JOSE IGNACIO TOREBLANCA
EL PAÍS
Coincidiendo con el cambio de siglo, se puso de moda hablar del declive de Occidente y del auge de Asia y los BRIC (Brasil, Rusia, India y China). El argumento dominante era que el siglo XXI iba a ser un siglo asiático y que Occidente tenía que tomárselo con deportividad: al fin y al cabo, se decía, lo verdaderamente anómalo de los últimos doscientos años era el auge de Occidente; el siglo XXI simplemente nos traería la restauración del poder económico y militar de Asia a los niveles habituales durante la mayor parte del último milenio.
La crisis financiera iniciada en 2008 no haría sino confirmar esas proyecciones. En una reedición del argumento de La Guerra de los Mundos de H. G. Wells, EE UU parecía haber sido derrotado por el virus del liberalismo económico y financiero que con tanto empeño había inoculado al resto del mundo. No en vano, Warren Buffet, el multimillonario estadounidense, definiría las hipotecas subprime y los derivados financieros como las verdaderas armas de destrucción masiva de nuestro tiempo.
Al otro lado del Atlántico, el resto de Occidente no parecía estar en mucho mejor forma: también en Europa una innovación financiera llamada euro, teóricamente destinada a proteger a sus portadores de la inestabilidad financiera y garantizarles un lugar al sol en el siglo XXI, se convertía en una pesadilla, poniendo en cuestión su modelo de integración político y económico y, a la vez, acelerando su declive global.
Al comenzar el siglo XXI, EE UU representaba el 50% del gasto militar mundial, y Europa el 50% del gasto social. La diferencia entre las hipertrofias de uno y otro no variaba mucho el resultado: mientras Asia producía y crecía, EE UU quedaba atrapado por un gasto militar sin sentido y Europa por un sistema de bienestar social que muchos decían insostenible. ¿Juzgaría la historia con severidad la pretensión de liderar el mundo desde una pequeña esquina del Atlántico Norte? ¿O solamente con ironía al constatar cómo, a la hora de la verdad, Europa y EE UU habrían caído víctimas del mismo pecado (la soberbia financiera) y de la hipertrofia en la partida de gasto, social o militar, que tan bien les había definido?
No tan rápido. A esta narrativa del declive de Occidente le falla una pata. Aunque EE UU originara la crisis financiera, está saliendo de ella. Y lo está haciendo gracias a su flexibilidad y capacidad de innovación. Mientras los europeos, liderados por Alemania, malgastaban su tiempo en reforzar el sistema de sanciones y los mecanismos de vigilancia de los incumplimientos en torno al euro, los estadounidenses se saltaban todas las reglas del liberalismo y nacionalizaban bancos, aseguradoras y hasta la industria del automóvil, inyectando en la economía fondos públicos y dinero barato a mansalva.
Al contrario que Europa, EE UU ha unido a la flexibilidad económica una increíble fe en la innovación tecnológica. Dos noticias se han coaligado estas últimas semanas para demostrarnos que Estados Unidos está lejos de ser la potencia derrotada y en retirada que nos habían dibujado. Por un lado, las revelaciones de Snowden y varios diarios estadounidenses y británicos sobre el alcance de los programas estadounidenses de interceptación de las comunicaciones mundiales dibujan un mundo en el que EE UU controla de forma maestra y bastante segura esa gran innovación tecnológica que es Internet y que tan radicalmente está transformando nuestro modo de vida. Por otro lado, el aterrizaje plenamente robotizado de un avión no-tripulado XB-47B sobre un portaviones ocurrido la semana pasada demuestra que EE UU será capaz todavía por mucho tiempo de mantener la hegemonía militar en la que asienta su poder global.
A todos estos activos tecnológicos, EE UU suma una revolución energética de primera magnitud, que no sólo le garantiza un suministro energético sostenido y a buen precio sobre el que asentar su recuperación económica, sino una cada vez mayor independencia y margen de actuación geopolítico. Y para completar este panorama, EE UU aporta otra cosa de la que Europa carece: una demografía pujante que le garantiza una mayor productividad y una menor tasa de dependencia.
Lo que queda pues en evidencia en este panorama es la vieja Europa, atascada en su gobernanza del euro, víctima de una demografía muy desfavorable, incapaz de dar un vuelco a su dependencia energética y, como se ha visto estas últimas semanas, sometida tecnológicamente a EE UU. Que solo en Alemania se haya visto algo de orgullo herido en torno a la sumisión a EE UU revela precisamente el estado de las cosas en Europa: aunque los demás habíamos tirado la toalla hace tiempo, la crisis del euro había dado a los alemanes la falsa sensación de que tenían algo de poder y de que contaban en el mundo. Bienvenidos al club de la humildad geopolítica. ¿Hacemos los europeos algo al respecto o lo dejamos correr?
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