COLETTE CAPRILES
Cuando los “ojos de Chávez” aparecieron durante la campaña electoral de 2012 estampados en franelas y paredes (con esa estética del street art con que el régimen ha querido fingir una vocación juvenil urbana tan contraria a su naturaleza estalinista y rural) no cabe duda de que resultó ser una gran jugada de branding, una marca evocadora o fetiche que aludía a la presencia/ausencia del propio candidato, imposibilitado de mostrarse como antes. Pero luego el signo salió de ese contexto para adquirir otros atributos. Hoy se recorre Caracas –el país entero, seguramente– tropezándose continuamente con una mirada insidiosa. Los versos de Antonio Machado retumban: “El ojo que ves/ no es ojo porque tú lo veas/ es ojo porque te ve”: los de Chávez han sido convertidos en talismán y señal del poder, en una marca de la vigilancia que desde el más allá se le quiere imponer a una sociedad de súbditos.
Lo notable es, en todo caso, la resurrección en pleno siglo XXI de tan antiguo símbolo del poder. La mirada es apropiación; todas las culturas humanas tienen un concepto para lo que en el Mediterráneo se llama el “mal de ojo”, una forma de apropiarse, dañándolo, de lo que no es de uno, o mejor dicho, de lo que no puede ser de uno. Los nazar turcos (un ojo azul que protege de las miradas del mal) dan testimonio además de aquella antigua forma de justicia que es el “ojo por ojo”. Cuando Lorenzetti, en su impresionante alegoría sobre el buen y mal gobierno, representa al tirano como un individuo de mirada torcida, dirigida hacia sí mismo, sintetiza el concepto clásico de la tiranía: el régimen del que gobierna para satisfacer su propia voluntad envilecida. El ojo habla.
Los ojos de aquí aparecen en cualquier parte pero tienen preferencia por la perspectiva vertical. Los edificios de los programas de construcción del Gobierno los exhiben, junto al jeroglífico de la firma, como verdaderos monumentos funerarios, repetición de un imaginario faraónico. Los masones también enmarcaban el ojo ilustrado en una geometría piramidal, pero esta, la que está estampada en esos edificios, no es la mirada que alude a la sabiduría y a la providencia, sino a la “elevación” o apoteosis de su dueño. Los ojos funcionan como una estratagema para la deificación o la idolatría y para marcar una permanencia difusa e insidiosa que crea un “arriba” y un “abajo” y secuestra la memoria para convertirla en mera conmemoración.
Orwell encarnó el poder en la cara del Gran Hermano: y no es que el poder sea visible, sino que la figura de poder convoca al espectador a una comunión (como aparece en el monólogo final de Winston Smith, rendido ante la belleza de ese rostro que antes temía: “Contempló el enorme rostro… ¡Qué cruel e inútil incomprensión! ¡Qué tozudez la suya exilándose a sí mismo de aquel corazón amante! Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le resbalaron por las mejillas. Pero ya todo estaba arreglado, todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado. Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al Gran Hermano”). En el mundo totalitario, no es la vigilancia lo que importa, ni el miedo: es el amor absoluto lo que se pretende, la identificación total, la fusión del individuo con el líder en una sola voluntad. Y aunque evoca el dispositivo panóptico del que hablaba Foucault como estructurador de la relación de vigilancia que toda sociedad moderna propone, es otra cosa. La “función panóptica” es por definición impersonal, el vigilante nunca es visto y el poder proviene, por así decirlo, de las instituciones. En Orwell, y aquí, el poder visible es el poder personal mitificado, un trofeo, una reliquia, un patrimonio de uno solo.
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