CARLOS ALBERTO MONTANER
Luis Almagro afirma que 22,000 cubanos se infiltraron en Venezuela.
Almagro es el Secretario General de la OEA. Tiene buenas fuentes de
información.
No existe la menor duda de que los servicios de inteligencia y otras ramas militares de Cuba controlan totalmente a Venezuela.
Nicolás Maduro es sólo un títere manejado por La Habana. Por eso lo
eligieron Fidel y Raúl Castro. Su debilidad es su mayor atractivo. No
tiene formación militar, los comunistas venezolanos piensan que es un
improvisado. Todo lo que sabe de marxismo lo aprendió en un cursillo
apresurado impartido en la Escuela de Cuadros del PC “Ñico López” de
Cuba. Sus idioteces esotéricas – hablaba con los pajaritos, veía la
imagen de Chávez en las paredes- lo desacreditaron totalmente. Para sus
amos eso resulta conveniente.
La subordinación de Venezuela a Cuba es un acto contra natura.
Venezuela tiene más de ocho veces el tamaño de la Isla. Posee tres veces
la población cubana. En los 40 años de democracia, comenzados,
aproximadamente, un año antes que la Revolución cubana, el país se
desarrolló en todos los sentidos, alcanzando un estadio económico,
social y cultural mucho mayor que el de la metrópolis que hoy la sujeta
fuertemente por la entrepierna y absorbe una buena parte de sus
riquezas.
En ese periodo, la nación creó medio centenar de universidades y la
intelligentsia venezolana acudió a formarse a los grandes centros
culturales del planeta. El resultado fue que, en torno al año 2000,
Venezuela, pese a todos los errores cometidos por sus gobernantes, y no
obstante la extendida corrupción que existía, era la primera nación de
América Latina y un receptor neto de inmigrantes que acudían seducidos
por las indudables oportunidades de prosperar que el país ofrecía a la
riada de extranjeros.
No es la primera vez que un país pequeño, pobre y culturalmente
inferior consigue dominar a otro infinitamente superior. Hay otros, pero
el ejemplo de Mongolia en el siglo XIII es elocuente. Gengis Khan creó
un imperio, el mayor de la historia, que iba desde la península coreana
en Asia hasta el Danubio en Europa, China incluida. ¿Cómo lo logró?
Sabía hacer la guerra. Sus arqueros disparaban certeramente desde sus
caballitos pequeños, pero fuertes, a los que los guerreros sangraban por
las noches para alimentarse durante las largas cabalgatas.
Gengis Khan estaba determinado a triunfar. Premiaba generosamente a
los que se sometían y era implacable con los que resistían. Recurría al
antiquísimo método del palo y las zanahorias.
Es lo que han hecho todos los imperios. Tenía un método de gobierno
primitivo y torpe, mas no era una horda desordenada. Simultáneamente, él
y sus capitanes preñaban a cuanta mujer fértil les parecía atractiva.
Hoy existen millones de europeos dotados de genes mongoles que ni
siquiera saben de sus ancestros feroces.
Orlando Avendaño, un joven periodista venezolano, colaborador de
PanAm Post, ha escrito un magnífico libro sobre el sometimiento de
Venezuela a Cuba. Se titula Días de sumisión e inmediatamente se explica
en el subtítulo: Cómo el sistema democrático venezolano perdió la
batalla contra Fidel.
La obra lleva como exergo una paradójica frase del escritor francés
Michel Houellebecq. Dice el novelista: “la cima de la felicidad humana
radica en la más absoluta sumisión”. En su polémica ficción
anticipatoria, titulada Sumisión, en las elecciones del 2022 los
franceses eligen como gobernantes un partido y un presidente islamistas,
sabedores de que les impondrán la implacable sharía como ley nacional.
¿Existe el componente masoquista de una parte sustancial de los
venezolanos en las relaciones con el poder de los Castro? No lo creo. Se
someten por miedo. Los que huyen piensan que todo está perdido y es
preferible huir a resistir.
Los militares, como todos, no ignoran que el 85 por ciento de los
venezolanos quisiera que terminara esa pesadilla, pero le temen a la
inteligencia cubana, secretamente presente en todos los cuarteles, donde
los rifles y los proyectiles están separados para que a nadie se le
ocurra conspirar.
El régimen de La Habana no sabe crear riquezas, pero es experto en mantener el poder. Lo aprendió del KGB y de la Stasi.
Incluso, se da la paradoja del “colaborador inconforme”. Es el
agobiado personajillo convencido de que lo que hace es terriblemente
perjudicial, pero insiste en ello porque forma parte de la estructura
del terror (lo tiene y lo genera) y padece algo más poderoso que el
acuciante juicio moral interno: el “espíritu de cuerpo”.
Esa sensación de pertenencia que vincula a los seres humanos y les permite convertirse en bestias.
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