domingo, 22 de septiembre de 2013

No hay peor sordo que el que no quiere oír

 

Hace poco me contaron un chiste idiota, pero ilustrativo. Alguien estaba escribiendo una carta con letras enormes. "¿Por qué usás letras tan grandes?", le preguntó un amigo. "Estoy escribiéndole a mi hermano", fue la respuesta. "¿Tiene dificultades con la visión?" "No, es sordo."

Aunque abunden los grandes titulares y enceguezcan las pruebas, muchos ciudadanos no oyen; resulta difícil introducirles un mensaje. Todos los humanos, en uno u otro momento, impedimos que llegue a nuestra cabeza cierta información, en particular la que molesta. Hoy es patético el caso de la Presidenta, pero la acompañan y la acompañaron durante muchos años diversos sectores de la sociedad. No escuchan; para colmo, jerarquizan ese defecto como una virtud.
La negación y la racionalización son manifestaciones de la resistencia a reconocer cosas evidentes. Es notable el vigor que puede desplegar el psiquismo para impedir la entrada de la luz. En algunos, esa fuerza es casi totalmente inconsciente; en otros, sólo es parcial. Viene a mi recuerdo lo sucedido en el 20° Congreso del Partido Comunista de la URSS, cuando Nikita Krushchev leyó su largo y atroz informe sobre los crímenes de Stalin, el idolatrado "padre de los pueblos". Algunos entraron en shock, otros empezaron a llorar, unos cuantos se tiraron de los cabellos y varios decidieron suicidarse. Pero hubo una mayoría que limitó los horrores al llamado "culto de la personalidad", racionalizaron los defectos y negaron varios puntos execrables. Pudieron seguir con el sistema -el modelo- otras dos décadas.
Para ser justos, debemos subrayar que la oposición en la Argentina también se resistió a escuchar oportunamente. Hace rato que la sociedad reclama una articulación de las fuerzas democráticas y genuinamente progresistas. Es cierto que hubo varias asociaciones políticas de dirigentes, pero fueron débiles y terminaron mal. Nunca se pudo alcanzar el ejemplo que nos brindaba la tenaz oposición venezolana. UNEN es un buen comienzo, claro que sí, pero comete la torpeza de considerar a Pro su adversario, cuando el adversario está en otra parte y el deber más urgente es recuperar la institucionalidad, muy dañada en la última década. En esta tarea inmensa y difícil no debe ser excluido nadie verdaderamente democrático. Mientras el oficialismo habla de "profundizar el modelo", tres de cada cuatro argentinos repudian esa ruta y sufren la carencia de un modelo alternativo, sencillo, confiable y sólidamente consensuado.
El modelo oficialista, en cambio, es conocido. Aunque muchos sigan negando o racionalizando su fracaso apabullante. Para empezar, debe ser acusado (lo toman como elogio) de "populista". El populismo es una tendencia que busca el poder a cualquier costo, usando sin piedad las carencias o debilidades de la población. Fomenta el "clientelismo". Todas sus medidas son de corto o cortísimo plazo, porque se relacionan con la pesca de votos. No traza políticas de Estado, no le atrae la infraestructura. Las pocas realizaciones positivas no son inspiradas por una visión patriótica, sino por mezquinas ambiciones.
Al modelo oficialista se le debe agregar el perfil K. Es decir, los rasgos que impuso el temperamento de la pareja presidencial. Tanto Néstor como Cristina son autoritarios y soberbios. Desprecian el diálogo. Por primera vez en la historia nacional no se han celebrado en toda una década reuniones de gabinete, aunque existe un funcionario rentado que luce el rimbombante título de jefe de Gabinete. Es decir, ni siquiera se dialoga en forma abierta y conjunta con los propios colaboradores.
Otra característica deplorable es su rencor. Néstor y Cristina han usado el atril presidencial o la cadena nacional para azotar sin anestesia. No es extraño que uno de los funcionarios más apreciados por la Presidenta -al que elogió en diversas circunstancias- sea el secretario de Comercio Interior, que exhibe procedimientos de un barra brava.
Un defecto mayúsculo del temperamento K es no reconocer jamás un error. Este modelo nunca se equivoca -pretenden hacernos creer-. Por eso un error los lleva a duplicar la apuesta, con la esperanza de que ese error se olvide o sea tapado por el polvo del error siguiente. Suponen que reconocer equívocos, pedir disculpas, rectificar el rumbo o elogiar al adversario es una muestra de debilidad.
En materia de corrupción este modelo ha convertido en irrefutable el viejo apotegma que dice "el que calla, otorga". Las caudalosas pruebas sobre el saqueo que se ha realizado con las obras públicas, las incesantes coimas, el desplazamiento de maletas con dinero, los viajes injustificables, enriquecimientos aceleradísimos y tantas otras malas yerbas no han recibido ni la más pequeña refutación sustentable. Sólo insultos. Este silencio equivale a una indirecta y horrible confesión, que por ahora no ha sido tomada debidamente en cuenta por la Justicia. Por lo tanto, hoy más que nunca, se ha convertido en una lápida el verso de Discépolo: "El que no afana es un gil". El populismo argentino tiene múltiples afluentes. El último fue provisto por Chávez, llamado con acierto "narcisista-leninista" por Andrés Oppenheimer y "pajarraco tropical" por otros estudiosos de nuestro subcontinente. Esta última definición fue confirmada por el rey de España cuando, harto de una interminable y vacía cháchara, le gritó demudado: "¡Por qué no te callas!". El chavismo, a su vez, se inspiró en la destruida Cuba, de cuya vieja revolución sólo quedan los escombros. Esa plaga bíblica que es el populismo ha encontrado socios en los extremismos totalitarios del planeta, sean estalinistas ateos, religiosos suicidas o fascistas irredimibles.
Todo régimen que viole las libertades individuales, coarte la libertad de expresión e impida la disidencia resulta maravilloso para el populismo. Son las características dominantes del llamado "eje bolivariano" o "socialismo del siglo XXI". En estos países el Estado pierde su sentido saludable y es devorado por el gobierno, que a su vez es devorado por su jefe. Por eso en la Argentina casi no existe el Estado, sino el gobierno nacional, y el gobierno nacional se confunde con una sola persona llamada Ella. No es arbitrario asociarla con Luis XIV.
El populismo jamás se aflige por la decadencia del país. Tampoco pretende erradicar de modo eficaz la pobreza; al contrario, si desapareciera la pobreza, perdería los votos que se compran con subsidios, cargos públicos y otros métodos alejados de la productividad. En los países desarrollados y prósperos no es viable el populismo.
Como cierre, los dirigentes que representan a las tres cuartas partes de la población argentina -porque no comulgan con las ruindades del populismo- deberían abroquelarse para confeccionar un programa (otro modelo) que se inspire en las mejores tradiciones republicanas, la defensa de las libertades individuales, el estímulo de la creatividad, de la inversión y la excelencia, y una Justicia que nos inyecte altas dosis de confianza. Hacia allí se dirige el país. Ojalá que no nos golpee otra frustración.
© LA NACION.

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