miércoles, 24 de diciembre de 2014


MIGUEL ANGEL MARTINEZ MEUCCI

Se cierra el año 2014, un annus terribilis para la vida política en Venezuela. Terrible por las tensiones acumuladas, por la violencia desatada, por la muerte y la tortura, así como por la absoluta impunidad que acompañó a éstas, y por la imparable resaca de pobreza y escasez que inexorablemente sigue a cada ciclo de riqueza fácil y engañosa que impulsan todos los ejercicios de irresponsable demagogia que se ejercen desde las más altas cumbres del Estado. Ha sido, seguramente, un año brutal en todos los sentidos de la palabra.

Se respira un aire denso, pesado, muy alejado de aquel que los venezolanos solíamos disfrutar por estas fechas. Es difícil encontrar a alguien que no se sienta agobiado por un profundo hastío y que no se muestre irritable ante la posibilidad de encontrarse en discrepancia con los demás. Es casi natural desembocar en una situación como ésta cuando se viene de transitar un largo e intenso período de conflicto, en el que casi todo el mundo se ha empeñado mucho más en afirmar y gritar que en serenarse y escuchar. Nadie escucha cuando todos gritan, con lo cual la palabra pierde su razón de ser, que es la de constituirse como asiento del pensamiento y posibilidad de la comunicación.

Más que una inercia, lo que personalmente percibo en general es el último chapoteo exhausto de quien lleva largo rato luchando por salir de arenas movedizas, sin sentir que se ha movido un ápice. Más o menos lo mismo que pasa con el tráfico en cualquier rincón de Caracas, cuando se irrespetan los semáforos en medio de una hora pico y nadie cede el paso. La sensación que cunde es la de que llevamos largo rato empujando todos en direcciones opuestas, sin lograr movernos en ningún sentido. Y mientras tanto, es el piso lo que parece moverse, como sucede con balsas que navegan sobre las aguas de ríos silenciosos y caudalosos, llevándonos a todos, a todos por igual, a quién sabe dónde…
Los ingleses tienen aquel dicho que reza “Cuando te des cuenta de que estás en un hoyo… deja de cavar”. Los venezolanos llevamos todo el 2014 realizando grandes esfuerzos, cada uno en pos de lo que considera mejor, pero con el resultado colectivo de que, quizás, sólo hemos logrado seguir cavando un hoyo más profundo, en vez de salir de él. Y no saldremos del hoyo si no comenzamos por un cambio de actitudes, sin lo cual no será posible generar nuevas ideas que a su vez conduzcan a nuevas acciones. No es posible cambiar las cosas si hacemos siempre lo mismo, y si persistimos en actitudes y emociones que no propician el aprendizaje.

En mi opinión, hay dos sentimientos, actitudes o estados del alma sin los cuales se hace imposible orientarse hacia el cambio positivo en las circunstancias que vivimos actualmente. El primero es caer en conciencia de que uno no se las sabe todas, y demostrar que uno está consciente de ello. El debate político en la Venezuela del 2014 ha estado marcado, más que por cualquier otra cosa, por el orgullo personal, al punto que la suma de la defensa de cada orgullo personal no ha hecho más que conducirnos a una gran vergüenza colectiva. Si nadie cede en nada, si nadie admite un error ni se plantea una duda, si preferimos respuestas absolutas a preguntas correctas, si todos empujan en direcciones opuestas, el resultado grupal es el desgaste, el embrutecimiento y el estancamiento. Pero para admitir un error, para aceptar que el otro puede tener razón, y para trabajar por metas colectivas en vez de meramente individuales, se necesita el segundo sentimiento al cual queremos aludir aquí: un mínimo de respeto, estima y solidaridad hacia el otro. Hoy en día, en esta sociedad de colas y violencia, los venezolanos nos cansamos de esperar la solidaridad ajena, pero hacemos más bien poco por brindarla a los demás.

El excesivo orgullo y la falta de estima hacia el otro son siempre actitudes negativas, pero resultan especialmente corrosivas e insidiosas cuando se hacen plenamente visibles en(tre) los líderes. ¿Acaso la definición de “líder” no es, en primera instancia y antes que cualquier otra cosa, la de alguien que da un ejemplo a sus semejantes? Por alguna razón, somos muchos los que tenemos la sensación de que nuestro liderazgo político, a pesar de contar con muchas virtudes (y esto es preciso recordarlo siempre), se ha atascado en peleas bizantinas que, al menos en mi opinión, derivan de las actitudes negativas aquí señaladas.

En tal sentido, es preciso recordar que la democracia no nació como forma de gobierno en la que mandan las mayorías. Una de las peores pestes que puede caerle a la democracia moderna es incurrir en semejante error, que a los antiguos (por no vivir en sociedades de masas, entre otras razones) se le hacía mucho más claro y fácil de evitar que a nosotros. La democracia nace 1) del supuesto de que todos somos racionales, de lo cual se deriva que 2) el mejor gobierno será aquel que permite a todos participar por igual en los asuntos públicos. En otras palabras, si todos somos racionales, en la declaración de cada uno de nosotros suele haber elementos de verdad, y por ende todos estaríamos en capacidad de aportar algo en la discusión de la política. La democracia es, originalmente, una forma de gobierno que, como todas las demás, estaba preocupada en dar con la verdad, pero que a diferencia de las demás, sostenía que a la verdad se accedía mejor si se escuchaba a todos. Quien opinaba lo contrario era más bien un aristócrata, o un tirano. En concordancia con lo anterior, decía Pericles en su famosa “Oración Fúnebre” que:

Nuestros hombres públicos tienen que atender a sus negocios privados al mismo tiempo que a la política y nuestros ciudadanos ordinarios, aunque ocupados en sus industrias, de todos modos son jueces adecuados cuando el tema es el de los negocios públicos. Puesto que discrepando con cualquier otra nación donde no existe la ambición de participar en esos deberes, considerados inútiles, nosotros los atenienses somos todos capaces de juzgar los acontecimientos, aunque no todos seamos capaces de dirigirlos. En lugar de considerar a la discusión como una piedra que nos hace tropezar en nuestro camino a la acción, pensamos que es preliminar a cualquier decisión sabia


Por consiguiente, un político que se dedique a culpar de nuestros problemas a los ciudadanos, o a determinado grupo de éstos, o a la cultura, historia o genética del país, quizás haya errado su vocación y tenga en realidad una mayor inclinación hacia la ciencia, la filosofía o la poesía; lo cierto es que difícilmente tendrá lo necesario para ser un buen político, especialmente en momentos críticos. Un político exhortará a la acción, instigará a revisarse, invitará a pensar y deliberar, pedirá trabajar juntos en una misma causa y asumirá responsabilidades, pero mal podrá llamar a la acción mancomunada si culpa a sus seguidores de la falta de acierto en la (conducción de) la acción política.

Por otro lado, si hay algo que caracteriza a la política en general es su condición natural de espacio para la acción y para la generación de acontecimientos (entendidos como hechos únicos e irrepetibles, frutos del pensamiento y de la voluntad de muchos). Esto significa que, en política, nada está escrito en piedra y todo puede cambiar súbitamente, siempre que se usen las palabras adecuadas. Dado que el poder es, al decir de Arendt, “la capacidad para actuar concertadamente”, todo en política depende (nada más y nada menos) de la posibilidad para convencer a las personas de hacer algo en común, lo cual, a su vez, se logra mediante palabras y gestos motivadores. Y pocas cosas motivan más que el ejemplo.

Muchos de nuestros políticos (obviamente, no todos) consideran esencial predicar con el ejemplo. Entre éstos, cada uno ha dado ejemplo de lo que considera más importante para alcanzar un cambio positivo, y así ha sido reconocido por diversos sectores de la población. Ahora bien, si en verdad hay el común denominador de alcanzar una democracia plena, también debería ser posible armonizar las diversas rutas hacia el objetivo común, lo cual sólo se alcanza mediante un diálogo abierto y sincero. Sin la superación de los falsos dilemas ("calle o voto", "votar es ser colaboracionista", "protestar es ser golpista", etc.) en los que los demócratas venezolanos se han venido encallando varias veces a lo largo de los últimos 12 años, no habrá posibilidad de salir del hoyo. Al menos el intento de superar tales falsos dilemas debería ser plenamente visible y convincente.

De esto han de encargarse los políticos mismos, y no sólo sus asesores de imagen y comunicación, o los espontáneos que a menudo se adjudican el papel de portadores de la voz de sus líderes preferidos. Mientras menos intermediarios haya a la hora de transmitir un mensaje, mejor. Un político hará bien en asesorarse tanto y tan bien como sea posible, pero finalmente no encontrará sustituto a la esencia misma de la política: su propia capacidad para convertirse en portavoz de un mensaje articulado que llama a la acción mancomunada. Y mal podrá llamarse a la acción conjunta a nivel nacional si se comienza por dividir, excluir o actuar sin concierto con los aliados naturales. Si no se es capaz de integrar a los que piensan más o menos igual, mal se podrá integrar a los que piensan de forma claramente distinta.

A estas alturas está claro que ni la claridad en el mensaje ni la voluntad de trabajar unidos prevalecieron en el 2014. Durante todo este año, agendas e intereses particulares, así como puntos de vista muy parciales, se impusieron sobre los intentos de concertar una única estrategia de acción. Consideramos que dicha unidad es esencial e imprescindible para la recuperación de la democracia en el país, y valga la oportunidad para insertar este argumento dentro de una idea que hemos venido señalando en múltiples ocasiones: los cambios de régimen político sólo se hacen posibles cuando se conjugan tres circunstancias generales, a saber 1) crisis general del sistema (por razones políticas y/o económicas), la cual propicia 2) una fractura de las élites políticas del régimen vigente, capitalizada por 3) una alternativa política unitaria. Dejamos al lector la consideración de cuántos de estos factores se encuentran presentes en estos momentos en Venezuela.

La oportunidad para enderezar el rumbo se presenta finalmente cuando se adquiere la conciencia de estar en un punto muerto. Cuando las palabras se han contaminado por la rabia, y en vez de servir a la comunicación y a la argumentación sólo fungen como asiento para el cliché, el insulto y la autoafirmación destructiva, es momento de reiniciar la reflexión desde cero. Decía Arendt que el perdón y la promesa son los grandes recursos que se encuentran siempre a disposición de los hombres para volver a comenzar una empresa común, para superar el pasado y (re)construir el mundo en términos de igualdad y libertad entre los hombres.

También de Arendt tomamos la frase (e idea) con la que titulamos este artículo. Cada vez que las circunstancias nos obligan a recomenzar, nos vemos obligados a (re)identificar lo esencial de la tarea que nos proponemos. Después de tanta brutalidad, después de tanta confusión y equívocos, toca recuperar la gramática esencial de la política. Por “gramática” ha de entenderse el conjunto de elementos que componen un lenguaje, comprendiendo así las posibilidades de emplearlo funcionalmente, de cara a la acción. Se hace preciso, pues, volver al corazón de la política, recuperando los elementos y motivaciones más básicos que la componen. Se hace necesario dejar de lado una enorme cantidad de clichés y prejuicios en torno a los cuales ha girado el debate político de este año, y volver a pensar y actuar en pos de grandes tareas comunes; eso, y no otra cosa, es lo que el momento demanda de todos los venezolanos.

Lo anterior no se presenta en plan de monserga, sino desde la recuperación de una de las premisas más firmes del pensamiento político clásico: las acciones de los hombres están guiadas por su talante e inclinación moral. A este lamentable punto hemos llegado, en buena medida, por nuestras debilidades más acusadas. Más que asignar culpas y tramar nuevas fracturas, toca ahora rescatar el respeto mutuo, el lenguaje adecuado, la sinceridad del diálogo entre demócratas y la voluntad de recuperar los elementos esenciales de toda recta política. Para ello sería factible, si cabe, trabajar en la elaboración de una hoja de ruta. Sean propicias estas fiestas para reflexionar al respecto.

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