martes, 9 de julio de 2013

Los demonios de Egipto

Jon Lee Anderson

Las revoluciones verdaderas barren al viejo orden del poder y, para bien o para mal, lo reemplazan con algo totalmente nuevo. Lo que hacen las revoluciones sin terminar es simplemente sacudir las cosas. Ya que nunca se destituyó ni fusiló a militares para producir un nuevo orden leal a “la gente” como hizo el Che Guevara, la llamada “revolución” de Egipto, tras dos años y medio de vida, se ubica en gran medida en la última categoría. Mubarak, el viejo y derrocado dictador, se mantiene físicamente cautivo, en la penumbra y a la merced de sus antiguos secuaces, mientras que continúa habitando el imaginario nacional como un faraón entre los muertos, que todavía ejerce sus oscuros poderes. Y ahora su sucesor inesperado, el oscurantista islámico Mohamed Morsi, ha sido echado también junto a sus Hermanos Musulmanes, que en poco más de un año se revelaron como los pueblerinos ineficientes que son, arruinando su oportunidad de mantenerse en el poder.
La milicia de Egipto —que ha sido durante los últimos veintinueve meses la autoridad máxima encargada de arbitrar  todo el drama que se ha producido en el gran escenario del país— muestra de vez en cuando las cartas que blande y las lanza sobre la mesa, forzando a los actores del conflicto a aparecer y desaparecer, casi a voluntad, en una ladina conjunción secreta con las multitudes furiosas que forman el público de este espectáculo.
Según quien lo vea, Egipto está en un limbo político o en un purgatorio extendido, y los demonios desde hace mucho contenidos en la caja de la Pandora nacional han sido liberados de sus cadenas. Durante las protestas los habitantes son asesinados como si fuesen ovejas, de forma oscura y sin estridencia alguna, mientras que las mujeres son brutalmente violadas por una muchedumbre de hombres que tratan de impartir con violencia sus deseos más oscuros, en público. Es como si todo en Egipto ahora debe ser realizado por y para las enfurecidas masas, a la vista de todos.
Debió ser una advertencia para el mundo entero cuando, durante el primer golpe militar del 11 de febrero de 2011, el ejército anunció que Hosni Mubarak se retiraba del poder y que sería reemplazado por una junta; las multitudes que llenaron la Plaza Tahrir durante diecisiete días celebraron la decisión y fueron a sus casas. En ese momento, por supuesto, lo que ocurrió fue que la “revolución que pudo” se convirtió en la revolución que no lo había logrado del todo. Aunque ahora se comparta con las masas, el verdadero poder permanecía firmemente en manos de los militares, que dirige el país abiertamente hasta el día de hoy.
¿Cómo se llama el hombre que fue nombrado presidente ayer? ¿Adly Mansour? En realidad no importa porque, si un grupo ha permitido que se desarrolle el espectáculo público que ha tenido lugar desde 2011 sobre quién posee el corazón y alma de Egipto —¿Son los islamistas? ¿O los laicos ejecutivos de Google, aquellos tuiteros modernos que visten jean de arriba a abajo?— ha sido, a lo largo de los años, los militares.
Hasta ahora, el mayor logro de la “revolución” egipcia ha sido reforzar sus miedos colectivos de que son ingobernables, y de que necesitan de una gigante figura paternal que los mantenga bajo control. Esto no es una nueva Egipto, lleno de personas que han aceptado el cambio colectivo y están marchando, tomados de la mano, hacia un nuevo futuro; es una Egipto poseída por sus demonios, que se destruye a sí misma por odios y pasiones desatadas. Y al menos para los generales, es un país en vías de ser rescatado de un descenso a los infiernos, gracias a los protectores hombres uniformados que todo lo ven, y todo lo saben.
***
Texto publicado en inglés por The New Yorker el 5 de julio de 2013. Traducción: Nelson Algomeda

No hay comentarios:

Publicar un comentario