domingo, 19 de junio de 2016

ODIAR A LOS CIVILES

TULIO HERNANDEZ

I.
En el programa de lavado masivo de cerebros que el chavismo emprendió en 1998 a través de su refinado aparato proselitista, uno de los esfuerzos mayores, donde más cajas de detergente han gastado, ha sido en la tarea de intentar denigrar y difamar a los grandes líderes civiles que construyeron la democracia en el siglo XX.
Son tres operaciones de lavado, secado y planchado de neuronas que van juntas. Una, denigrar de los líderes civiles mostrándolos como esperpentos amorales. Dos, adorar hasta donde el fanatismo y la cursilería aguante la figura militar de los fundadores de la nacionalidad, eso que pomposamente llaman “los próceres de la patria”; y tres, honrar a uno que otro civil, siempre y cuando este haya estado en las filas reales o imaginarias de la lucha guerrillera contra la democracia en la década 1960.

II.
En el caso de Rómulo Betancourt la operación ha sido más que evidente. Betancourt les irrita. Les genera salpullidos y regresiones satánicas. Hugo Chávez lo envidiaba y no pudo ocultar la inmensa satisfacción que le produjo ordenar la eliminación del nombre de Rómulo Betancourt en el Parque del Este para sustituirlo por el “originalísimo” Francisco de Miranda.
El autor de Venezuela, política y petróleo se convirtió, como Leopoldo López, en una obsesión para el teniente coronel. No le perdonaba que en su gobierno pionero de la democracia, don Rómulo hubiese derrotado simultáneamente, de un lado, al clan de militares golpistas latinoamericanos que con Trujillo al frente intentó asesinarlo; y del otro, a la guerrilla marxista impulsada desde Cuba, a la que sacó del juego militar e ideológicamente. Las dos caras de Hugo Chávez, la de militar golpista y la de agente de Cuba en Venezuela, no perdonaban aquellas derrotas.

III.
Con Rómulo Gallegos el ataque ha sido menos directo pero igualmente implacable. Hugo Chávez en persona lo inició tratando de minar el prestigio bien ganado del Premio Internacional de Novela que llevaba el nombre de nuestro gran novelista. Un premio que se hizo referencia mundial desde sus primeras ediciones cuando, premonitoriamente, lo ganaron Vargas Llosa y García Márquez, décadas después flamantes premios Nobel. Hugo Chávez rompió con una tradición que todos los presidentes de la democracia habían cumplido, asistir personalmente a entregar el premio como una manera de honrar al ganador y celebrar la memoria y la obra del autor de Doña Bárbara, nuestra novela fundacional. El comisariato cultural rojo creó otros premios literarios internacionales tratando de minimizar el Gallegos; los jurados se volvieron dispositivos sectarios para poner a ganar a escritores amigos del régimen; y el premio efectivamente perdió presencia y reconocimiento internacional.
Hoy en día vale la pena pasar frente a la Casa Rómulo Gallegos, en la avenida Luis Roche de Altamira, para ratificar en su fachada las paredes deterioradas, las cerámicas caídas, la pintura levantada, como testimonio del desprecio por nuestro primer presidente electo por votación universal y secreta.

IV
Cerrando la semana recibimos la noticia de que la tumba donde yacen los restos de Rómulo Gallegos ha sido profanada. En sentido riguroso no es nada excepcional. En el Cementerio General del Sur la profanación de tumbas es algo rutinario. Las demandas de osamentas para el uso de santeros “paleros” y el saqueo de mausoleos, de sus piezas de mármol, bronce o tallas patrimoniales, estimulan un mercado macabro que ocurre a los ojos de todos.
Es muy probable que estos saqueadores ni siquiera sepan quién es Rómulo Gallegos, pero en el imaginario popular todos apuntan a la mano peluda del gobierno local del municipio Libertador. Una mano con pedigrí terrorista, algunos de cuyos empleados están señalados como responsables de la paliza propinada cerca del CNE al diputado Julio Borges.
Sea selectiva o no, la profanación de la tumba de Gallegos es parte del deterioro moral de la nación, de la vocación anticivilista del proyecto rojo, y del hecho evidente de que en Venezuela la vida ya no es sagrada. La memoria de los muertos, y sus restos, tampoco.

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