ELIAS PINO ITURRIETA
El 24 de noviembre de 1948 sucedió la primera profanación. La militarada se alzó entonces contra la voluntad popular y echó del poder al presidente Rómulo Gallegos. La oscuridad se impuso frente a la conducta diáfana del jefe del Estado y ante la legitimidad que la ciudadanía había otorgado a su mandato. En nuestros días ha ocurrido una nueva. Bajo el cobijo de otra militarada, o con su esperada indiferencia, la tumba del grande hombre fue violentada sin misericordia. Las fuerzas de la barbarie han sido las protagonistas de ambos episodios, primero mediante la acción directa, y en esta ocasión a través de sujetos de los bajos fondos que cuentan con la benevolencia del régimen para sus fechorías. Jamás en la historia de Venezuela, pródiga en felonías, manilarga en ruindades, un personaje de limpia trayectoria fue sometido dos veces a la misma afrenta.
Ante el primer suceso, Gallegos reaccionó de manera admirable. El 17 de noviembre del año nefasto, escuchó las peticiones de los milicos sobre la necesidad de cambios en su gobierno, y el anuncio de amenazas de defección que desembocarían en su salida si no atendía diversas peticiones, entre ellas la expulsión del líder de su partido, Rómulo Betancourt. Después de escuchar las voces altaneras, todas desembuchadas bajo la sombra familiar del Cuartel Ambrosio Plaza, el presidente afirmó sin vacilación que bajo ningún respecto aceptaba los reclamos, que no pensaría en ellos ni por un segundo, que no se rebajaría a una mínima reflexión ante presiones ilegales y abusivas. Gobernaré según mi criterio apegado a la Constitución porque es mi obligación indeclinable, respondió para salir del lugar ante la perplejidad de los circunstantes.
Tuvo la posibilidad de ciertas transacciones que lo hubieran mantenido en el poder. Un arreglo oportuno podía evitar turbulencias. Todo se reducía a hacer concesiones que llevarían la calma a los cuarteles. Algunos de sus allegados del Gabinete y líderes adecos de experiencia sugirieron que pensara mejor el asunto, que consultara con la almohada, que no se fuera de bruces, debido a que era mucho lo que se debía cuidar ante la inminencia de una asonada. Sin embargo, todos estaban equivocados. Ni los milicos ni los aliados comprendieron que no hablaban con el presidente Rómulo Gallegos, sino con Santos Luzardo. El autor prevaleció frente al mandatario, o produjo una mezcla trascendental a través de la cual quiso enfrentarse a la adversidad con la ética de una novela. De allí la lección de dignidad y de firmeza que lo condujo al destierro, pero que lo convirtió en lección de rectitud.
Gallegos no sacó de su cabeza la lucha contra la barbarie. No inventó un universo inexistente para que se volviera material de lectura. La barbarie estaba allí desde hacía tiempo, a la vista de todos y sin necesidad de esconderse, en todos los lugares del mapa, en los despachos de sucesivos gobiernos, en la sensibilidad de la sociedad, imponiendo su oscura dirección, trabando el avance del civismo y la decencia, guillotinando las cabezas que deseaban salir del agujero, empeñada en evitar el establecimiento de la democracia. Él quiso participar en la erradicación de un atavismo con la ayuda de la creación literaria, pero también con el ejemplo de su pureza en las lides políticas. Él se quiso salir de la tinta de un libro para meter la carne en el asador de una batalla histórica que lo tuvo como paradigma. Su legado fue esencial, pero no pudo ser concluyente. Fue un capítulo, pero no el libro entero. Fue un inicio, pero no un colofón.
Hoy el maestro no puede reaccionar ante un segundo vilipendio, pero las circunstancias lo arrojan en nuestra cara para que hagamos memoria de los hechos de un personaje excepcional y para que sintamos como pueblo la obligación de proseguir una batalla pendiente, una gesta que no ha acabado. Pero no pensemos que la batalla es contra unos maleantes infelices que saquean los sepulcros de nuestros antepasados, sino contra los causantes de uno de los períodos más bochornosos que se hayan experimentado en Venezuela, contra la infausta militarada que hoy gobierna con sus mujiquitas.
Eallegos
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