sábado, 11 de febrero de 2012


El martirio de Homs

La ciudad siria aporta cada día nuevas imágenes del horror



Como en Sarajevo, sufren los bombardeos diarios de la artillería y morteros del Ejército y los disparos de los francotiradores. Como en Chechenia, deben ocultar a los heridos en improvisados refugios o en sótanos sin material médico alguno por temor a que tanto aquellos como sus cuidadores sean detenidos y desaparezcan en los siniestros puntos de filtración.
Estoy hablando de los habitantes de Homs, de lo que leemos día tras día en la prensa o contemplamos en Internet o en las pantallas de televisión gracias al heroísmo de unos corresponsales que se juegan la vida a cada instante en la ciudad asediada por las tropas de Bachar el Asad y los milicianos a su servicio, sin que la comunidad internacional alcance a dotarse de los medios necesarios para poner fin a semejante suplicio.


A diferencia de lo ocurrido en la vecina ciudad de Hama hace exactamente 30 años, cuando la muerte de más de 20.000 de sus hijos por obra de Hafez el Asad, padre del actual dictador, fue cuidadosamente ocultada por su férrea censura y apenas trascendió —si la información es un poder, la falta de ella implica la existencia de un poder infinitamente mayor—, las imágenes de los móviles y de las redes sociales, así como la valentía de quienes se arriesgan a denunciar a cara descubierta la brutalidad con la que el poder sirio se ensaña con sus propios ciudadanos está a la vista de centenares de millones de telespectadores, lectores e internautas del mundo entero.
Y, sin embargo, la matanza continúa: cada día nos aportan nuevas imágenes del horror. Cadáveres ensangrentados a los que no se puede enterrar dignamente pues los francotiradores, como en Sarajevo, disparan sobre el séquito fúnebre. Cuerpos a los que una granada o el estallido de una bomba han arrancado una pierna o un brazo, tendidos en el suelo sin ningún socorro médico. Dispensarios carentes de los medios más elementales para procurar los primeros auxilios. Nadie puede suministrarles oxígeno, anestesia, instrumentos quirúrgicos. El Ejército de Bachar el Asad y sus esbirros están allí para impedirlo: apuntan a cualquier vehículo que transporte heridos. En cuanto a los hospitales bajo su control, ahora son centros de interrogatorios en los que las víctimas y sus cuidadores pueden ser enviados a las cárceles secretas del régimen o, ya cadáveres, ser presentados como agentes infiltrados desde el extranjero al servicio de una oscura conspiración.
Poco importa que la comunidad internacional exprese su indignación, envíe observadores en visitas guiadas, retire a su personal diplomático. Las presiones no sirven de nada. El tirano se aferra al poder con la advertencia ominosa de que sin él el país se hundiría en una guerra étnico-religiosa similar a la de Irak. En realidad, solo aspira a sobrevivir a costa de la sangría de su pueblo. Bachar el Asad ha cruzado las últimas líneas rojas y sabe que no hay posibilidad de retroceso. O el exterminio de la población sublevada o el fin de su dinastía republicana y de los militares que la apoyan.
El pasado año, comentando en estas mismas páginas la represión de las revueltas de Túnez, Egipto y Libia observaba irónicamente que el grado de amor de los dictadores árabes por sus pueblos se revela en el tipo de armas que emplean para acallarlos: de los gases lacrimógenos a la artillería pesada. A la vista de lo que ocurre en Siria, no cabe la menor duda de que la palma de honor de este singular concurso corresponde a El Asad, El Enamorado de Homs.

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