Tony Judt
Camus era un hombre apolítico. Eso no significa que no le
preocuparan los asuntos públicos, o que fuese indiferente a las decisiones
políticas. Pero por instinto y temperamento era una persona no afiliada (no
menos en su vida sentimental que en la pública), y los encantos del compromiso,
que ejercieron una fascinación enorme entre sus contemporáneos franceses,
tenían poco atractivo para él. Si es cierto que, como dijo Hannah Arendt, Camus
y su generación se vieron “tragados por la política como si los absorbiera la
fuerza del vacío”, Camus, al menos, siempre intentaba resistir ese impulso. Eso
era algo que muchos le recriminaban; no solo por su rechazo a posicionarse en
la cuestión de Argelia sino también, y quizá especialmente, porque sus textos
en conjunto parecían ir contra la corriente de las pasiones públicas. Pese a
ser un hombre que ejerció una influencia intelectual enorme, Camus les parecía
a sus contemporáneos casi irresponsable, por su rechazo a investir su obra de
una lección o un mensaje: de la lectura de Camus no se podía extraer ningún
mensaje político claro, y mucho menos una directiva con respecto al uso
adecuado de las energías políticas personales. En palabras de Alain Peyrefitte,
“si eres políticamente fiel a Camus, es difícil imaginar que puedas
comprometerte con ningún partido”.1
La
respuesta a La peste es característica. Simone de Beauvoir
reprochó a Camus que presentara la peste como una especie de virus “natural”,
que no la “situara” histórica y políticamente; es decir, que no asignara
responsabilidad a un grupo o grupos dentro del relato. Sartre hizo la misma
crítica. Incluso Roland Barthes, a quien podríamos haber imaginado como un
lector literario más sutil, encontró en la parábola de Camus sobre los años de
Vichy un fracaso insatisfactorio a la hora de identificar la culpa. Esa crítica
todavía aparece de vez en cuando entre estudiosos estadounidenses, que carecen
incluso de la excusa de la pasión polémica de la época.2 Y,
sin embargo, aunque quizá no sea la mejor obra de Camus, La peste no
es tan difícil de entender.
El
problema parece provocarlo el que Camus presente las elecciones y consecuencias
políticas en una clave decididamente moral e individual: algo que era
exactamente lo contrario a la práctica de la época, donde todos los dilemas
personales y éticos se reducían típicamente a opciones políticas o ideológicas.
No es que Camus no fuera consciente de las implicaciones políticas de las
decisiones que hombres y mujeres habían afrontado bajo la ocupación alemana:
como algunos de sus críticos sabían, su propio historial al respecto era
bastante mejor que el que ellos tenían, lo que ayuda a explicar la dureza de
sus ataques. Pero Camus reconoció algo que mucha gente de su tiempo no entendía:
lo que resultaba más interesante y más representativo de la experiencia de la
gente durante la guerra (en Francia y en otros lugares) no eran las sencillas
divisiones binarias del comportamiento humano entre “colaboración” y
“resistencia”, sino la infinita variedad de concesiones y negaciones que
conformaban el asunto de la supervivencia: la “zona gris” en la que los dilemas
y responsabilidades morales eran sustituidos por el interés propio y la
capacidad cuidadosamente calculada de no ver lo que resultaba demasiado
doloroso contemplar.
En
efecto, la obra de Camus anticipó las reflexiones ahora célebres de Arendt
sobre la “banalidad del mal” (aunque Camus era un moralista demasiado hábil
como para usar esa expresión). En condiciones extremas es raro encontrar las
categorías cómodas y sencillas del bien y el mal, del culpable y el inocente.
Los hombres pueden hacer el bien por una mezcla de motivos y con la misma
facilidad pueden cometer errores y crímenes terribles con la mejor de las
intenciones, o sin la menor intención. De ahí no se deriva que las plagas que
la humanidad atrae sobre sí sean “naturales” o inevitables. Pero asignar una
responsabilidad –y así evitarlas en el futuro– no siempre es una tarea fácil.
En el mejor de los casos, las etiquetas y las pasiones políticas simplifican y
hacen tosca y parcial nuestra comprensión del comportamiento humano y sus
motivos. En el peor, contribuyen obstinadamente a los males que con tanta
confianza pretenden reparar.
Ese
no era un punto de vista calculado para que Albert Camus se sintiera cómodo en
la cultura hiperpolitizada del París de posguerra, ni para granjearle las
simpatías de aquellos –la abrumadora mayoría– para quienes las etiquetas y
pasiones políticas eran la materia misma del intercambio intelectual. Tres
ejemplos, extraídos de los debates y divisiones en los que Camus se vio
profundamente involucrado, pueden ayudar a ilustrar esta posición singular y su
movimiento característico del compromiso a la distancia, desde una fácil (y
normalmente popular) convicción a una sensación de incomodidad y ambivalencia,
con toda la pérdida consiguiente de favor público que esos movimientos
entrañaban.
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Camus
surgió de la Resistencia francesa, en agosto de 1944, como el portavoz confiado
de la nueva generación, con una fe inquebrantable en los grandes cambios que la
liberación llevaría al país: “Este terrible alumbramiento es el de una
Revolución.” Francia no había sufrido, y la Resistencia no había hecho tantos
sacrificios, para que el país volviera a las malas costumbres del pasado. Se
necesitaba algo radical y radicalmente nuevo. Tres días después de la
liberación de París recordó a los lectores de Combat que un levantamiento
es “la nación en armas” y que “el pueblo” es la parte de la nación que se niega
a doblar la rodilla.3
El
tono lírico –que había alcanzado un punto álgido en sus Cartas a un
amigo alemán, publicadas clandestinamente en 1943 y 1944– ayuda a
explicar la influencia de Camus en la época. Combinaba una visión tradicional y
romántica de Francia y sus posibilidades con la reputación de Camus de
integridad personal, llamativa en un hombre que solo tenía treinta y un años cuando
se liberó París. Lo que Camus quería decir con “Revolución” resulta todavía
menos claro de lo que suele resultar ese término. En un artículo de septiembre
de 1944 la definió como la conversión del “ímpetu espontáneo en acción
organizada” y parece que pensaba en una combinación de un elevado objetivo
moral con un nuevo contrato “social” entre los franceses. En todo caso, era la
autoridad moral de Camus, y no su programa político, lo que le daba un público.4
En
la atmósfera vengativa de aquellos meses, cuando el país estaba ocupado en
debates sobre a quién se debía castigar, y con cuánta severidad, por
colaboración y crímenes durante la guerra, Camus ejerció –en un principio– su
influencia a favor de un castigo áspero y severo a los hombres de Vichy y sus
sirvientes. En octubre de 1944 escribió un editorial influyente e inflexible
cuyas analogías patológicas son instructivas. “Francia –afirmaba– lleva dentro
un cuerpo extraño, una minoría de hombres que le hicieron daño en el pasado y
que le siguen haciendo daño hoy. Son hombres de traición e injusticia. Su mera
existencia plantea un problema de justicia, porque forman parte del cuerpo vivo
de la nación y la cuestión es cómo destruirlos.” Ni Simone de Beauvoir ni los
entusiastas cazadores de cabezas de la prensa comunista lo podrían haber
expresado mejor.
Y,
sin embargo, en unas semanas, Camus empezaba a expresar dudas acerca de la
prudencia, e incluso la justicia, de los juicios y ejecuciones sumarios
recomendados por el Consejo Nacional de Escritores y otros grupos progresistas:
una señal inequívoca de su apostasía en este asunto era que lo atacara Pierre
Hervé, el periodista comunista, por manifestar cierto grado de compasión hacia
un resistente que había hablado bajo tortura. Al escritor Camus lo perturbaba
especialmente la facilidad con la que los intelectuales del bando vencedor
seleccionaban a los colaboradores intelectuales para que sufrieran
un castigo especial. Y así, tres meses después de su confiada recomendación de
que los culpables fueran expulsados del cuerpo político y “destruidos”,
encontramos a Camus firmando la petición fracasada que reclamaba a De Gaulle
clemencia para Robert Brasillach.
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