar los abusos de dicha Administración y de la del Reino Unido en el espionaje masivo de las comunicaciones de los ciudadanos del mundo entero. He escrito esa palabra entre comillas porque hacía falta ser muy ingenuo para creer que cuanto se lanza a Internet no estaría sujeto, antes o después, al escrutinio de nuestros Gobiernos cada vez más totalitarios. Al contrario, se lo hemos puesto en bandeja. Si siguiéramos utilizando papel, sobre y sellos, como hasta hace nada, no digo que no pudieran inspeccionar nuestras misivas, pero les costaría muchísimo más tiempo y esfuerzo. Hoy mismo leo que, según Snowden, el Reino Unido pinchó más de 200 cables de fibra óptica, y que cada uno de ellos traslada en un día la información equivalente a 192 veces el contenido de todos los libros de la Biblioteca Británica. “Estamos empezando a dominar Internet”, decía con ufanía el autor de un documento ahora filtrado. Lo que más me inquieta es “empezando”, porque significa que lograrán ir mucho más lejos. Los investigados son, en su inmensa mayoría, “ciudadanos sobre los que no pesa sospecha alguna”. Y no se debe olvidar que, si el Estado puede conocer y almacenar nuestras comunicaciones, eso estará también al alcance de cualquier otra organización preparada.
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