viernes, 17 de junio de 2016

7 propuestas para salir de la crisis política en Venezuela


El diálogo, que es un eufemismo para hablar de negociación, es un espacio incierto que se abre desde la dimensión internacional en el contexto actual del conflicto político venezolano.
En las próximas semanas veremos si efectivamente la comunidad internacional continuará asumiendo un simple papel de facilitador o más bien se verá obligada a mediar directamente para buscar una alternativa que contribuya a resolver la actual coyuntura política, económica y social en Venezuela.
La región tiene un reto: las instituciones internacionales disponibles, sea la OEA o UNASUR, son organizaciones bastante disfuncionales y con poca capacidad de articulación política y con bajos niveles de legitimidad.
Distintos países latinoamericanos favorecen estas distintas instancias dependiendo de la temática o de los intereses que están en juego. Intercambian cada uno de estos espacios en la medida en que las coaliciones regionales se van transformando.
Esto es claramente lo que ha salido a relucir nuevamente con el caso venezolano.
Tanto Luis Almagro en la OEA como Ernesto Samper en UNASUR, si bien persiguen agendas diferentes en el plano internacional, cuando se refieren a la situación venezolana, han terminado asumiendo estilos similares que no siempre facilitan un papel mediador. Ambos han utilizado lo que se denomina “la diplomacia pública” para aumentar su visibilidad y competir por el protagonismo sobre el mejor tratamiento para atender el quiebre institucional del país, cuando más bien debieron haber optado por una movilización diplomática igualmente activa pero mucho más soterrada.
De ahí que en la medida en que la crisis venezolana se siga profundizando, lo cual luce inevitable, veremos cómo estos mismos espacios regionales, aunque frágiles, van a tener que involucrarse crecientemente en la resolución del conflicto venezolano. No obstante, por sus debilidades, estas mismas organizaciones tendrán que ser complementadas por instituciones o actores extra-regionales, como la ONU o el Vaticano, que puedan mediar de una forma más efectiva.
No puede ser de otra forma: la magnitud de la crisis política, económica y social en Venezuela no sólo es profunda sino que plantea literalmente un dilema existencial de supervivencia para los diversos grupos en pugna. Unos grupos que, durante más de una década, gracias a la retórica revolucionaria y el uso excesivo de un lenguaje de guerra, se han acostumbrado a concebir la política como todo o nada, en la que el diálogo es tan solo un mecanismo de tregua y no la base institucional que garantiza la convivencia democrática.
Es por ello que no debe sorprender a nadie que todos los actores relevantes, sobre todo aquellos cercanos al mundo opositor, mantengan la desconfianza y el escepticismo; y que, a pesar del gesto de aceptar el diálogo, ninguno de ellos esté convencido que la situación política pueda ser transformada a través de semejante mecanismo diplomático. Para muchos, y con razones de sobra, el pasado continúa siendo el mejor predictor del futuro: hasta ahora la historia reciente ha mostrado que el diálogo para el chavismo es tan solo una forma de postergar su verdadero objetivo revolucionario.
Un paso para atrás para dar dos hacia adelante.
De modo que es lógico anticipar, en medio de semejante escenario, que cada grupo intentará mantener vivo su mejor amenaza creíble para incrementar su poder de negociación en el plano internacional, si es que esa posibilidad de diálogo realmente se materializa.
El gobierno insistirá en su control institucional y político sobre los poderes públicos para dilatar o impedir una salida constitucional. La oposición insistirá en la necesidad de materializar la activación del referendo revocatorio a través de la movilización social. Y, por si fuera poco, la sociedad, cada vez más insatisfecha y cada vez más dispuesta a acudir a las calles a protestar, continuará aguardando desesperadamente en largas filas soluciones diarias frente a la escasez de alimentos y medicinas.
El panorama es claro: el chavismo representa un gobierno débil, sin fuerza electoral y con una seria amenaza de un desbordamiento social, pero con un férreo control institucional. En cambio, la oposición es electoralmente fuerte pero dispersa políticamente y sin capacidad relativa de capitalizar definitivamente el creciente descontento de los venezolanos.
El resultado de esta equación es un país que no posee mecanismos políticos ni institucionales ni electorales para dirimir sus conflictos; y por lo tanto, tampoco tiene capacidad para abordar y resolver los problemas estructurales que enfrenta tanto en el plano económico como social.
De ahí que la preocupación internacional por la crisis venezolana sea genuina. Sería estúpido pensar de otra forma.
El colapso económico, y por estas mismas razones, las altas probabilidades de un derrumbe definitivo en el sector petrolero, tendrían serias consecuencias, no sólo para el futuro del país, sino para la seguridad hemisférica en general.
La crisis en la frontera con Colombia, como consecuencia de las distorsiones cambiarias y los controles de precio, es socialmente cada vez más aguda. Pronto, el flujo migratorio venezolano, el desplazamiento del comercio, el continuo declive de las remesas y la capacidad de absorber a los mismos inmigrantes colombianos que se quieran regresar a su país de origen, va a implicar tensiones crecientes que el gobierno neogranadino va a tener dificultades para atender y que pudiesen comprometer parcialmente muchos de los avances que han logrado.
Centroamérica y el Caribe es otra fuente de preocupación. La dependencia energética de estos países y su gran vulnerabilidad frente a un cambio en los niveles de subsidio y provisión petrolera plantea una profundización de la crisis tanto fiscal como externa, que muchas de estas pequeñas islas y naciones están padeciendo. Si bien Petrocaribe ha sido un mecanismo petrolero de cooptación diplomática por parte del gobierno venezolano, no es menos cierto que los caribeños y centroamericanos tienen que ver una resolución del caso venezolano como algo estratégico, pues el chavismo por si solo ya no puede proveer tanta filantropía. Esto supone una posición menos servicial y más constructiva por parte de estas pequeñas naciones, que ya ven en los Estados Unidos y México aliados mas confiables pero tampoco muy generosos.
Y un colapso social, sin que el país pueda reestablecer el orden político, algo que no es descabellado imaginarse, implica un fenómeno de gran desestabilización, pues la violencia, el crimen organizado y las actividades ilegales del narcotráfico, el secuestro y el lavado de dinero, encontrarían un contexto aún más atractivo para continuar creciendo a tasas aún mayores.
Es obvio: el asunto venezolano tiene ramificaciones insospechadas que son regionalmente relevantes.
Eso no quiere decir que el desenlace se decida en ese espacio internacional.
Los factores domésticos, en especial, las protestas populares, la profundización de la contracción económica, el papel de las Fuerzas Armadas, la amenaza de una disolución arbitraria de la Asamblea Nacional y la presión del referendo revocatorio, seguirán marcando el destino de una coyuntura que está en un punto muerto por no decir irresoluble.
También es sencillo concluir que el último esfuerzo de facilitación internacional, que lideró el ex-presidente Zapatero a través de UNASUR, se tropezó con las mismas limitaciones que han tenido este tipo de iniciativas en el pasado: la imposibilidad de llegar a acuerdos bilaterales entre gobierno y oposición.
Este fracaso muy probablemente obligue a elevar la mediación internacional hacia otras instancias que trasciendan a América Latina, como lo puede ser el Vaticano, para buscar alternativas.
Y muy posiblemente la ONU, quizá con una secretaria general en manos de Argentina, quien sabe, también pueda jugar un papel destacado.
Pero todo eso será más adelante. La primera fase, que es facilitar la construcción de una agenda y un espacio de diálogo y negociación, lo debe cumplir UNASUR. La OEA pareciera haber quedado relegada a la espera de activar la Carta Democrática en caso que la situación se continúe deteriorando. Luis Almagro mostró sus dotes morales pero también su poca pericia política. Si bien la secretaría general de UNASUR, en manos del ex-presidente Ernesto Samper, es una fuente de preocupación para la oposición ante su generosidad discursiva frente al chavismo, también es cierto que Brasil, Chile, Paraguay, Argentina, Colombia y Uruguay son una fuente de control.
Sin embargo, la verdadera disyuntiva para la comunidad internacional es si realmente hay alternativas para resolver el asunto venezolano. ¿Existe algún acuerdo, más allá de lo que cada uno los actores desean individualmente, que sea satisfactorio para ambas partes?
Si somos honestos, semejante opción no es implausible.
Sin embargo, esta posibilidad, aunque remota, requiere de un acto de buena voluntad, un acuerdo político, una reforma constitucional y un acompañamiento internacional para su verificación.
Una opción de esa naturaleza supone un chavismo que abdica definitivamente su pretensión hegemónica, especialmente frente a la Asamblea Nacional, y consecuentemente, abandone el control sobre los poderes públicos para restaurar el Estado de Derecho.
Un acuerdo semejante también supone una oposición dispuesta a convivir con el chavismo como fuerza política y a aplazar sus aspiraciones presidenciales inmediatas por un corto periodo de tiempo.
El acto de buena voluntad sería remover los obstáculos que el gobierno ha colocado a la convocatoria del referendo revocatorio y permitir que la recolección de firmas continúe su camino sin mayores dilaciones.
El acuerdo, en cambio, estaría orientado a dar garantías mutuas para ambas partes y podría tener clausulas como las siguientes:
1. Una reforma constitucional votada tanto por chavistas como opositores para reducir el periodo presidencial de seis a cinco años y prohibir la reelección de la primera magistratura. Esta reforma sería aplicada retroactivamente.
2. Una extensión del periodo de los gobernadores y alcaldes de cuatro a cinco años con una reelección inmediata, también aplicada retroactivamente.
3. Una amnistía concebida en términos muy amplios para chavistas y opositores y que se extienda al estamento militar.
4. Una renovación de todos los poderes públicos de acuerdo a los lineamientos constitucionales establecidos.
5. La implementación de un programa de estabilización económica y protección social con acceso inmediato a financiamiento internacional.
6. El acuerdo debe ser ratificado popularmente y la consulta realizada concomitantemente con el referendo revocatorio en caso que logre ser activado.
7. La comunidad internacional, a través del Vaticano, se encargaría de la verificación del cumplimiento del acuerdo.
Esta negociación lograría otorgar garantías mutuas a todos los grupos relevantes. Aseguraría la alternabilidad electoral tanto a los chavistas como a los opositores y también le permitiría al país una salida pacífica y rápida a la dramática situación económica actual.
Para el chavismo, el acuerdo permite que el efecto del referendo revocatorio no precipite unas elecciones presidenciales, pues, al reducir a cinco años el periodo presidencial, ya se habría pasado el umbral de cuatro años para su convocatoria. El chavismo, a través del Vice-presidente (en caso que la oposición gane el referendo revocatorio), mantendría el control del poder ejecutivo y contaría con poco más de un año para estabilizar la economía en el marco de un acuerdo nacional. El chavismo también lograría posponer las elecciones presidenciales, regionales y locales hasta finales del 2017. El chavismo garantizaría, aún perdiendo las elecciones presidenciales del 2017, que un presidente opositor no pueda optar por la reelección, lo cual aumentaría significativamente sus probabilidades de volver a controlar la presidencia en un futuro próximo.
La oposición también obtiene grandes ganancias a través de este acuerdo. Garantiza que se active el referendo revocatorio. Logra instaurar el Estado de Derecho y la independencia de los poderes públicos, así como la libertad de los presos políticos. Le permite adelantar la elección presidencial en más de un año. Y garantiza adicionalmente las condiciones electorales para ganar la Presidencia de la Republica por un periodo de cinco años. Adicionalmente, la prohibición de la reelección para la presidencia, también le permitiría a los distintos lideres de la oposición, frecuentemente enfrentados por ver quien lidera la transición, contar con un mecanismo efectivo que aumente la alternabilidad entre ellos.
Sin embargo, el verdadero ganador sería la sociedad venezolana. El país lograría resolver por mucho tiempo su problema de gobernabilidad y aseguraría de este modo la estabilidad democrática. El acuerdo le daría un nuevo marco institucional a la sociedad venezolana para dirimir sus conflictos políticos, garantizaría el funcionamiento del Estado de Derecho y adicionalmente generaría un acuerdo nacional que permita abordar los enormes desequilibrios económicos con miras a promover el crecimiento y proteger socialmente a los sectores más vulnerables.
Obviamente, una negociación de este tipo, mediado por la comunidad internacional, es un acuerdo histórico pero también uno que quizás sea un sueño.
La realidad es siempre más dura y en el caso venezolano: mucho más rebelde.

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