domingo, 22 de septiembre de 2013

ALBERT CAMUS , EL MORALISTA RETICENTE


   Tony Judt

Camus era un hombre apolítico. Eso no significa que no le preocuparan los asuntos públicos, o que fuese indiferente a las decisiones políticas. Pero por instinto y temperamento era una persona no afiliada (no menos en su vida sentimental que en la pública), y los encantos del compromiso, que ejercieron una fascinación enorme entre sus contemporáneos franceses, tenían poco atractivo para él. Si es cierto que, como dijo Hannah Arendt, Camus y su generación se vieron “tragados por la política como si los absorbiera la fuerza del vacío”, Camus, al menos, siempre intentaba resistir ese impulso. Eso era algo que muchos le recriminaban; no solo por su rechazo a posicionarse en la cuestión de Argelia sino también, y quizá especialmente, porque sus textos en conjunto parecían ir contra la corriente de las pasiones públicas. Pese a ser un hombre que ejerció una influencia intelectual enorme, Camus les parecía a sus contemporáneos casi irresponsable, por su rechazo a investir su obra de una lección o un mensaje: de la lectura de Camus no se podía extraer ningún mensaje político claro, y mucho menos una directiva con respecto al uso adecuado de las energías políticas personales. En palabras de Alain Peyrefitte, “si eres políticamente fiel a Camus, es difícil imaginar que puedas comprometerte con ningún partido”.1
La respuesta a La peste es característica. Simone de Beauvoir reprochó a Camus que presentara la peste como una especie de virus “natural”, que no la “situara” histórica y políticamente; es decir, que no asignara responsabilidad a un grupo o grupos dentro del relato. Sartre hizo la misma crítica. Incluso Roland Barthes, a quien podríamos haber imaginado como un lector literario más sutil, encontró en la parábola de Camus sobre los años de Vichy un fracaso insatisfactorio a la hora de identificar la culpa. Esa crítica todavía aparece de vez en cuando entre estudiosos estadounidenses, que carecen incluso de la excusa de la pasión polémica de la época.2 Y, sin embargo, aunque quizá no sea la mejor obra de Camus, La peste no es tan difícil de entender.
El problema parece provocarlo el que Camus presente las elecciones y consecuencias políticas en una clave decididamente moral e individual: algo que era exactamente lo contrario a la práctica de la época, donde todos los dilemas personales y éticos se reducían típicamente a opciones políticas o ideológicas. No es que Camus no fuera consciente de las implicaciones políticas de las decisiones que hombres y mujeres habían afrontado bajo la ocupación alemana: como algunos de sus críticos sabían, su propio historial al respecto era bastante mejor que el que ellos tenían, lo que ayuda a explicar la dureza de sus ataques. Pero Camus reconoció algo que mucha gente de su tiempo no entendía: lo que resultaba más interesante y más representativo de la experiencia de la gente durante la guerra (en Francia y en otros lugares) no eran las sencillas divisiones binarias del comportamiento humano entre “colaboración” y “resistencia”, sino la infinita variedad de concesiones y negaciones que conformaban el asunto de la supervivencia: la “zona gris” en la que los dilemas y responsabilidades morales eran sustituidos por el interés propio y la capacidad cuidadosamente calculada de no ver lo que resultaba demasiado doloroso contemplar.
En efecto, la obra de Camus anticipó las reflexiones ahora célebres de Arendt sobre la “banalidad del mal” (aunque Camus era un moralista demasiado hábil como para usar esa expresión). En condiciones extremas es raro encontrar las categorías cómodas y sencillas del bien y el mal, del culpable y el inocente. Los hombres pueden hacer el bien por una mezcla de motivos y con la misma facilidad pueden cometer errores y crímenes terribles con la mejor de las intenciones, o sin la menor intención. De ahí no se deriva que las plagas que la humanidad atrae sobre sí sean “naturales” o inevitables. Pero asignar una responsabilidad –y así evitarlas en el futuro– no siempre es una tarea fácil. En el mejor de los casos, las etiquetas y las pasiones políticas simplifican y hacen tosca y parcial nuestra comprensión del comportamiento humano y sus motivos. En el peor, contribuyen obstinadamente a los males que con tanta confianza pretenden reparar.
Ese no era un punto de vista calculado para que Albert Camus se sintiera cómodo en la cultura hiperpolitizada del París de posguerra, ni para granjearle las simpatías de aquellos –la abrumadora mayoría– para quienes las etiquetas y pasiones políticas eran la materia misma del intercambio intelectual. Tres ejemplos, extraídos de los debates y divisiones en los que Camus se vio profundamente involucrado, pueden ayudar a ilustrar esta posición singular y su movimiento característico del compromiso a la distancia, desde una fácil (y normalmente popular) convicción a una sensación de incomodidad y ambivalencia, con toda la pérdida consiguiente de favor público que esos movimientos entrañaban.
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Camus surgió de la Resistencia francesa, en agosto de 1944, como el portavoz confiado de la nueva generación, con una fe inquebrantable en los grandes cambios que la liberación llevaría al país: “Este terrible alumbramiento es el de una Revolución.” Francia no había sufrido, y la Resistencia no había hecho tantos sacrificios, para que el país volviera a las malas costumbres del pasado. Se necesitaba algo radical y radicalmente nuevo. Tres días después de la liberación de París recordó a los lectores de Combat que un levantamiento es “la nación en armas” y que “el pueblo” es la parte de la nación que se niega a doblar la rodilla.3
El tono lírico –que había alcanzado un punto álgido en sus Cartas a un amigo alemán, publicadas clandestinamente en 1943 y 1944– ayuda a explicar la influencia de Camus en la época. Combinaba una visión tradicional y romántica de Francia y sus posibilidades con la reputación de Camus de integridad personal, llamativa en un hombre que solo tenía treinta y un años cuando se liberó París. Lo que Camus quería decir con “Revolución” resulta todavía menos claro de lo que suele resultar ese término. En un artículo de septiembre de 1944 la definió como la conversión del “ímpetu espontáneo en acción organizada” y parece que pensaba en una combinación de un elevado objetivo moral con un nuevo contrato “social” entre los franceses. En todo caso, era la autoridad moral de Camus, y no su programa político, lo que le daba un público.4
En la atmósfera vengativa de aquellos meses, cuando el país estaba ocupado en debates sobre a quién se debía castigar, y con cuánta severidad, por colaboración y crímenes durante la guerra, Camus ejerció –en un principio– su influencia a favor de un castigo áspero y severo a los hombres de Vichy y sus sirvientes. En octubre de 1944 escribió un editorial influyente e inflexible cuyas analogías patológicas son instructivas. “Francia –afirmaba– lleva dentro un cuerpo extraño, una minoría de hombres que le hicieron daño en el pasado y que le siguen haciendo daño hoy. Son hombres de traición e injusticia. Su mera existencia plantea un problema de justicia, porque forman parte del cuerpo vivo de la nación y la cuestión es cómo destruirlos.” Ni Simone de Beauvoir ni los entusiastas cazadores de cabezas de la prensa comunista lo podrían haber expresado mejor.
Y, sin embargo, en unas semanas, Camus empezaba a expresar dudas acerca de la prudencia, e incluso la justicia, de los juicios y ejecuciones sumarios recomendados por el Consejo Nacional de Escritores y otros grupos progresistas: una señal inequívoca de su apostasía en este asunto era que lo atacara Pierre Hervé, el periodista comunista, por manifestar cierto grado de compasión hacia un resistente que había hablado bajo tortura. Al escritor Camus lo perturbaba especialmente la facilidad con la que los intelectuales del bando vencedor seleccionaban a los colaboradores intelectuales para que sufrieran un castigo especial. Y así, tres meses después de su confiada recomendación de que los culpables fueran expulsados del cuerpo político y “destruidos”, encontramos a Camus firmando la petición fracasada que reclamaba a De Gaulle clemencia para Robert Brasillach.



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