Jorge Edwards
Fue un 11 de septiembre, el de los cuarenta años después, muy anunciado y pregonado, preparado con meses de anticipación, y que se desarrolló con notable tranquilidad, con un sentimiento de retrospección, de serenidad nostálgica. Hubo una manifestación en la plaza de Salvador Allende de París, equidistante del edificio de los Inválidos y de la Embajada de Chile, acompañada de discursos, canciones de protesta, antiguas consignas, que parecían escogidas para crear una atmósfera de tiempos pasados. La asistencia, de alrededor de trescientas personas, era ordenada, reflexiva, casi litúrgica. Muchos llevaban en la mano una flor blanca: flor de la memoria, del luto, pero a la vez del futuro, de la consagración de la vida. No de la reconciliación, desde luego, ya que la reconciliación es un acto íntimo, que nace de sectores profundos del espíritu, y que no se puede establecer por decretos de gobierno o por órdenes de partido.
A pesar de todo, en este aniversario emblemático hubo gestos notables, provenientes de los dos lados, y que no se habían conocido antes. El Presidente Piñera habló de la necesidad de más verdad y de más justicia con respecto a los hechos terribles que ocurrieron, y atribuyó culpas que todos conocen, pero que no todos dicen: del Poder Judicial, que abandonó algunos de sus deberes esenciales, y de la prensa, que no informó sobre lo que ocurría. Elaboró, además, un concepto interesante: el de la primera transición, de la dictadura a la democracia, pacífica, original, bien llevada, y el de la segunda transición, que ocurriría ahora y que llevaría al país a un desarrollo económico moderno.
Hubo persistencia, obstinación, interpretaciones archiconocidas, divergentes, y que todavía estamos condenados a escuchar, pero hubo también, por suerte para nosotros, algunos gestos y algunas palabras inéditas. Hernán Larraín, personaje importante, cultivado, de la derecha parlamentaria, pidió perdón por no haber hecho más en favor de los derechos humanos atropellados, y Camilo Escalona, figura dirigente del socialismo, hombre de capacidad teórica, se acusó en público de haber echado, en sus tiempos de joven universitario, leña a la hoguera del conflicto chileno. Eran, a su modo, peticiones de perdón convergentes, aunque individuales, no colectivas, y reflejaban, precisamente por eso, un acercamiento de las conciencias que en años anteriores no había existido. Provocaron evidente irritación en sus respectivos bandos políticos, y a mí me parece que esa irritación, áspera, expresada con poca elegancia, confirmó, sin proponérselo, la calidad ética de ambas declaraciones. También se produjo una crítica de la asociación actual de magistrados a la actuación insuficiente, sumisa, de los jueces de los años del pinochetismo, reacción sin duda inédita, sorprendente, bienvenida.
Los actos del gobierno y de la oposición, interesantes, no carentes de fuerza, trascurrieron en la separación, entre convencidos, como si la división, la guerra de palabras, no hubieran cambiado nada. El oficialismo había invitado a representantes de la oposición, pero nadie quiso, o nadie se atrevió, a cruzar los puentes que habían empezado a tenderse. En mi visión particular, no creo que ese aislamiento haya sido digno de celebrarse. Entiendo la ira, pero cuando se convierte en idea fija, en majadería, empiezo a dejar de entenderla. Y aconsejo leer a nuestros poetas, a todos. En los años de salida de la Segunda Guerra Mundial, Vicente Huidobro, de regreso al país, de vuelta de muchas cosas, hablaba contra “los esclavos de la consigna”, la consigna, el lugar común, que evitan el trabajo de pensar, de evolucionar, de revisar las ideas gastadas.
Los esfuerzos de la conciliación, pesados, difíciles, son más interesantes que la división obcecada, convertida en rutina. No tiene el menor sentido buscar culpas, pero hay algo que faltó, en nuestro cuarenta aniversario, y algo que quizá sobró. Miro el futuro, sin embargo, con optimismo temperado, sin euforia, pero sin sentimientos depresivos. El país, a pesar de las apariencias, tiene un fondo razonable, sensible, que en último término busca la paz y la convivencia. En la mitad del siglo XIX, el general José de San Martín, desde su exilio en Boulogne-sur-mer, dijo que Chile era el único país que sabía ser república hablando en español. Ahora somos muchos los que podemos hablar en español y ser repúblicas, o ser monarquías, en el caso de España, modernas, democráticas, civilizadas. Lo que no podemos hacer es descuidarnos, bajar la guardia. Tenemos que mantener viva la llama de la reflexión, del amor a las libertades, de la búsqueda de un desarrollo económico moderno. Cualquier dogmatismo es una pérdida de la lucidez fundamental, una forma de ceguera. Un verso de un clásico portugués, Luis de Camoens, habla del “gran dolor de las cosas que pasaron”. Nosotros podemos y debemos decir lo mismo, pero no quedarnos en lo mismo.
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