El dilema entre protesta y negociación
En estos días me hizo falta, para una investigación sobre tasas de cambio múltiples y unificación cambiaria, una serie con las tasas de cambio "libre" que prevalecieron en tiempos de Jaime Lusinchi. No se me ocurrió mejor cosa que poner a circular este pedido a través de las redes sociales. Después de todo, qué son las redes sociales sino un inmenso mar en donde se ponen a flotar millones de botellas con mensajes sin destinatario fijo. Algunas de las respuestas más inmediatas son una pequeña muestra de esa fuerza que se ha apoderado hoy en día de nuestro país: "pregúntale a quienes construyeron la urbanización Valle Arriba, ellos seguro que saben... ", "¿y tú qué haces preguntando por Blanca Ibáñez?", "eso es lo que tú quieres, volver a la época de las barraganas presidenciales... ", mientras otro le responde a este último... "decidían ascensos militares, repartían dólares, hacían lo que les daba la gana". Son un grupo pequeño, y contrastan con los demás, con quienes generosamente y sin tener una idea clara, se esfuerzan por sugerir alternativas con la única intención de ser útiles. Sucede que los primeros suelen hacer mucho ruido.
Ambas corrientes representan otro falso dilema en el que se ha encerrado la oposición, una suerte de colosal batalla de ingenuidades. Por un lado están quienes creen que un grupo de ciudadanos enardecidos, sin organización, sin armas y sin dinero, trancando las calles y avenidas de las principales ciudades, van a ser capaz de dar al traste con el régimen. Peor aún, o al menos así uno lo presume, no se espera sólo eso sino también que ese proceso sea capaz de dar a luz a un gobierno mejor. Dentro de esta corriente hay argumentos convincentes: el país no se puede dar el lujo de esperar tres o cinco años, el nivel de deterioro económico, político, social, la degradación de las instituciones, no deja otra alternativa. Por otro lado están quienes reconocen que es necesario seguir trabajando para construir una verdadera mayoría, pero no encuentran una manera de explicarle a la gente qué hacer ni a través de qué mecanismos (¿elecciones?) esa mayoría será capitalizada en poder político. El pecado original de este segundo grupo se encuentra en creer que puede ser capaz de dialogar con el Gobierno y obtener concesiones relevantes sin la presión del primero. Dialogar, en cualquier caso, es una expresión demasiado pueril, carente de objetivos más allá del hecho en sí mismo, que no comunica lo que requiere el momento. Suena demasiado a sucesión de marroncitos, a postura de acomodo.
Y uno se pregunta: ¿En qué momento nos convencimos de que era una cosa o la otra? ¿Cuándo se asignaron estos roles? ¿Cómo venció México la hegemonía del PRI, sino a través de la acción política coordinada entre la calle y la mesa de negociación? ¿Por qué no aprovechar la significativa efervescencia que un sector de la oposición ha sido capaz de generar, para a partir de allí profundizar nuestra acción política, reconducir la protesta y conectarla de manera directa con los problemas de la gente y nuestras soluciones? Habrá alguno por ahí que piense que ya no hay fuerza capaz de canalizar la protesta. Yo tiendo a pensar que eso no es así por naturaleza, y que con frecuencia las élites políticas, los líderes, son quienes modelan la conducta de los ciudadanos. De eso se trata el liderazgo y la ausencia de liderazgo.
Coordinar ambas corrientes es esencial por una razón adicional. La caída del socialismo, más allá o más acá, cuando ocurra, no es más que el desmantelamiento de una gran mentira. No en vano, como ha escrito Vaclav Havel, se le conoce como el imperio de la hipocresía: "El poder de una cúpula corrupta es llamado 'poder popular', el trabajador es esclavizado en nombre del 'interés de la clase trabajadora', la degradación del individuo es presentada como su 'liberación', la ausencia de información es calificada como 'veracidad', el poder arbitrario como 'las leyes'". Estas son las primeras mentiras que se vienen abajo. Hay otras, mucho más peligrosas y persistentes. Es la mentira del Estado; es el contrato social repetido y violado hasta la saciedad, que contiene lo que le corresponde hacer al Estado por el ciudadano, y lo que le corresponde hacer al ciudadano por sí mismo. Esta es mucho más difícil de desmantelar. Se requiere de empatía, de entender los problemas de la gente e irle planteando una transición posible, con el Estado allí para ayudarle a superar la vulnerabilidad en que lo ha dejado la égida socialista, pero con el objetivo puesto en que sus hijos jamás tengan que pasar por una situación similar. Es ese transmitir, como he escrito en otra parte, que sí es posible salir adelante, sin que se nos quede nadie atrás.
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