ELIAS PINO ITURRIETA
La llamada revolución chavista ha sido
uno de los trabajos más fáciles del mundo, debido a que no se ha
producido por ningún impacto superior, por ninguna fuerza que debió
luchar con elementos realmente adversos que intentaran detenerla. Si
algún proceso fue consentido y hasta mimado por la sociedad venezolana,
estamos ante el más evidente. Solo a través de la comprensión de cómo
nos ocupamos de darle la bienvenida y de procurar su prolongación,
podremos llegar al cálculo de lo difícil que será salir de ella pese a
sus atrocidades. Tendríamos que expulsarla de unas entrañas que le
fueron cálidas y que parecen habituadas a vivir en paz con su criatura.
Esto de abortar al hijo, aun cuando sea deforme y especialmente si ya
está crecido, es una hazaña llena de escollos.
En el pasado, todo aquello que
llamamos revoluciones debió soportar una carga de sacrificios y sangre.
Así sucedió con los movimientos armados del siglo XIX, unos más atroces
que otros, pero todos caracterizados por la violencia. Así sucedió con
el movimiento octubrista de 1945, cuyos dirigentes acudieron a las armas
para lograr el cometido. Así pudo pasar con las facciones guerrilleras
de los años sesenta del mismo siglo, que solo hubieran concretado sus
planes a costa de muchos dolores y crímenes. El chavismo, en cambio, no
solo llegó al poder por sendero pacífico, sino también con el entusiasmo
de la ciudadanía.
Todo se le hizo fácil al comandante y
a sus secuaces. La colectividad los sintió como salvadores. Se les vio
como la ocasión de librarse del estropicio llevado a cabo hasta entonces
por los partidos políticos. En la medida en que disminuía la
credibilidad en el liderazgo que disponía de la vida desde los cincuenta
años anteriores, se cifraron las esperanzas del pueblo en unos
golpistas chambones que cambiaron la asonada por la ruta electoral.
Sobraron las voces que clamaron por la libertad del nuevo campeón de la
democracia y de sus compañeros de aventura, a quienes se proclamó como
regeneradores de la patria por el solo hecho de que así ellos lo
afirmaban o porque nadie daba un cuartillo por una dirigencia cuya
salida se anhelaba. Se creyó en su palabra, se apostó a ciegas por su
juramento, únicas prendas fiables en el agujero que, según los
venezolanos de entonces, que en buena medida son los mismos de ahora, o
muy parecidos, se padecía en un período de excepcional desencanto.
Debido a tal acogida, la curiosa
revolución no fue sino un conjunto de decisiones sin contendiente, un
torbellino sin reparo, una corriente recibida con beneplácito por las
mayorías. Ninguna fuerza colectivamente digna de atención se opuso a la
voluntad del comandante. Ninguna organización capaz de provocar
entusiasmo se plantó frente a los caprichos del aventurero recién
llegado a la casa de gobierno. No importó que jurase ante le
“moribunda”, ni que después convocara una constituyente sin atender los
pasos que el juego republicano establecía con meridiana claridad.
Tampoco, tiempo después, que hiciera de un “triunfo de mierda” de la
oposición una victoria suya en los hechos, como si los electores
estuvieran de adorno o como si quisiera demostrar, con el apoyo del
público, que en su farsa solo funcionaba un libreto hecho en casa.
El auge de los precios del petróleo
también le brotó del subsuelo al comandante, una especie de maná al
revés que permitió la entronización de un autoritarismo como ninguno de
los anteriores, inédito si se compara con los antiguos, pero quizá
pudiera más la complacencia de los venezolanos en la coronación del
hombre de armas que el aventón proporcionado por los recursos de los
hidrocarburos. De todos los rincones del mapa surgieron los apoyos.
Mayores los disparates, más crecido el entusiasmo de la grey; ante
gigantescos dislates, grandes olas de regocijo, como si hubiéramos
esperado al campeón que le faltaba a una historia que no podía hacer la
sociedad sino un único protagonista superdotado que por fin se plantaba
en el centro de la escena.
Un apoyo de tanto vigor, y tan
explayado durante dos décadas, descubre la dificultad que implica la
alternativa de librarnos de la coyunda chavista. ¿Terminaremos matando a
la criatura predilecta? ¿La despediremos, después de acogerla y hacerla
parte de una vida pensada en términos positivos? ¿La ahogaremos,
después de haber procurado su engorde? Complicada faena, gracias a la
cual se puede llegar a una rectificación de proporciones gigantescas que
solo se produce cuando las sociedades resuelven un desafío realmente
insólito.
epinoiturrieta@el-nacional.com
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