LA DEMOCRACIA ES FRÁGIL
FERNANDO VALLESPIN
FERNANDO VALLESPIN
El 21 de octubre de 1949, Aldous Huxley envió una carta a George Orwell para agradecerle que le mandara su libro 1984; y, de paso, para decirle, orgulloso, que su propia visión del autoritarismo del futuro, la contenida en Un mundo feliz,
era mucho más acertada. No es que fuera muy educado eso de señalarle
sus errores, pero en esa misma misiva Huxley establece una distinción
interesante entre dos formas de concebir la tiranía que nos espera: la
que vendrá a través de la represión, “instigando y empujando a la
obediencia” (el modelo Orwell); o la que se impondrá mediante la
sugestión y la seducción, haciendo que seamos inducidos a “amar nuestro
sometimiento” (el modelo Huxley). A pesar de sus diferencias, ninguno de
estos autores daba dos duros por la pervivencia de la democracia tal y
como la conocemos.
Hoy
no tenemos a dos o más intelectuales que compitan por ver quién acierta
más en la escenificación de los horrores del porvenir, sino a miles de
politólogos indagando qué diablos está pasando con la democracia. Es la
nueva industria académica, desentrañar qué hay detrás de los populismos y
el estremecedor giro hacia las democracias iliberales. Medimos así con
pulcritud cada avance de los partidos populistas, identificamos a sus
votantes, hacemos llamadas de alerta ante la aparición de los “hombres
fuertes” y sus sibilinas y torticeras estrategias de comunicación con
las masas, u observamos cómo aumenta en las encuestas el número de
personas que no ven imprescindible el vivir bajo un sistema democrático.
Y al fondo, en algún lugar del futuro, atisbamos con pavor el rostro del fascismo.
Casi todas estas inquietudes beben, pues, más del modelo de Orwell
que del de Huxley. Desde luego, es difícil que nos emancipemos
psicológicamente de la experiencia del periodo de entreguerras y la
caída en los totalitarismos. El aire de familia es además indudable.
Como entonces, vivimos tiempos de un radical ajuste a la modernización
tecnológica —“hipermodernización”, en nuestro caso—; el miedo al futuro y
al desclasamiento nos impele a buscar la seguridad detrás del rearme
del Estado; el temor a la inmigración y la inestabilidad existencial nos
hace añorar las supuestas “comunidades naturales”; se ha eliminado el
tabú del racismo y los discursos del odio son moneda común —por doquier
se señalan con nitidez a los enemigos interiores y exteriores—. Vuelve
también el resentimiento como pasión dominante y retorna la “lógica de
la horda”, aunque ahora cobra mucho más a menudo la forma de enjambres
en la Red que la de masas en la calle. Hay, por tanto, suficientes
motivos para la preocupación. Pero todo es a la vez mucho más complejo.
Tratemos de ser, pues, un poco didácticos.
Un gobierno del pueblo
La democracia liberal es algo muy sencillo, pero nada fácil de llevar
a la práctica. Se concreta en la proclamación de la igualdad política
de todos los ciudadanos y el respeto a la autonomía individual, que debe
ser garantizada mediante la protección de los derechos individuales, el
pluralismo y el control del poder político. A ello habría que añadir la
capacidad por parte de los ciudadanos de poder participar en lo posible
en las decisiones que les afecten. Solo así cabe imaginar un gobierno
del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Todo lo demás, esa increíble
variedad de prácticas e instituciones con las que siempre la asociamos,
no son más que diferentes variaciones históricas destinadas a permitir
la realización de esos principios, instrumentos para la realización del
ideal. Aunque sean también decisivos.
Desde hace ya tiempo observamos que muchos de estos elementos
instrumentales comenzaban a fallar, como la división de poderes, el
sistema de representación partidista o el aumento de la
ingobernabilidad. Que me perdonen mis colegas por la simplificación,
pero todas estas deficiencias podían caracterizarse como problemas de
fontanería, requisitos institucionales y procedimentales dirigidos a
conectar el ideal normativo a los condicionantes políticos empíricos. El
drama empieza cuando ya no hay agua que introducir en el sistema y toda
esa tupida red de conducciones que traslada la voluntad popular y
permite el control ciudadano comienza a griparse; es decir, cuando el
poder ha emigrado a instancias distintas de las institucionales, como
son los mercados, las grandes empresas u otros imperativos sistémicos.
Aparece, por tanto, el déficit de soberanía y la crisis de gobernanza
derivada de la globalización y de las nuevas interdependencias.
La consecuencia principal es que dejamos de ejercer un eficaz control
democrático sobre las decisiones que más nos afectan, con la
correlativa pérdida de confianza de los ciudadanos en los gobernantes,
incapaces de trasponer coherentemente la voluntad popular en decisiones
políticas concretas. De esta forma se rompe por el eje la promesa de la
democracia, el poder imaginar a un demos con libertad para decidir su
destino. Por otro lado, la supuesta igualdad política de los ciudadanos
se convierte en una farsa ante la galopante desigualdad económica. La
máxima de W. Streeck, voters versus markets (votantes frente a mercados), señala con acierto la actual disyuntiva.
El desafío tecnológico
A pesar de todo lo que hemos visto hasta aquí, y aunque sea a
trancas y barrancas, la democracia sobrevive. Está demostrando una gran
resiliencia, aunque tengo para mí que sus dos mayores desafíos de
futuro están conectados con el propio desarrollo tecnológico. El
primero, derivado de la espectacular reorganización de la esfera
pública, es la progresiva pérdida de un mundo común que está provocando
Internet, con la caída en las cajas de resonancia y la sistemática
distorsión de la verdad. Una de las grandes virtudes de las sociedades
plurales era que las discrepancias podían dirimirse a partir de un
espacio y un lenguaje compartidos. Ya no los tenemos. Las palabras
cambian de significado para ajustarse a los intereses de cada cual, cada
facción las distorsiona para crear su propia realidad. Y, como decía el
bueno de Montaigne, “al realizarse nuestro entendimiento únicamente por
medio de la palabra, aquel que la falsea (...) disuelve todos los lazos
de nuestra política”.
Curiosamente, términos como “comunicación” o “comunidad” tienen la
misma raíz. Sin búsqueda de un entendimiento sincero, la esfera pública
pierde su sentido como el lugar en el que negociar todo lo que nos es
“común”. La razón exige pluralidad y el dejarse llevar por la
argumentación, no por “razones” espurias envueltas en emociones
primarias. Para romper esa pluralidad es por lo que Orwell imaginó que
los nuevos dominadores diseñarían una “neolengua” que impediría imaginar
mundos alternativos. Es lo que utilizan los nuevos dictadores blandos a
lo Putin mediante el control de la información. El autor inglés no cayó
en la cuenta, sin embargo, de que es mucho más sencillo recurrir a la
estrategia que Yahvé siguió en Babel, disolver toda comunicación creando
islotes lingüísticos separados, justo aquello a lo que parece que nos
estamos dirigiendo. Pero hay algo en lo que tanto Orwell como Huxley
estarían de acuerdo: no hay forma más eficaz de poder que ser capaces de
decidir lo que es verdad. Para eso están los hechos alternativos y
todas las astucias de la política posverdad. Nos encontramos así con que
una política cada vez más tecnocrática puede convivir con todo el
vocerío de las meras opiniones, sustentadas sobre poco más que la
inducción emocional.
En este rápido cabalgar hemos olvidado ese sacrosanto principio de la
democracia liberal que es la autonomía individual, la capacidad para
conformar el mundo a partir de nuestras voliciones. Sin ella no hay
libertad posible, porque aquí cada sujeto es soberano. Y, sin embargo,
como nos cuenta el historiador y pensador Yuval Harari, este es precisamente el ámbito donde las nuevas tecnologías constituyen la mayor amenaza.
La novedad es que las preferencias individuales, deseos y
pensamientos, que antes solo eran accesibles a los propios individuos,
están abiertos ahora a observadores externos. El individuo ya no es una
caja negra. Por un lado, porque no para de dejar sus rastros por todo el
ciberespacio; y, por otro, porque gracias a las neurociencias, la
psicología cognitiva, las biotecnologías, cada vez sabemos más sobre
cómo reacciona a los estímulos y, por ende, permite abrir múltiples
formas de manipulación. El modelo de Huxley ya habría dejado de ser una
fantasía. Los avances en inteligencia artificial pronto podrán además
automatizar diferentes formas de intervención sobre el alma humana según
convengan a quienquiera que tenga el control. En palabras de Harari,
“una vez que alguien (...) consiga la habilidad tecnológica para
manipular el corazón humano —de forma fiable, barata y a escala—, la
política democrática se convertirá en un espectáculo de guiñol
emocional”.
Si la política democrática se organiza a partir de la libre expresión
de las preferencias individuales, cuando esta voluntad haya sido
reducida al sutil control de poderes anónimos es cuando de verdad
peligrará la democracia. Porque allí donde hay una dictadura clásica uno
sabe al menos identificar al enemigo y luchar contra él. La eficacia
del nuevo sometimiento radica en que muy probablemente ignoremos que nos
lo están aplicando. Es más, se nos hará disfrutar, excitados y felices,
de un mundo hiperconsumista y seductor. Lo clásico, panem et circenses:
renta mínima para las “clases superfluas” e industria del
entretenimiento para todos. Y ni siquiera hará falta romper formalmente
con el sistema democrático. ¡La dominación perfecta! Pero no olvidemos
que de nosotros depende que pueda llegar a hacerse realidad. Todavía
estamos a tiempo.
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