Trino Marquez
La crisis que vivimos es tan profunda, inédita y apremiante,
que numerosas personalidades y organizaciones nacionales e internacionales
exhortan a Nicolás Maduro a propiciar un
diálogo con diversos sectores que permita el tránsito hacia la recuperación
económica y la reinstitucionalización democrática del país. Yo mismo formo
parte de un grupo llamado Entendimiento.
En el plano internacional, los
aliados más cínicos y autoritarios del régimen -Vladimir Putin, Evo Morales, Miguel
Díaz-Canel y Daniel Ortega- invocan el principio de la soberanía y la
autodeterminación de los pueblos, en nombre del cual abogan porque los
problemas de los venezolanos sean resueltos exclusivamente por nosotros, y que
la comunidad internacional se limite a llamados piadosos que alienten los
contactos entre las diferentes fuerzas políticas existentes en el escenario
nacional. Ninguna sanción conviene,
dicen. Todo castigo a los jerarcas del madurismo y al gobierno resulta
inconveniente y, de paso, injerencista. La pregunta obvia es: ¿cómo podemos los
venezolanos solos y débiles enderezar el entuerto, si el gobierno lo alimenta y
se nutre de él para perpetuarse en el poder?
El régimen jamás propondrá un diálogo
que ponga en peligro el control que detenta de los hilos del poder, mientras no
exista una amenaza interna creíble. Esa
amenaza es una plataforma política y social convertida en fuerza motriz del cambio;
en interlocutor válido.
Tal es su grado de atomización y
desconcierto que, en las actuales circunstancias, la oposición no representa
ningún riesgo para la estabilidad y supervivencia del
régimen, a pesar del empobrecimiento global que ha generado. En ese
grado de postración reside la razón fundamental
por la cual la enorme presión internacional desatada sobre Maduro no ha
sido capitalizada por los factores internos, y la ruina económica, social y
moral provocada por sus políticas, no ha
fracturado su esquema de dominación.
Acudo a dos experiencias históricas
contrapuestas para ejemplificar lo que entiendo por interlocutor válido e intentar demostrar la importancia clave que
posee. En Cuba, la tiranía de los Castro nunca ha dialogado, ni negociado con la oposición porque simplemente
la abolió desde el comienzo de la revolución. La isla ha pasado por etapas
tenebrosas. Tan nefastas que la situación actual de Venezuela parece un
agradable picnic. Luego del colapso
de la Unión Soviética, cuando el nuevo gobierno ruso suspendió el subsidio a la
dictadura caribeña, los Castros quedaron arruinados. Los cubanos tuvieron que
sufrir penurias inenarrables. El éxodo se acentuó. El mundo habría entendido
que Fidel Castro aprovechara la coyuntura para introducir reformas económicas
de mercado y cambios políticos que significaran una apertura democrática. Nada
de eso ocurrió. El déspota no cedió ni un milímetro. Cerró aún más el sistema
autoritario. La razón: ningún factor endógeno comprometía su fortaleza. El
costo de su rigidez era nulo. La comunidad internacional se conformó con la
desaparición de la URSS y de sus países satélites, y se olvidó de Cuba, convertida
en pieza de museo. La inexistencia de una oposición endógena orgánica permitió
que los Castro siguieran tiranizando a los cubanos.
En el otro extremo encontramos a Juan
Manuel Santos y las Farc. Santos fue ministro de la Defensa de Álvaro Uribe y
uno de los artífices de las derrotas militares sufridas en ese período por el
grupo narcoguerrillero. Sabía que los insurgentes se encontraban muy
debilitados, especialmente después de la liberación de Íngrid Betancourt, que
significó una derrota moral y política noble. Parecía cuestión de tiempo que
las Farc entraran en franco proceso de disolución y se extinguieran como
amenaza. La conclusión de Santos fue diferente: consideró que la cohesión
interna de la cúpula guerrillera
significaría una amenaza continua para su gestión como Presidente, y que la
mejor opción era abrir un diálogo con ese grupo que, a pesar de encontrarse
diezmado, representaba un peligro nada despreciable. Santos y las Farc entraron
en las conversaciones que condujeron a La Habana y luego a los Acuerdos de Paz.
En un caso, Cuba, la falta de un
sujeto de cambio, de una oposición reconocida y peligrosa, negó cualquier
posibilidad de diálogo y cambio, a pesar de la pavorosa situación por la que
atravesaba la isla. En el otro, Colombia, la unidad de las Farc y el riesgo que
representaban, no para la estabilidad del sistema político, sino para el
desempeño del Gobierno, condujeron a un largo ciclo de conversaciones y a
pactos concretos. Estos casos muestran la importancia de la ausencia o
presencia de factores reales de poder opositor, para alterar o dejar intacto el escenario político
de un país.
Hoy la situación de la oposición
venezolana se parece a la de Cuba: es
intrascendente. El régimen mantiene una dinámica en la cual las fuerzas
opositoras no intervienen. Los maestros caribeños les enseñaron a sus pupilos
venezolanos las bondades de destruir la oposición. Las lecciones fueron
aprendidas.
En la actualidad no existe reto mayor
que reagrupar las fuerzas dispersas y construir una plataforma unitaria, total
o parcial, que permita cobrarle al gobierno todos los errores y atropellos
cometidos. Sólo así habrá diálogo y comenzará la transición.
@trinomarquezc
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