¿Fin de los delirios?
Jorge Edwards
Tuve las primeras noticias de la revolución cubana en la universidad de Princeton, en Estados Unidos del presidente Eisenhower y del vicepresidente Richard Nixon, cuando había terminado mis estudios en Chile y hacía un posgrado en asuntos internacionales. Había un profesor de origen cubano, casado con una norteamericana de fortuna, y por su mansión, alrededor de una piscina hollywoodiense, pasaban revolucionarios en ciernes, miembros del movimiento 26 de julio, exiliados diversos y opositores de todas las tendencias a la dictadura de Fulgencio Batista. Algunos de esos personajes, el juez Manuel Urrutia, presidente de la república en los años iniciales del castrismo; Felipe Pazos, joven economista que después desempeñó cargos importantes, salieron pronto al exilio. Pero las simpatías por la revolución eran universales; los primeros exiliados, bautizados por Fidel como gusanos, salían de la isla y no eran bien acogidos en ninguna parte, con la improbable excepción de la península de La Florida. Pasaban a ser exiliados apestados. ¡Qué fácil es ser exiliado chileno, me dijo un intelectual cubano en los tiempos del pinochetismo, y qué difícil, qué porvenir oscuro, tiene el exilio del Comandante Castro, el de la gusanera!
Viajé en enero de 1968 a La Habana, invitado por las instituciones culturales de la revolución. Era entonces diplomático chileno de carrera y mi país había roto relaciones con Cuba en 1964. Pero el ministro del Gobierno demócrata cristiano de esos días me autorizó con gusto. Había partidarios militantes de la revolución castrista, pero también abundaban por todos lados los simpatizantes discretos y más o menos secretos. El generalizado espíritu antiyanqui facilitaba las extravagancias ideológicas de todo orden: desde gaullistas y franquistas hasta liberales y centristas mexicanos y sudamericanos.
Cuando regresé a Cuba a finales de 1970, como diplomático encargado de abrir la Embajada chilena, la situación era radicalmente diferente. Una parte influyente del Gobierno recién instalado de Salvador Allende pensaba que la panacea política y económica era Cuba: la respuesta frente a la dependencia y el subdesarrollo de nuestras democracias mediocres. Me tocaron días difíciles, intensos, marcados por el fracaso monumental de la zafra de 10 millones de toneladas de azúcar que había prometido el Gobierno del Comandante Castro. No tardé mucho en entender que había un desfase completo entre la visión externa de Cuba y las realidades internas. En la noche de mi llegada conversé tres horas, entre las dos y las cinco de la madrugada, en las oficinas de la redacción del diario oficial, Granma, con Fidel Castro en persona, que mientras conversaba conmigo escogía las fotos suyas que debían publicarse en la primera plana del día siguiente, y que de repente, al pasar, con un gesto rápido, me advertía de que eso no era “culto de la personalidad”.
Cuando salí de la isla al cabo de sólo tres meses y medio, y cuando publiqué en España mi memoria del caso, Persona non grata, me dijeron que mi obsesión por la vigilancia policial cubana era una forma de paranoia. Y recibí en esos días una larga carta de Guillermo Cabrera Infante, exiliado cubano en Londres, y que me decía textualmente: “No hay delirio de persecución ahí donde la persecución es un delirio”.Al final de la mañana siguiente, un sábado, me visitaban en el bar de mi hotel escritores cubanos que había encontrado en mis viajes o que me conocían como lectores. Después del segundo daiquiri, con medias palabras, haciendo gestos, apuntando a los posibles micrófonos, me contaron una historia diferente, de sospechas, delaciones, censuras. Me hablaron de las UMAP, las unidades militares de ayuda a la producción, y de colegas suyos, acusados de vagancia, de homosexualidad, de delitos comparables, que habían pasado temporadas en esos infiernos. Como venía de un país optimista e ingenuo, utopista y mal informado, donde algunos dirigentes pensaban que la alta inflación serviría para destruir el poder de la burguesía, decidí escribir mi testimonio. Ya sabía, a muy poco andar, que si un régimen parecido se instalaba en Chile, yo sería uno de los primeros en salir al exilio. Lo dije hace poco, en una conferencia pública, en Santiago de Chile, y un viejo amigo de izquierda se retiró de la sala, indignado. Es decir, el conflicto continúa, y después del restablecimiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, seguirá vivo, pero con una posibilidad de apertura y de evolución interna que son nuevas, que saludo con el optimismo mitigado, reservado, que las circunstancias permiten.
Como pueden apreciar ustedes, el uso correcto del lenguaje es una virtud esencial. Ahora se ha producido la conjunción de tres personas adaptadas a la circunstancia: Raúl Castro, más racional, menos impulsivo que su hermano Fidel; Barack Obama, que desearía terminar con esta herencia postergada de la guerra fría; y el papa Francisco, que tiene una visión humanista latinoamericana. No es poco, pero no hay que esperar resultados rápidos. Pasaron los años del fidelismo, de la diplomacia impulsiva, de las carreras presidenciales para ir a rendirle pleitesía al Líder Máximo. Nada cambiará, nos asegura en la prensa la hija de Raúl, pero algo ya ha cambiado. La historia es lenta, pero no tiene regreso.
Jorge Edwards es escritor.
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