Elías Pino Iturrieta
“Es que no nos dejan contar la revolución”. La ministra de Educación dijo así hace poco, o expresó algo parecido ante las críticas que han abundado sobre el contenido de los libros de texto para educación primaria que su despacho ha puesto en circulación. Ante la proliferación de reproches, se conformó con referirse a un deseo que muchos individuos, especialmente los que podemos influir en la opinión pública, tenemos de impedir que el movimiento político que representa relate sus proezas a los niños de Venezuela. Lamentable declaración, estimada ministra, debido a que el gobierno que usted representa cuando deja la siesta, no ha sido parco a la hora de decirnos cómo ha hecho del país una maravilla. Ni siquiera ante la presencia de los educandos.
No sé si pudo notar después de salir de su modorra, estimada ministra, cómo el desaparecido presidente Chávez no desaprovechó ocasión de acercarse a los niños para convertirlos en miembros de su comitiva en actos de proselitismo a través de los cuales, si no tuvo tiempo de ponerse a echar el cuento de sus hazañas, los hizo formar parte de ellas, que es lo mismo o es peor. Fueron numerosas las oportunidades, en tres lustros de “revolución”, que utilizó el jefe del Estado para mostrarse como apóstol que recibía a los infantes enloquecidos por acercarse a su benefactor, por mostrarse ante las cámaras como entusiastas beneficiarios de la gestión bolivariana. Es esa una manera de “contar la revolución”, sin duda la menos aconsejable, pero destinada a construir un relato cuyos destinatarios son los párvulos que se pueden acostumbrar, como parte de una malévola rutina y en la medida en que van creciendo en el centro de un escenario manipulado desde las alturas, al seguimiento fanático de una causa.
Pero esa es apenas una parte del lamentable asunto, quizá de poca monta si uno se limita a tratarlo desde el punto de vista estrictamente pedagógico que a usted compete. Resulta, estimada ministra, que los libros de texto de las escuelas primarias no son para “contar la revolución”. En términos generales, claro está, porque una colega, persona de esas macabras que la tienen cogida con el Gobierno, me regaló un manualito de los tiempos de Perón en el cual tal vez se pudo fijar su despacho cuando mandó a redactar los que ahora criticamos. Sus páginas encierran una apología de los milagros de Evita, suficiente para clamar por su canonización. Sus ilustraciones representan a una modesta señora, de lo más parecida a las estatuas del santoral, ante cuya presencia sólo provoca rezar, aparte de lamentar que haya marchado temprano a sentarse a la derecha del Padre. No es un manual elemental de historia de la Argentina, capaz de ofrecer rudimentos de comprensión sobre la evolución de su sociedad, sino el catecismo de la bienaventurada Eva Duarte a quien la patria llamó a la inmortalidad. Hay manuales de la misma laya en las escuelas de Cuba, para la elevación de Fidel Castro a los altares; pero en las repúblicas democráticas, tanto en la Venezuela del pasado reciente como en la mayoría de los países de la actualidad, los ministerios del ramo no se ponen a ensalzar los atributos de sus respectivos gobiernos, o las cualidades de un líder, para que los niños los consideren como brújula indiscutible, o para que aprendan a utilizarlos como armas contra la gente que piense distinto. No se refieren ahora ejemplos de la extinta Unión Soviética porque son demasiado obvios, aunque no tan lejanos en materia de inspiración.
Los libros de texto no son para “contar la revolución”, estimada ministra, a menos que pretenda usted la creación de una generación de niños idiotas que serán después adultos babosos y serviles a disposición de un proyecto político. No sólo por lo que se ha aludido, sino también por el problemón en el que usted se metería si toma en serio la misión de echar el cuento completo. Peliagudo asunto. ¿Cómo narraría a los niños, de manera sencilla y comprensible, una crónica de oscuridad, de corrupción y depredación, de incompetencia y mediocridad que los haría saltar de los pupitres? Ante el reto “más le valiera estar duerme”, como dijo nuestro poeta decimonónico.
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