Alberto Barrera Tyszka
La censura oficial siempre es una señal de debilidad. Cuando un Estado persigue y encarcela tuiteros, más que ejercer su poder, demuestra su vulnerabilidad. Cuando, cada semana, Diosdado Cabello aparece repartiendo insultos y amenazas en la televisión, no hace más que ofrecerle al país una imagen de la creciente fragilidad del gobierno.
Uno de los logros fundamentales del oficialismo ha sido frivolizar la revolución. Frivolizar la palabra, la idea, el sentido que tiene dentro del espacio simbólico. Con la misma puntualidad que han devaluado la economía, también devaluaron el lenguaje. En este país, la palabra socialismo terminará siendo sinónimo de chanchullo. Independencia y soberanía ya pueden significar lo mismo que autocracia o nepotismo. La palabra oligarquía solo ha cambiado de color. La palabra corrupción sigue igualita. Diciendo lo mismo. Pronunciándose siempre de la misma manera.
Ser revolucionario se convirtió en una fórmula de mercado. El manejo de cierta retórica de izquierda, aderezada con alusiones permanentes a Hugo Chávez, se ha transformado en un protocolo para acceder y surgir en la corporación. Trabucaron el discurso de izquierda en un procedimiento comercial tan eficaz como el manual de ventas a domicilio de Electrolux. El país está lleno de un palabrerío hueco, sin complejidad, que repite expresiones como si fueran recetas de éxito; una gran nada que suena y suena sin dirección ni sentido. Cada vez somos más ruido.
El programa Con el mazo dando es un ejemplo privilegiado. Se puede considerar el show estelar del chavismo. De alguna manera, hereda o prolonga la tradición televisiva del Comandante Eterno. También pretende ser un espacio de ejercicio de poder, donde la eficiencia mediática se imponga sobre la eficiencia del Estado y de las instituciones. Es, además, un programa promovido por la presidencia, tanto que ya se ha anunciado la creación de un periódico con el mismo nombre. Y, sin embargo, es de una superficialidad casi infinita. No hay nada más parecido a Chepa Candela que los mazazos de Diosdado Cabello.
No deja de ser sorprendente que un gobierno que invoque la transparencia y denuncie la guerra mediática construya su principal espacio comunicacional sobre chismes de los que nadie se hace responsable, sobre dimes y diretes anónimos. Los “patriotas cooperantes” del programa actúan de la misma manera que los informantes secretos de la farándula. Cabello denuncia y acusa basado en las confidencias que le dicen sus amigos “Mundo”, “Chef” o “Hierrito”. Se propone ser deliberadamente aguerrido y confrontador, pero el resultado logra lo contrario. Es un luchador solitario, haciendo maromas y gritando sobre un rin. Buscando contrincantes. Buscando público.
Todo esto podría ser gracioso si no fuera, a la vez, tan crudamente trágico. Nada es igual cuando se sitúa en el contexto de una sociedad cuyas instituciones han sido desmanteladas y que se encuentra cada vez más sometida por la lógica de la fuerza. En ese contexto, los “patriotas cooperantes” son una perversión muy peligrosa. Tanto como la pugna entre los grupos armados del país. Tanto como la presencia militar, cada vez mayor, en todos los ámbitos de decisión y desarrollo de la sociedad. Tolstoi decía que la violencia puede servir para reprimir al pueblo, pero no para gobernar. Estamos ante un gobierno que solo es capaz de pensarse desde la guerra. Su fuerza es también su debilidad.
Los enemigos también se gastan. Ahora el poder ha descubierto a los infiltrados. Esta semana, Francisco Ameliach ha dado un número telefónico para denunciarlos. Es el (0416) 942-5792. ¿Qué esperas? Llama.
—Aló.
—Buenos días. ¿Tienes dónde anotar?
—Sí, pero…
—Anota, pues: Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Rafael Ramírez, Jorge Rodríguez, Elías Jaua…
—¡Epa, epa, epa! ¡Ya va! ¡Párate ahí! ¿Qué crees que estás haciendo?
—Cumpliendo con mi deber revolucionario, coño. ¡Estoy denunciando a los infiltrados!
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